La nueva generación de las traumatizadas

La nueva generación de las traumatizadas

En los últimos años, la investigación entorno a lo que rodea al concepto de trauma ha crecido considerablemente, pero ¿para quién son esas herramientas? ¿Benefician más a las terapeutas o las clientas?

21/04/2021
Ilustración: Señora Milton

Ilustración: Señora Milton

Por definición, un trauma psicológico es el resultado de la exposición a un evento potencialmente estresante, inesperado e inevitable que supera nuestras capacidades de afrontamiento y que a su vez genera secuelas psicológicas, emocionales, cognitivas y físicas.

El interés por parte de la comunidad académico-científica en el trauma psicológico y su impacto en la salud de las personas ha sido desde siempre muy escaso. La labor principal de las corrientes biomédicas predominantes se ha limitado a pasar por alto los eventos estresantes que generaban el malestar, minimizar la relación del sufrimiento con dichas situaciones, agrupar los consiguientes síntomas que aparecían bajo categorías diagnósticas, y etiquetar a cada individuo que se alejaba de la norma con definiciones patologizadoras, que a menudo son invalidantes.

Esta perspectiva tan individualista resulta más rentable en términos capitalistas y heteropatriarcales, ya que asegura el sobrediagnóstico y la sobremedicalización (manteniendo así la economía farmacéutica y los intereses médicos), el etiquetaje estático que no se adapta a una sociedad cambiante, y el mantenimiento de las desigualdades sociales (entre ellas, las de género). Todo este montaje occidental se regla bajo el método del cortoplacismo tan conocido en España, que en ningún caso asegura una mejora de los indicadores relacionados con el sufrimiento psíquico. La realidad es otra: las cifras siguen aumentando y se estima que en 2030 la primera causa de discapacidad en el mundo esté vinculada al sufrimiento psíquico.

Prestar atención y actuar directamente sobre las consecuencias psicoemocionales causadas por las vivencias más estresantes y traumáticas de las personas no ha sido una tarea importante durante mucho tiempo para los profesionales de la salud mental. Aunque parezca lógico que dirigirse directamente a la situación traumática y acompañar a la persona durante su resolución pueda aliviar “la sintomatología” (entendiéndola siempre desde la esfera individual y sin centrarnos en el malestar sistémico y colectivo), la comunidad clínica ha optado por diseñar “pautas”, “técnicas”, “asesoramiento” y “psicoeducación” centradas en aconsejar, bajo intentos paternalistas, lo que se debe hacer para beneficiar al máximo al individuo. Entonces, la respuesta posible se ve absolutamente acotada, sesgada y posiblemente condicionada por la misma perspectiva clínico-médica que exige una respuesta.

En consulta muchas personas han buscado ayuda, soporte, acompañamiento, comprensión o simplemente la validación de su experiencia traumática, pero no es algo aislado el oír que los profesionales dedicados a la sanación no han sabido gestionar e implicarse en lo que escuchaban. Entre las posibles razones que explican este fenómeno, se encuentran las dificultades para “enfrentar” profesionalmente las consecuencias psicoemocionales de tales situaciones, el desconocimiento teórico-práctico, la dificultad para conectar con el trasfondo de la vivencia y la inseguridad en la propia praxis. Todas ellas se encuentran bajo el foco del ejercicio del poder terapéutico, siempre siendo el “paciente” en cuestión el que saldrá escaldado.

Así pues, visto el escaso éxito de las intervenciones psiquiátricas y psicológicas bajo el marco más tradicional y en un intento de quitarles peso (que no de huir) de estas etiquetas diagnósticas sentenciadoras, en la época de los 2000 comienza a escucharse el concepto de trauma psicológico desde los Estados Unidos. Parece que las ideas vintage de los discípulos de Freud combinadas, eso sí, con la evidencia científica, han vuelto para quedarse. El pasado personal vuelve a tener un papel crucial en la sanación individual.

En los últimos años, la investigación entorno a lo que rodea al concepto de trauma ha crecido considerablemente, así como los estudios entorno a la eficacia de los posibles tratamientos que actualmente existen para paliar el sufrimiento de la persona “traumatizada”. Por fin existen “herramientas” para poder “dar soluciones” al trauma. Me surge la duda: realmente a quién ayudan estas nuevas herramientas, ¿al terapeuta o al cliente? Supongo que responder a esta pregunta es complicado, así que simplemente quiero remarcar que se ha disparado el número de profesionales que han girado totalmente su dirección asistencial y se han replanteado su modelo de trabajo para invertir cantidades disparatadas de dinero en cursos oficiales para aprender a “gestionar terapéuticamente un trauma”.

Siendo sincera y como testigo del avance en primera línea, esta nueva perspectiva es absolutamente innovadora, efectiva, palpable y real. Con poco se logra mucho, y ese es otro gran riesgo: creer que por fin hemos topado con la solución definitiva. No existe esa barita mágica que alivia el sufrimiento humano individual, y si existiera seguiría al mismo tiempo manteniendo las razones estructurales que perpetúan el abuso emocional, psicológico, sexual, físico e infantil, y las desigualdades económicas, sociales, culturales e históricas.

Teniendo en cuenta las diferencias entre el enfoque biomédico que se basa en las etiquetas psiquiátricas, y en la comprensión del sufrimiento psicoemocional como resultado del trauma psicológico, ¿cuál es el punto común entre ambas perspectivas? En ambos casos, psiquiátricamente diagnosticadas o traumatizadas, las mujeres siempre tenemos las de perder. Según estudios científicos realizados en temas de género, las mujeres presentamos mayores tasas de sufrimiento psíquico, un mayor riesgo de exposición a un suceso potencialmente estresante, y a su vez una mayor sensibilidad y capacidad para pedir ayuda. Nos tienen atadas de pies y manos. Los avances de los paradigmas terapéuticos contemplan la desigualdad de género en cuanto al malestar psicoemocional como una realidad, pero da la impresión de que nos hemos resignado a que así siga siendo.

Ya es palpable que la connotación del uso de la palabra “trauma” no funciona igual entre ambos géneros, y mucho menos entre el colectivo trans y les no binaries. “Traumatizada” funciona como una etiqueta desligitimizadora que minimiza la expresión del sufrimiento y trata el malestar justificado como algo exagerado. Este concepto está totalmente feminizado en el imaginario colectivo y condicionado por antiguas etiquetas como “neurótica”, que demuestran el miedo a afrontar socialmente los malestares femeninos.

A mi parecer, centrarse en lo individual y situacional de un evento traumático y sus consecuencias sigue siendo un error, ya que así ignoramos los sistémico e interseccional de lo traumático. Atender y acompañar en la sanación de una herida del pasado no es la única tarea pendiente del sistema de salud, también el destinar toda la atención a la prevención y a la protección de los colectivos que se muestran más vulnerables frente a la exposición al sufrimiento traumático.

Respondemos psicoemocionalmente a nuestras realidades y las vulnerabilidades son partes presentes en todas nosotras. Ahora seremos la nueva generación de las traumatizadas, pero nos llamen como nos llamen, siguen hablando sobre nosotras.


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