Prensa sin corazón
El debate feminista y sobre la violencia contra las mujeres ha llegado a los medios de comunicación masivos. Y lo ha hecho por la puerta grande. El problema es que se habla de cosas en las que nos va la vida en esos espacios en los que la costumbre es consumir cuerpos y vidas de mujeres porque dan las cifras, pero -sobre todo- porque nos odian.
Ha pasado lo que siempre quisimos que pasara: que el debate feminista y sobre la violencia contra las mujeres ha llegado a los medios de comunicación masivos. El problema es que lo ha hecho por la puerta equivocada, la de la prensa del “corazón”.
En este país hay toda una industria del entretenimiento basada en convertir lo que serían los cotilleos de una plaza en contenidos para la prensa, la televisión y las redes sociales, que genera y menea cantidades de dinero que parecen imposibles, y que son impensables en cualquier otro sitio. La plaza es enorme, insaciable y necesita -como una boa- devorar animalitos vivos que le den la casquería necesaria para que llegue para todos los espacios, para todas las portadas.
No pienso caer en la evidente misoginia de considerar “basura” a una forma de entretenimiento -que no de periodismo- que se considera dirigido mayoritariamente a mujeres (eso es lo que se dice en voz alta) sobre todo mayores, ignorantes, sin criterio ni -casi- vida propia (eso es lo que se piensa en voz baja). Los programas de entretenimiento hacen -o intentan- lo que les manda su nombre y los consume mucha más gente de la que lo confiesa. Los programas de entretenimiento centrados en diseccionar la vida privada son cada vez más y ocupan más espacios, así que es muy difícil que no te salpique un rato alguno de ellos.
Excepto esa gente tan profunda e intelectual que necesita marcar la distancia con la plebe para que se note y que no ve la tele, que no sabe quién es la hija de cantante o la ex de torero cuya vida otras nos sabemos al detalle; todas controlamos un poquito de quién se ha divorciado quién se ha operado, y quién se ha puesto los cuernos -aunque sea de oídas-.
Te evades, te distraes, te echas unas risas o piensas un rato en las vidas de otras, para no pensar en la tuya. Inofensivo, intrascendente, una espita. Pan y circo. Como el fútbol, las telenovelas, o el cine del tardofranquismo.
Pero es cualquier cosa, menos inofensivo. Es la fuente en la que muchas personas construyen su imaginario colectivo. Donde aprenden palabras nuevas, descubren enemigas nuevas y alimentan odios y filias viejas. Es la plaza que nunca está vacía, que siempre tiene con quién meterse.
El problema es que la plaza mueve dinero y quienes hacen sus apuestas siempre quieren más y lanzan al centro a quien haga falta, con tal de que a la boa no se le corte la digestión. Casi siempre a nosotras.
En un país en el que las mujeres protagonizamos el 20 por ciento de las noticias en los informativos, en la plaza pública del cotilleo, somos las estrellas. Modelos, cantantes, actrices, mocatrices, celebritis y divas de cartón y hueso despiertan un interés autoinmune, que convierte en noticia las cuestiones más irrelevantes, las antinoticias que nunca contarías si fueras periodista de otra víscera, no del corazón.
Y este es el problema, que es como en la plaza, pero por dinero.
Las horas y las páginas se llenan de lo que se han llenado siempre las bocas en las plazas cuando estaban en las calles: de misoginia.
Las conversaciones, las columnas, las fotos comentadas, van de lo que los cotilleos han ido siempre, de los cuerpos de las mujeres y de lo que hacen con ellos. Hay revistas que nos comparan a unas mujeres con otras, para que elijamos quién tiene un cuerpo más obediente a los mandatos de la heteronorma. Hay programas que se dedican a calcular cuánto se han gastado en cirugía las mismas mujeres a las que se criticaba cuando no creían necesitarla. Hay horas y páginas sobre quién está gorda (espoiler: todas), de quién ha envejecido (como si pudiéramos no hacerlo), de quién viste peor, y de quién lleva mejor la misma ropa. Horas y páginas de exposición a un mensaje patriarcal que nos impone cuerpos determinados, obedientes, estandarizados, del tamaño adecuado, del color adecuado, adecuados.
Pero no se queda, nunca lo hace, en el cuerpo. El plato estrella es lo que las mujeres hacemos con él. Como en los pasillos del insti, las que tienen vida sexual son putas y las que no la tienen (o no la conocemos) están solas, a la espera de “rehacer su vida”. Se despedazan las vidas de las invitadas de turno, que corren por la calle con gafas de sol, lloran en platós o sacan comunicados que comunican cosas que las demás comunicamos en privado.
Pero las víctimas no son solo ellas. Nunca lo son. Igual que en plena caza de brujas, el inquisidor escribía “habrá que matar a unas cuantas para educar a todas”, hasta a las que no ven la tele -porque están haciendo otra cosa o leyendo a Foucault-, sufren las consecuencias de que la misoginia sea la invitada a todos los programas y a todas las revistas.
En lugar de señalar la violencia simbólica que hay detrás de convertir en cultura popular la vieja y patriarcal costumbre de controlar las vidas y los cuerpos de las mujeres a través del juicio colectivo y público, los ataques se naturalizan, se tiñen de humor, de falsa irrelevancia, de falso feminismo, incluso. “Mira a esta actriz a la que admiras, porque te la hemos sacado unas páginas antes de una vida de sueño, con vestidos con los que ni sueñas y pisando alfombra roja como imitas tú delante del espejo… mírala, tiene celulitis”. De entrada, el 99 por ciento de las mujeres la tenemos (a ver si no es un defecto).
En lugar de aprovechar el momento histórico en el que estamos, el movimiento feminista que tenemos, para generar espacios de entretenimiento que diviertan sin perpetuar las opresiones, los platós y las páginas se llenan de mujeres que critican a otras, de maricas con la pluma justa que hacen lo que se espera de ellos y de señoros heteros que se ríen de unas y de otros, y dicen la última palabra.
Como en las casas, como en las plazas, los temas de conversación son las desobediencias de las mujeres y se convierten en parte del castigo por ellas. Pero esto es en la tele. Y quien la ve, aunque sea sin querer, lo aprende.
En las últimas semanas, el debate feminista y sobre la violencia contra las mujeres ha llegado a los medios de comunicación masivos. Y lo ha hecho por la puerta grande. Y el problema no es que se hable de cosas en las que nos va la vida entre sorteos, publicidades y coreografías, que también. El problema es que se habla de cosas en las que nos va la vida en esos espacio en los que la costumbre es consumir cuerpos y vidas de mujeres porque dan las cifras, pero -sobre todo- porque nos odian.
Odian a las gordas, a las no heteronormativas, a las promiscuas, a las desobedientes, a las que tienen voz propia, a las que se preocupan más de lo que viven que de lo que visten. La más mínima desobediencia a los mandatos del capitalismo, el patriarcado y las buenas costumbres se castiga con la risa, el insulto, la construcción de un personaje al que atacar como si no hubiera una persona dentro.
Y adoran a las ricas, a las delgadas, a las que fingen, a las que sonríen, posan y no hacen nada. Porque saben que hay mujeres al otro lado, mirando, y quieren que les compren las cosas que se anuncian entre escándalo y escarnio.
No pienso caer en la evidente misoginia de considerar “basura” una forma de entretenimiento -que no de periodismo- porque se considere dirigido mayoritariamente a mujeres, pero pienso criticar abiertamente a los medios de comunicación que usan las vidas y los cuerpos de las mujeres para perpetuar las violencias y las opresiones que las atraviesan.
Y pienso criticar abiertamente a los medios que creen que pueden convertir todo el trabajo que el movimiento feminista lleva décadas haciendo para visibilizar, señalar, y conceptualizar la violencia contra las mujeres y para generar discurso, herramientas y estrategias de lucha contra ella, en una línea más en la escaleta que llena el tiempo entre los anuncios.
Porque no vamos a permitir que se convierta en cultura popular ponernos en duda, cuestionar nuestro relato, ignorar nuestros dolores y las estrategias que hemos construido para curarlos en colectivo.
Hemos tomado las plazas, y de ahí ya no nos sacan.
Ahora vamos a tomar los medios de producción del relato.
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