Aguayagua
Compañeras, hermanas. Sostenes. Si empieza a llover, te regalan un chubasquero. Si empieza a diluviar, te ponen el paraguas, te agarran del brazo y te llevan a casa
Un río que no deja de fluir
quizá solo un grifo de agua turbia
quizá la vida derramándose.
Un vaso desbordado,
o sin consistencia.
Años de navegación, si no baldía,
siempre lejos de tierra firme.
Llueve. Ya son días lloviendo, creo que lleva lloviendo toda la vida, aunque a veces el tiempo regale una tregua. Miro por la ventana y llueve, y mientras el agua resbala por la acera, todas las ausencias se posan junto a las plantas, en el alféizar. Me encanta la palabra alféizar. Y su función. Fuera agua, resbálate, quédate en tu sitio, en la calle, no entres a anegarnos (más) la carne.
Se derrama el agua entre los días y también la ausencia, la pérdida y la carencia. Tres palabras de significados parecidos pero distintos. La ausencia es, o puede ser, temporal. Algo o alguien no está. Algo en algún momento estuvo y ahora no. La carencia va más o menos por el mismo carril, pero ese ‘no-tener’ puede que haya existido siempre, desde la raíz. En la pérdida está la diferencia más clara: lo irrecuperable. Sigue lloviendo y las nubes preparan diluvio.
Se habla mucho del duelo cuando sigue a una muerte. Es una pérdida con la que tendremos que convivir toda la vida. Y es irrevocable, muy duro saber que no podrás ver a alguien nunca más. Hay otras pérdidas que te hacen ir desmembrándote poco a poco. Quizá no de golpe, quizá no de manera abrupta, pero vas dejando partes de tu cuerpo por calles y callejones. Dice Ray Lamontagne en la bestial canción ‘Empty’: “Hay muchas cosas que pueden matar a alguien, hay muchas formas de morir, y algunos ya muertos andan a mi lado”. Vaya frase tromba. Y cuánta verdad hay en ella. Puede que no haya una muerte (o no todavía) para que se vaya difuminando parte de una realidad que en algún momento creíste consistente y segura.
Hay carencias que se van asumiendo con el paso de los años. Si no has tenido un padre o una madre en condiciones, si no han cumplido con sus funciones (incluso si las funciones se han revertido, sabemos mucho de esto), te tocará coger la mochila, el hacha y el bocadillo, surcar selvas, bosques y montañas, y dar con algún lugar en el que refugiarte. Seguramente encuentres a otras por el camino y os ayudéis en el viaje. Compañeras, hermanas (quizá también algún hermano descarriado). Sostenes. Si empieza a llover, te regalan un chubasquero. Si empieza a diluviar, te ponen el paraguas, te agarran del brazo y te llevan a casa. Menos mal que existen en la misma época que tú. Parece que ahora la lluvia es tenue, sirimiri que roza tu cara y se entremezcla con tu propia agua. Llevas la ausencia contigo, como siempre la llevaste.
Hay ausencias inesperadas, o cambios de estado que engendran movimientos de tierra. Hemos tenido personas cercanas afectadas por la enfermedad del año, abuelos, abuelas, familiares imprescindibles que de un momento a otro, o bien han dejado de existir, o bien han comenzado a existir de una forma totalmente distinta a la que conocíamos. Solo puedes cogerles de las manos y regalarles el calor que siempre te han ofrecido. Pero como ahora la distancia se impone, solo te queda preparar con tiempo la próxima visita. Y en este caso, ante la ausencia, lo mejor es dar rienda suelta a la memoria, honrarla todo lo posible.
(Sigue lloviendo, pero ahora aparecen algunos claros). Hay ausencias, que aún no sabes si son ausencias o pérdidas. A falta de certezas, solo tienes incertidumbre. Más incertidumbre, como si no fuera suficiente con la almacenada en los últimos tiempos. La psicología habla de tolerarla, incluso de abrazarla, supongo que se refieren a cuando tienes algo a lo que agarrarte en medio de la marejada, algo aunque sea pequeño, un tronco chiquito, una rama, una hoja al menos. Pero no. Resulta que estás resistiendo con toda la humedad pegada al pecho al descubierto. A riesgo de que se empapen también los huesos. Lo positivo es que, como en cualquier situación, puedes poner límites. Quizá es ahora cuando tengas que elegir cuidarte. Puede que no puedas desprenderte del agua, pero puedes ahogar con ella el desencanto y cubrirte un poco más ante futuros aguaceros.
No te aferres al pasado, mira al futuro. Nos dicen que echar la vista atrás no sirve de nada, que hay que tener siempre esa actitud optimista y desangrarnos los ojos, si hace falta, para ver lo que está más allá de la última nube. ¿Pero qué estamos diciendo? Claro que sirve recoger el agua de lluvia, el agua sucia, una vez que lo ha inundado todo, y comprobar los daños de las paredes, techos y suelos del refugio. Claro que necesitamos enfangarnos en la herida del temporal y observar. ¿Han sido solo daños recientes o el deterioro ya se había producido? ¿Cuánto tiempo llevan agrietadas las paredes? ¿Se pueden arreglar o habría que derruir todo y empezar a construir de nuevo?
Anoche llovía mientras volvía a casa. Había dejado las puertas y ventanas cerradas por si la tormenta llegaba antes que yo. Cuando entré encendí la luz y habité la ausencia. Miré cómo llovía. Me acerqué al balcón y a través del cristal, por la carretera, empezaron a desfilar todas las personas, cosas y situaciones que ya no están. Las saludé con la mano y siguieron su viaje. Caminaban empapadas.
Después encendí la tele. Supervivientes. Cambié de canal. Ya tengo bastante con sobrevivir al temporal. Y sin millones de euros que me aligeren el chaparrón.
Pasan las horas y la tierra va filtrando el agua de la tormenta. Acaba de aparecer un sol leve. Supongo que es buena señal. Dice un poema que abril es el mes más cruel. Puede que haya algo de cierto. Llovió intensamente en abril, también mucho en mayo, y ha llovido estos días. Pero las semanas y los meses del agua son también los de la primavera abrupta, los de la selva existencial, los de lo nuevo emergiendo desde la profundidad. Un día miramos alrededor y vemos manar ese verdor escondido, esa vida prosiguiendo desde no sabemos dónde. Es al fin la nutrición. El ciclo de llover para crecer.
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