El desafío del agua
Extracto del libro 'Emergencia climática' (Libros.com), una compilación de artículos que reflexionan acerca del presente y el futuro de esta realidad tangible y urgente.
“No quiero ser Berta [Cáceres]. No quiero que me maten en mi casa. No quiero ser otra mártir más. No quiero ni un buen trabajo ni una buena casa. Un pobre lo único que pide es maíz, frijol y agua de calidad”. Tras el margen de seguridad que ofrece un nombre ficticio, Aleida explica las presiones y los ataques que sufre por parte del alcalde de su municipio, que quiere controlar los servicios comunitarios de agua. “Quien tiene agua tiene poder. El señor tiene muchos animales y también cañales, pero sin agua… Si violan el agua, violan la vida”, sentencia Aleida, de 35 años.
Es una verdad manida pero incontestable: somos agua. O, dicho de otra forma: sin agua, no somos. Y nadie puede decir lo contrario. Quizá por ello, o sobre todo por ello, tantas cuestiones vitales (de hecho, casi todas) están directa o indirectamente relacionadas con el agua. Sobre ello se han escrito centenares, millares de página, en el ámbito global y también en el más cercano. Empecemos por el primero.
El 70 por ciento de la superficie terrestre es agua, localizada principalmente en los océanos, en los casquetes glaciares, en la nieve, en el subsuelo, en los lagos y en los ríos. Su volumen, según los datos de UNESCO, alcanza los 1.454 millones de kilómetros cúbicos. Los mares acumulan el 97,5 por ciento del agua disponible en el planeta, lo que deja un 2,5 por ciento de agua dulce, del que apenas está disponible una mínima parte, pues el 70 por ciento está congelada, aparte de la que se encuentra en forma de humedad bajo el suelo o en los grandes acuíferos.
En realidad, los seres humanos tenemos acceso al 0,1 por ciento del agua dulce y al 0,003 por ciento del agua total del planeta. Un porcentaje en apariencia exiguo que, sin embargo, debería ser suficiente para satisfacer las necesidades de 6.000 a 10.000 millones de personas… siempre y cuando la forma de usarla y disfrutarla no se empeñe en lo contrario. Y siempre y cuando seamos conscientes de que nuestro derecho a un trocito de ese 0,003 por ciento de agua no puede ejercerse sin tener en cuenta la doble condición de la humanidad: interdependencia y ecodependencia.
Suspendidas entre renglones, miles de cifras pretenden ofrecer un panorama riguroso acerca de la distribución del vital líquido en el mundo: casi una tercera parte de la población, unos 2.000 millones de personas, vive en países con estrés hídrico y aproximadamente 4.000 millones sufren grave escasez de agua durante al menos un mes al año, niveles que “seguirán aumentando a medida que crezca la demanda de agua y se intensifiquen los efectos del cambio climático”, según el Informe Mundial sobre el Desarrollo de los Recursos Hídricos 2019, elaborado por Naciones Unidas. Guarismos, por cierto, cuyo exceso de optimismo es cuestionado por otras organizaciones y voces expertas en la materia.
Un derecho humano en el mercado global
“En África, las mujeres recorremos cada día grandes distancias para conseguir agua potable”. Ataviada con la ropa habitual de Gambia, su país natal, Siabatou Sanneh se enfrentó en 2015 a los 42 kilómetros y 195 metros de la maratón que cada año serpentea por las calles de París. No pretendía batir ninguna marca deportiva, sino visibilizar lo lejos que les quedan cada día a muchas personas lo que, desde que en 2010 lo aprobara la Asamblea General de Naciones Unidas, es un derecho humano: el acceso al agua potable y al saneamiento.
El agua no está igualmente repartida. Existen zonas con gran abundancia y otras con estrés hídrico o con problemas para garantizar un nivel de vida digno. Las áreas áridas y semiáridas constituyen el 40 por ciento de la masa terrestre y disponen solamente del dos por ciento de la precipitación mundial. El África septentrional y la península arábiga son las regiones más afectadas por la escasez; en concreto, el mundo árabe, con más del cuatro por ciento de la población mundial, apenas goza del 0,7 por ciento de los recursos hídricos, mientras doce países (Brasil, Rusia, Canadá, China, Indonesia, Estados Unidos, Bangladesh, India, Venezuela, Myanmar, Colombia y República Democrática del Congo) controlan tres cuartas partes del agua terrestre. Otro ejemplo para reflexionar: Estados Unidos almacena aproximadamente 6.000 metros cúbicos de agua por persona, mientras que Etiopía se queda en 43. Si el agua es vida, sobran los cálculos.
Pero sucede que, además de vida, en torno al agua también circula todo un manantial de ingentes beneficios económicos del que emergen redes de poder y disputas geopolíticas. “Teniendo en cuenta que las reservas de agua disminuyen, que las fuentes actuales están en parte contaminadas y que crece la demanda de agua, es inevitable que surjan conflictos para poder acceder a ella”, escriben Maude Barlow y Tony Clarke en el libro Oro azul. Las multinacionales y el robo organizado de agua en el mundo. No sorprende, en ese sentido, que las empresas transnacionales y los Estados más poderosos analicen el control de las reservas de agua dulce con similares parámetros con los que consideran las zonas petroleras, las de gas natural o las mineras.
El control del río Jordán o del Acuífero Guaraní, las megarrepresas en el Tigris y el Éufrates, el uso del Nilo, la situación del Mar de Aral o el gran río artificial de Libia son algunas muestras de la importancia del agua como factor estratégico, ambiental, energético, de transporte e incluso militar. Y no hay un campo de batalla definido, pues la cuestión no se reduce a controlar un territorio, sino que el objetivo es manejar a la población civil, privarle de un bien común como el agua, hasta convertirla en un stock de recursos listos para ser explotados. Estas líneas no descubren nada nuevo. Es un análisis que hace tiempo manejan las grandes potencias, como Estados Unidos, cuya Agencia Internacional de Defensa (DIA, en sus siglas inglesas) elaboró en 2013 el informe Global Water Security, en el que alertaba de que el abastecimiento de agua conduciría a problemas de alimentación mundial, a la inestabilidad económica, a guerras civiles e internacionales y también a la utilización del agua como arma bélica.
He aquí la primera radiografía de un derecho humano desigualmente distribuido, peor gestionado y cada vez más mercantilizado. Una de las mercancías más vendida del mundo ha sido convertida además en arma geopolítica, en el ámbito internacional (la ocupación de Israel de tierras de Palestina tiene mucho de esto, incluso la guerra de Siria) y también en el estatal (se pueden analizar bajo esta mirada la política de trasvases de los diferentes gobiernos), con intereses geopolíticos y las relaciones de poder entremezcladas.
La espiral del cambio climático
“Nunca había visto algo parecido”, comenta Pat. J. Brown a The New York Times mientras piensa preocupado en su cultivo de nueces y pistachos. Como sucede con buena parte de los árboles frutales, necesitan más de un mes de temperaturas bajo cero para producir su polen.
California, Estados Unidos. 2019. Es pleno verano, y aquí, en el valle de San Joaquín, están acostumbrados a las temperaturas sofocantes. Nada nuevo bajo el sol. Hasta que pasan los meses y llega el invierno, uno como no se había visto nunca antes, uno de temperaturas cálidas sin atisbo alguno de aquellas neblinas refrescantes de antaño.
Dos factores sin los cuales no es posible plantear la problemática del acceso al agua dulce son el aumento de la población mundial y la emergencia climática. Por una parte, el crecimiento de la población aumenta de forma paralela la demanda de agua, tanto de forma directa (agua potable, saneamiento, higiene y otros usos domésticos) como indirecta (creciente demanda de bienes y servicios, incluidos alimentos y energía). Si en 2017 la población mundial alcanzó los 7.600 millones de personas, para 2050 se espera que roce los 9.800 millones, en un aumento que protagonizarán principalmente África y Asia. Pero esa es otra historia.
La de este capítulo es la de que el agua es el principal medio a través del cual el cambio climático impacta en la Tierra. Cambio climático que, a su vez, es el motor fundamental de las variaciones que se producen en los recursos hídricos. “El primer impacto del cambio climático recae sobre el ciclo hidrológico, y los agricultores ya están viendo cómo estos veranos calurosos están aumentando las demandas de agua en un porcentaje enorme. Los cultivos se asfixian, incluso aunque se rieguen”, subraya Ricardo Aliod, profesor de la Universidad de Zaragoza y un estudioso de los vínculos entre el agua y la agricultura.
El proceso de cambio climático no va a modificar el agua existente en el planeta, pero sí el ciclo hidrológico de muchas zonas: existe un consenso prácticamente unánime en la comunidad científica a la hora de señalar que la emergencia climática intensifica, acelera y aumenta el ciclo hidrológico global, impactando en el patrón de las precipitaciones, en la escorrentía (el agua de lluvia que discurre por la superficie de un terreno), en la infiltración y en la evaporación. Las sequías, que serán más habituales y prolongadas, o el aumento de las lluvias torrenciales y las inundaciones que conllevan son seguramente los impactos más visibles y cercanos.
Junto al aumento de la temperatura global se observan otros cambios de largo plazo en el clima, como el deshielo del Ártico, el aumento de la salinidad de los océanos, las manifestaciones de cambios extremos en el estado del tiempo, las olas de calor y la intensificación de los ciclones tropicales. A medida que se eleva la temperatura superficial de la Tierra, el agua dulce se evapora más rápidamente y las zonas de nieve necesarias para reponer las reservas disminuyen en número y en tamaño.
El cambio climático, en definitiva, influye en la agricultura y también en la producción de carne destinada al consumo humano, alterando la distribución del potencial agrícola. Por eso uno de los principales retos de la emergencia climática es la manera en que se emplea y gestiona el agua. Es el agua como factor de seguridad colectiva y también como factor de seguridad alimentaria. Y, por supuesto, de soberanía alimentaria, porque si los pueblos tienen derecho a alimentos nutritivos, culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, como expuso La Vía Campesina cuando acuñó el concepto en 1996, el agua riega esta apuesta política.