El caso de laboratorio

El caso de laboratorio

Cada caso frustrado aumenta el descrédito del sistema judicial y actúa de correa transmisora ​​del mensaje de "¿has visto como no ha servido de nada?". Mientras el sistema judicial siga anclado en la expectativa de casos de delitos de odio de laboratorio, el resto de casos, los de la LGTBIfobia real, seguirán impunes.

Texto: Laia Serra
Imagen: Núria Frago
30/06/2021
En el dibujo, una mujer sujeta un mazo frente a una pantalla de la que sale un puño.

Esta ilustración se hizo originariamente para el artículo Violencia de género, los debates que vienen.

 

El pasado de 10 de junio coincidimos en un taller sobre discurso de incitación al odio organizado por Unidad contra el Fascismo y el Racismo con Marilda Sueiras, abogada de SOS Racismo Barcelona, que compartió los datos del servicio: en 20 años de litigio antirracista habían conseguido cuatro condenas que incluían el agravante de discriminación racista. La impactante cifra indignó la audiencia, pero reconozco que a mí me alivió. No era la única que picaba piedra llevando litigio LGTBI desde el Observatorio contra la Homofobia desde 2008, y que a pesar del máximo esfuerzo y compromiso, recogía resultados desalentadores. Los datos de SOS Racismo, equiparables a los nuestros, reflejan la cruda realidad. El pan nuestro de cada día es el muro de acero de resistencias ideológicas y de incompetencia del sistema judicial que nos lleva a estos fracasos.

La crudeza de esta estadística deja entrever el resultado de impunidad, pero no la dimensión del sufrimiento de las personas agraviadas a lo largo de su recorrido judicial. Un porcentaje muy pequeño de personas agraviadas, a pesar del mensaje unánime de su entorno de “no denuncies, que no servirá de nada”, decide dar un paso al frente y denunciar. La expectativa de justicia es algo que tenemos muy profundamente arraigado y que nos empuja a confiar en el sistema, a pesar de que todas las señales nos indiquen que el éxito será improbable. Dando el paso de confiar en el sistema judicial, las personas agraviadas pierden el control de su proceso de recuperación y de significación de su vivencia. De repente, se ven expuestas a que un sistema judicial que no entiende su realidad y que no empatiza con las diversas dimensiones del daño que provocan los delitos de odio, tenga el poder de fijar el relato de los hechos. La llamada verdad procesal, será la única verdad legitimada a partir del dictado de la sentencia. Este sistema judicial como mucho, buscará resolver el caso, pero nunca buscará resolver el agravio sufrido, ni menos aún repararlo.

En la práctica, los obstáculos que encontramos son diversos y recurrentes. Muchas denuncias de agresiones por LGTBIfobia, si no hay lesiones de cierta entidad, son tramitadas como delitos leves –los antiguos juicios de faltas– y por lo tanto se tramitan como procedimientos judiciales menores, sin investigación previa y con un juicio que solo requiere asistencia letrada. Algunas denuncias terminan en denuncias cruzadas, porque los agresores, previendo que serán denunciados, denuncian igualmente, para aparentar un escenario de conflicto mutuo. Los casos que consiguen no ser tramitados como delitos leves, suelen recorrer fases de investigación de entre uno y tres años. Acto seguido llegará la fase del escrito de acusación, y al cabo de un año o dos el juicio. Encarar el juicio con fuerza dependerá de si la Fiscalía apoya la tesis del delito de odio, de la prueba con la que se cuente, de la sensibilidad del juzgado encargado de juzgar y de si la persona agraviada, tantos años después de los hechos, sigue vinculada al caso. En los juicios, se dan situaciones hirientes como el hecho de que el/la juez no llame a la persona por su género sentido, que el médico o médica forense afirme que una agresión discriminatoria no tiene ningún efecto en la identidad de la persona, que se argumente que no ha quedado probada la orientación sexual de la agraviada o la clásica estrategia de los acusados ​​de mostrarse ofendidos por el hecho de que se les atribuya un acto LGTBIfóbico, mientras reivindican que tienen amigos, parientes o compañeros de trabajo LGTBI con los que tienen una estupenda relación.

Una vez tras otra nos tenemos que tragar la frustración de que el esfuerzo desplegado durante años de procedimiento judicial y la valentía de las personas agraviadas sean aplastados con argumentos absurdos, que son los que terminan realmente determinando el sentido de la sentencia. Los juzgados se escudan sistemáticamente en el contexto como pretexto para negar el móvil discriminatorio. La agresión o vejación siempre proviene de un conflicto vecinal, de una discusión por haber cruzado el semáforo en rojo, del enfado del cliente de la mesa de al lado del bar al que se ha tumbado la cerveza o por haber dejado la basura donde no tocaba. Algunas sentencias se quedan en el umbral de afirmar que no ha quedado probada la motivación discriminatoria del delito. Otras todavía son peores y llegan a negarla con arrogancia. Cada tipo de violencia discriminatoria enfrenta unos estereotipos propios, en violencias machistas, el de las mujeres manipuladoras que no dicen la verdad. En los delitos de odio, el de los colectivos agraviados que ven discriminación allí donde no la hay. Otro estereotipo que provoca mucha impunidad  es el de concebir el agresor como un joven forzudo de extrema derecha que sale a la caza para agredir. Esa proyección estadísticamente minoritaria sirve para absolver a muchos agresores que encajan en el perfil de ciudanía “normal”, que goza de la presunción de no tener prejuicios heteronormativos ni ser capaz de agredir con base en ellos.

La última sentencia que nos ha llegado esta semana reproduce el argumento de siempre: llamar “maricones de mierda” antes de agredir a una pareja de chicos, hasta el punto de dejar uno ensangrentado inconsciente en el suelo, no tiene por qué ser una agresión discriminatoria. Ya se sabe, este es insulto del todo habitual y no tiene por qué venir motivado por la aversión hacia las personas homosexuales. La sentencia condena al agresor por lesiones, pero sin el agravante de odio. Es decir, deja fuera el elemento de responsabilidad de más importancia.

Lo que más daño causa a las personas agraviadas es que se les niegue la motivación discriminatoria de su caso, por ignorancia, por falta de formación de los operadores jurídicos. Y, de paso, se les niegue la legitimidad de su dolor y el impacto que aquella agresión ha tenido en su vida: en sus hábitos, en su percepción de seguridad, en su autoestima, en su identidad.

La tarea más dura que tenemos las abogadas no es la de batallar durante años los procesos judiciales, sino la de acompañar a las personas agraviadas en el proceso de asumir la rabia y la impotencia ante el hecho de que tanto esfuerzo ha sido en vano, de que el mensaje institucional de apoyo a las víctimas es un escaparate y de que el sistema judicial no ha querido discernir la realidad, pudiendo hacerlo.

Cada caso frustrado aumenta el descrédito del sistema judicial y actúa de correa transmisora ​​del mensaje de “¿has visto como no ha servido de nada?”. Mientras el sistema judicial siga anclado en la expectativa de casos de delitos de odio de laboratorio, el resto de casos, los de la LGTBIfobia real, seguirán impunes.

 

Este texto ha sido publicado originalmente en catalán en La Directa.

 

 

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