Si no puedes con tu enemigo, vístete como él

Si no puedes con tu enemigo, vístete como él

Extracto del libro 'Insumisas. Mujeres que se vistieron de hombre en busca de la igualdad', de Laura Manzanera, editado por Principal y prologado por Cristina Fallarás.

14/04/2021

Laura Manzanera

Introducción. Si no puedes con tu enemigo, vístete como él

La Biblia lo deja claro: «La mujer no llevará vestidos de hombre ni el hombre llevará vestidos de mujer, pues son cosas abominables a los ojos del Señor, tu Dios».

Desde siempre, el atuendo se ha utilizado para marcar diferencias, en especial las de género. Las autoridades religiosas y políticas se han esforzado por controlar nuestra apariencia con el fin de impedir la confusión entre ambos sexos, uno de los grandes miedos desde la Edad Media. Educación, represión y coacción, todo sirve para evitar que se trastoque el orden social. Basta con que cada cual sepa qué ponerse según su sexo para confirmar qué puede y no puede hacer.

En este sentido, la moda ha sido la herramienta de vigilancia más eficaz. Solo hay que pensar en la tradición de vestir a las niñas de rosa y a los niños de azul, una asignación de colores que, en sus inicios, era a la inversa. Por no hablar de la rivalidad falda-pantalón. La primera es abierta e incómoda, se levanta con el viento y con según qué movimiento. Obliga a renunciar a actividades más dinámicas, a sentarse de forma recatada, a reprimirse. El segundo es cerrado y práctico, símbolo de la libertad y el poder que han disfrutado y disfrutan los hombres. «No hay nada tan poco natural como vestirse de mujer; sin duda, la ropa masculina también es un artificio, pero es más cómoda y simple, está hecha para favorecer la acción en lugar de entorpecerla », recuerda Simone de Beauvoir en El segundo sexo. Dime qué te pones y te diré cuánto mandas.

Para librarse de los convencionalismos y las limitaciones inherentes a su condición, muchas mujeres a lo largo de la historia decidieron travestirse. Querían dejar atrás la familia o un matrimonio no deseado, esquivar los roles que se les adjudicaban: esposa y madre, criada, monja o prostituta, salir de la miseria, conseguir un sueldo propio, ejercer un trabajo prohibido o desarrollar una pasión. Perseguían el amor o la defensa de una causa, prevenían el acoso o una posible violación, o simplemente intentaban salvar la vida.

Al margen de los motivos que las llevaron a disfrazarse, de su contexto geográfico y temporal y de sus circunstancias personales, no las movía el deseo de convertirse en hombres. Se enfundaron ropas masculinas porque era la forma más segura —de hecho, la única— de ocupar parte del espacio de ellos y lograr lo que tenían vedado por ser mujeres. Se saltaron las asfixiantes normas que las encorsetaban, se vistieron y comportaron como varones para eludir los límites impuestos a su existencia, supuestamente inferior por nacimiento. Al prolongar en el tiempo una transgresión solo aceptada durante el permisivo carnaval, eludieron su destino de género y participaron
en ámbitos construidos por hombres y para hombres. Dicho de otro modo, pudieron ser más libres.

A algunas se las descubrió demasiado pronto. Otras mantuvieron la impostura durante años, en ocasiones décadas, y alguna hasta la muerte, revelándose la verdad antes del sepelio. Más de una vez y, más de dos, lo desveló la autopsia. ¡Y a saber cuántas se llevaron el secreto a la tumba!

Aquellas que fueron desenmascaradas en vida tuvieron que soportar insultos y humillaciones. Se las tachaba de pecadoras, de vivir contra natura, de prostitutas… Y, en el peor de los casos, los tribunales las condenaban. «El travestismo masculino se considera mucho más reprobable que el femenino: el hombre se degradaba, mientras que la mujer aspiraba a ser mejor». Pese a que esa actitud pudiera justificarse como un intento de prosperar, no lo tuvieron nada fácil. Se arriesgaban a la infamia, al repudio social, al castigo y, con frecuencia, a la muerte.

Al margen del éxito obtenido con sus estratagemas, las protagonistas de esta obra mostraron suficiente valor para marcar la diferencia. Sus historias han inspirado la creación de numerosos personajes. La vida es sueño, de Calderón de la Barca, arranca con Rosaura vestida de hombre dispuesta a vengarse de Astolfo por haberle arrebatado su honra. La doncella de La falsa criada de Marivaux se hace pasar por caballero para investigar la vida de su prometido antes de la boda. La osada doña Juana de Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina, va de incógnito de Valladolid a Madrid para obligar a su desleal amante a cumplir su promesa de matrimonio. La Zinevra de El Decamerón, de Boccaccio, asegura llevar seis años rondando por el mundo disfrazada de hombre. La Dorotea de El Quijote hace lo mismo para poder salir de casa, en contra de las órdenes paternas, y la Shen Te de La buena persona de Sezuan, de Bertolt Brecht, víctima de desaprensivos estafadores, intenta con esa argucia salvar un negocio.

En la ópera Fidelio, de Beethoven, Leonora cambia sus ropajes para entrar en la prisión y rescatar a su marido, injustamente encarcelado. En la película Shakespeare in Love, Gwyneth Paltrow (lady Viola) acude travestida a una audición, pues las mujeres tenían prohibido pisar los escenarios. Barbra Streisand, que encarna en Yentl a un personaje real (Esther Brandeau), es la hija de un rabino que se disfraza para estudiar en una escuela de varones, y Glenn Close, en Albert Nobbs, basada en la novela de George Moore, lo hace para poder trabajar.

Son algunas de las muchas travestidas que pueblan el imaginario colectivo. Pero este libro habla de mujeres de carne y hueso, aunque sus aventuras estén salpicadas de leyenda o la historia y la ficción puedan a veces confundirse.

Son todas las que están, pero no todas las que han sido. No obstante, las que aparecen son representativas. Abarcan geografías, épocas y circunstancias muy variopintas. Se incluyen casos populares y desconocidos, mujeres célebres y anónimas. Aventureras y heroínas en el campo de batalla, mujeres de ciencias y de letras, artistas, actrices y músicas, revolucionarias y reformadoras sociales, marineras y piratas… y reinas. Les une haberse visto obligadas a «llevar los pantalones», no por capricho, sino por una poderosa razón.

Este viaje transversal llega hasta la actualidad. Las cuestiones de género han cambiado, pero la desigualdad permanece. Así lo prueba la experiencia de la egipcia Sisa Abu Dauh, que, hace más de cuatro décadas, se disfrazó de hombre para que a su hija no le faltara el pan. Tras enviudar, sus familiares la hostigaban para no trabajar, actividad que no juzgaban respetable en una mujer, pero ella estaba decidida: «Me afeité la cabeza, me puse un turbante y oculté mi figura bajo una holgada galabiya (túnica). Y, como cualquier otro muchacho del pueblo, me fui a buscar un sueldo». Trabajó de agricultora, de albañil y, finalmente, de limpiabotas. Continuó con este oficio con la misma vestimenta.

Es significativo que, en el siglo XXI, mujeres sin techo que conviven con hombres camuflen su sexo para evitar actos violentos o violaciones. «Me cortaba el pelo, me ponía una gorra y ropa ancha para disimular. Así era todo más fácil», confiesa Gemma, que vivió y durmió en las calles de Barcelona doce años.

Esta y otras historias recogidas en estas páginas evidencian que la desigualdad continúa. Con mayor o menor acierto, el mérito de las travestidas es poner el mundo al revés, rebelarse contra lo establecido, enfrentarse a los hombres, esa otra mitad que ha decidido cómo debe ser nuestra actitud, nuestra manera de ser, nuestra vocación… nuestra vida. Hoy, que tanto se habla de feminismo, paridad, techo de cristal, brecha salarial, cosificación, empoderamiento o sororidad, merece la pena volver la vista atrás para ver lo que se ha logrado, pero también lo que queda por conseguir.

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