Traición de clase
Extracto del libro 'Lenguaje inclusivo y exclusión de clase', de Brigitte Vasallo, editado por Larousse.
El nuevo libro de Brigitte Vasallo Lenguaje inclusivo y exclusión de clase ha sido editado por Larousse.
Me descubro (a menudo) haciendo esto: leo algo que me interesa, observo la foto de la persona que lo ha escrito, miro sus notas biográficas. Busco si viene de donde vengo yo, sin duda para reforzar algo en mí.
Cuando las notas biográficas no hacen referencia a la familia directa es porque no hay nada que se considere relevante. Nunca se dice “hija de una mujer que no quería tener criaturas y, aun así, tuvo dos y apechugó con ellas lo mejor que pudo” o “hija de una mujer que no sabía leer, migró a un país extranjero y sacó a toda su estirpe de la miseria”.
Las que no tenemos riquezas que mostrar en los parámetros del capital económico, cultural o social, callamos. Y hacemos que la riqueza se convierta en lo único que existe: todo lo demás deviene un vacío donde se pierde la memoria de nuestra clase.
Conocí a mis abuelos, pero de sus padres y madres ya no sé ni el nombre de pila. Se han ido perdiendo las historias en la oralidad interrumpida por la diáspora. Porque la familia se vuelve pequeña con las migraciones y los desplazamientos, se va reduciendo al núcleo, y el entorno no sabe nada de ti, las vecinas no pueden contarte, no hay restos de tu historia en el paisaje, ni en las calles, ni en los edificios, “que mira mi bisabuela nació aquí o tú debes de ser la nieta de fulanita, que era hija de tal”… Todo eso no existe: hay que hacerse un cuerpo nuevo, comenzarlo de cero. Y vas caminando por la calle, entre gente que tiene cuerpos asentados por generaciones y tú te tambaleas en presencia de tanta concreción.
Lo único que ha perdurado para llegar hasta mí es la pandemia de 1918, en la que murieron mis bisabuelos, sus hermanas y hermanos, sus primas, sus tíos, todo el mundo. Quedó aquel que sería mi abuelo materno, Juanito, al que toda su vida llamaron por el diminutivo porque tenía seis años cuando se hizo adulto de repente. Sobrevivió trocando trabajo por techo; creció durmiendo en los corrales de los vecinos, entre los animales, sobre el estiércol. La memoria de mi familia acaba allá: nacemos donde murieron. No tengo grandes gestas de las que sentirme heredera, más allá de la pura supervivencia a esa miseria férrea.
Dice Yásnaya Aguilar Gil [1] que todo el mundo se lamenta de que una persona no sepa leer, pero que nadie lamenta que otro tipo de conocimientos, como el de la tradición oral, estén desapareciendo.
Mi madre fue la segunda de nueve criaturas, y la primera en emigrar a París desde una aldea de la Galicia sin mar. La aldea era un grupo de casas sin nada más: ni carretera, ni escuela, ni otro centro social que una ermita con un cura rotativo, que pasaba por allí de vez en cuando. A nuestra aldea no llegó la televisión hasta bien entrados los años 90 del siglo xx. Tampoco llegaba la radio: no había antena. Si hubiesen llegado los periódicos nadie los hubiese podido leer, porque nadie sabía. Nadie tenía una fecha de nacimiento clara, y las criaturas se registraban cuando algún vecino iba a la capital y llevaba de paso el encargo de apuntar a quien hubiese nacido en la aldea desde la última vez que alguien pasó por el registro. Los apellidos también bailaban porque el tal vecino encargado de ir al registro hacía lo que podía y ya bastante tenía con lo suyo. A veces bailaban los nombres de pila y las criaturas acababan registradas con otro nombre. Cuando mis abuelxs y sus vecinas y vecinos llegaron a la edad de jubilarse, conseguir los papeles fue una odisea porque la línea de su nombre y su origen se perdía de repente: no se llamaban como pensábamos que se llamaban, ni estaban inscritos en el año que suponíamos [2].
Mi madre siempre hablaba del hambre, de la miseria, de no tener techo, del terror ese incrustado al saber que tu supervivencia no está garantizada, que tu margen de error en la vida es muy pequeño.
Nuestra supervivencia, la supervivencia de las que venimos de pobres, nace del esfuerzo colectivo por sobrevivir, por dar a la siguiente generación una patada en el culo que nos aleje lo máximo posible de la línea de la miseria, por darnos las herramientas para salir adelante. Y entre esas herramientas está la de dotarnos de una cultura reglada que propicie nuestro acceso al capital económico. Alcanzar los títulos académicos como adquirir los idiomas importantes y alejarnos de las lenguas inútiles, aquellas que solo sirven para pedir cobijo en el corral de la vecina, entre el estiércol, pero que no sirven para conseguir un buen trabajo que te permita comprarte tu techo y que nadie te lo pueda quitar. Pero los títulos académicos, los idiomas importantes y los trabajos bien pagados, traen consigo la renuncia a los acentos, a los dejes, a la lengua “mal hablada”, a la ropa vieja pero cómoda, a la libertad del cuerpo para engordar, para llenarse de pelos en las piernas y de bigotes en la cara, para envejecer, para oler a sudor, para comer con gusto hasta llenarte y más allá. Los títulos académicos traen consigo una narrativa de la historia que nos habló de civilización, de progreso y de atraso, de barbarie, que marcó la miseria del sistema como una vergüenza nuestra, esa gente atrasada que vivía entre el ganado, en esos lugares en los que nunca nacieron reyes ni héroes ni líderes de izquierda ni grandes sindicalistas ni Newtons ni Platones ni Virginias Woolf ni Kants ni Foucaults ni Dostoyevskis ni ballets nacionales ni nada que hubiese aportado al mundo nada o al menos nada que valiese la pena recordar. Los títulos académicos también traen consigo palabras correctas e incorrectas, palabras que existen y palabras que no, aunque de toda la vida se hayan usado en tu casa y funcionen mejor que cualquier nueva palabra que solo entenderás tú. Traen también los temas que son trascendentes y los que no, que ni siquiera son temas intrascendentes porque ni existen, porque no llegan a ser. Los trascendentes, dicen, son aquellos que hablan del para fuera, de lo público, de lo grande, de lo nacional, del Estado, de las grandes batallas, de las luchas, de las barricadas, de los altavoces.
Y traen consigo, claro, una forma de mirar el mundo.
Un disciplinamiento, un marco desde el que mirar, un marco que señala la norma y que nos permite ver, a lo sumo, aquello que, dando la norma por buena, la transgrede. Porque fuera no vemos nada.
Mi tía Erundina siempre tuvo bigote, pero yo no le daba importancia, pues me parecía una representación del cuerpo atrasada, poco civilizada; para mí no tenía significado político (ni relevancia alguna) que una mujer de una aldea sin luz ni televisión no entendiera que las mujeres modernas, refinadas, cultas nos depilamos. Pero, cuando otras mujeres modernas, refinadas, cultas dejaron de depilarse y lo llamaron liberación, dejé de hacerlo yo también. Y, sí, me sentí liberada. Lo que no entendí fue que el cuerpo liberado de esa imposición estética, de esa imposición de género, era un cuerpo conocido por mí, anterior a la norma, del que no supe aprender nada.
Con la adquisición de capital cultural, pues, nos pusimos a hablar distinto —a hablar correcto—, a vestir distinto —a vestir moderno—, a peinarnos de mil maneras, —pero a peinarnos, al fin y al cabo—.
El capital cultural nos ha transformado mucho más de lo que nos transforma el capital económico. Porque puedes tener dinero y seguir siendo una mujer de barrio. Pero no basta con tener capital cultural: tienes que aparentarlo. Y arrasa con todo: es una forma de pensar, claro, de moverte, de caminar, de sentarte, de sonreír o de no hacerlo; es una forma de follar y un con quién debes follar, quién te gusta y quién jamás, es un si me escribes con faltas de ortografía en la app de ligue te bloqueo, es un no voy a ligar contigo porque este deje que tienes al hablar, esta cosa, estos temas no me ponen; es la ropa, es la comida, son los gustos musicales, son los barrios por los que te mueves, es todo. El capital cultural no se adquiere, te secuestra. Y acaba contigo.
Así, ese esfuerzo colectivo por sacarnos de la zona de miseria, por darnos las herramientas para la supervivencia, ha devenido, desgraciadamente, una forma radical de destrucción de la conciencia de clase.
Notas
[1] Aguilar Gil, Yásnaya: Un nosotrxs sin Estado. OnA ediciones. 2018, pág 76.[2] Mientras escribo este texto me entero, por casualidad, de que mi apellido Vasallo es una castellanización del apellido Basalo, posiblemente sucedida en el registro y sin consentimiento de mi familia.No te pierdas estos textos: