Maternidades rurales a escena: cómo parar el motor
En la vida de las madres de un pueblo de Bizkaia, el aislamiento del caserío se entremezcla con el individualismo y el estrés de la vida moderna. Han expresado sus inquietudes y necesidades a través de un laboratorio de teatro feminista.
Uaaahhhh. Chas, chas, chas. Tiki, tiki, ti. Ea, ea, ea. Uaaahhhh. Y empieza de nuevo.
Si la maternidad fuera una máquina, ese sería su sonido. El bostezo al levantarnos, el ruido de la escoba, el repiqueteo del teclado frente al ordenador, la letanía para calmar al bebé, el bostezo que nos lleva a la cama, y vuelta a empezar. Esta secuencia se repite una y otra vez por más que necesites gritar que estás reventada. “Estoy harta, todos los días haciendo lo mismo”, farfulla una mujer en el escenario mientras barre. “¡Como si no tuviera suficiente tarea, y además tengo que hacer la de los demás!”, repite otra mientras hace el gesto de conducir un coche.
Las integrantes del grupo de teatro de mujeres de Muxika e Ibarruri (Bizkaia), Oxigastra Curtisii*, creado por la comunicadora y bertsolari Onintza Enbeita en 2016, han representado mediante la obra ‘Zer gara gu?’ sus emociones y necesidades como madres que viven en el medio rural. La pieza es el resultado del proyecto ‘Maternidades rurales encarnadas’, desarrollado por la cooperativa feminista Errotik de Bilbao, que se ha basado en un taller de teatro y se ha cerrado con un grupo de discusión.
Reflexión desde el cuerpo
Si la azada y la guadaña eran las herramientas de trabajo de sus ancestras, el móvil y el coche son las más presentes en la vida de las madres rurales de Muxika. Conducen para ir al trabajo, para llevar a sus hijas e hijos al instituto o al polideportivo, para hacer recados para toda la familia. La escoba, eso sí, pasa de generación en generación.
El primer acto de la obra de teatro mostró ese contraste. En la segunda parte, las actrices encarnaron tres arquetipos de maternidad perfectamente identificables para las que vivimos tanto en el campo como en la ciudad: la supermadre, vestida con capa roja (esa que satisface todas las necesidades del jefe, de la pareja y de las criaturas sin rechistar); la madre abnegada, vestida de blanco virginal (elogiada por todo el mundo, no se permite meter la pata), y la madre gris (cautiva de la rutina, sin descanso).
A continuación, las dinamizadoras del taller, Ainhoa Madariaga y Leire Castrillejo, invitaron a las y los espectadores a subir al escenario y representar alguna estrategia para romper con esas dinámicas. ¿Y si me plantara? ¿Y si dejase la escoba y me permitiera bailar? ¿Y si me organizara con otras mujeres? ¿Y si yo, hombre, asumiera responsabilidades de cuidados?
Se trata del teatro de las oprimidas, una metodología que permite que las participantes lleven a escena sus vivencias y reclamos, implicando al público y transformando así los malestares individuales en conciencia colectiva.
El teatro de los oprimidos es una práctica que el brasileño Augusto Boal propuso en la década de los 60 como espacio de reflexión, para explorar soluciones colectivas y construir alternativas ante las relaciones de poder. En él, los actores y actrices escenifican una escena basada en las opresiones que viven en su realidad cotidiana y cuyas protagonistas no son capaces de resolver. Después, invitan al público a subir al escenario, sustituir a algún personaje oprimido o aliado potencial (no se puede sustituir al personaje opresor) y escenificar un final alternativo que puede servir para lograr un cambio. El público debatirá entonces sobre lo que ha ocurrido: ¿ha funcionado? Así, según destacan desde la cooperativa Errotik, el teatro se convierte en un arma de liberación que activa la conciencia social y política colectiva.
Bárbara Santos y Alesandra Vanucci se dieron cuenta de la necesidad de una metodología específica para trabajar las opresiones de género y en 2010 crearon el Laboratorio Ma(g)dalena. Desde entonces, grupos de teatro feminista de América Latina, Europa, África y Asia se han organizado en la Red Internacional Ma(g)dalena.
Si bien en los últimos años estamos asistiendo a un estallido de análisis y prácticas feministas en torno a la maternidad, son pocos los proyectos que exploran la realidad de las madres en el medio rural. Partiendo de esa inquietud y de la intención de acompañar a las madres rurales en un proceso de empoderamiento colectivo, la cooperativa Errotik diseñó el proyecto “Maternidades rurales encarnadas”, subvencionado por la Diputación Foral de Bizkaia. Plantearon el Laboratorio Ma(g)dalena como herramienta para indagar en la intersección mujer-madre-rural y para observar la transformación individual y colectiva que vivirían las participantes en ese proceso.
A través del asesoramiento de la investigadora Leire Milikua, propusieron el proyecto al grupo de teatro de mujeres de Muxika y la invitación les sirvió para reanudar su actividad y la relación entre sus integrantes, interrumpidas por la pandemia. De hecho, lo primero que valoraron las nueve mujeres que participaron en los talleres fue lo bonito de haber compartido esos momentos juntas.
Un delantal amplio
En los Laboratorios Ma(g)dalena se estimula el cuerpo, a través del sonido y el movimiento, para que las participantes creen imágenes y metáforas con las que construirán la obra que posteriormente llevarán al escenario.
La metodología marca una serie de fases; la primera, “Mujeres heredadas”, sirve para representar esos modelos sobre la identidad “mujer” que nos han inculcado. En este taller, la pregunta era entonces: “¿Cómo debe ser una madre rural?” La han representado con un delantal amplio, porque todo en la casa está a su cargo, incluida la transmisión de la cultura. Es un sujeto hecho para cuidar a los demás, una mujer que tiene que ser fuerte pero permanecer callada. Para romper con esta exigencia, han representado la solidaridad entre las mujeres; el valor de trabajar juntas, de bailar juntas. Y han reescrito la canción popular “Maritxu nora zoaz?” [“¿A dónde vas, Maritxu?]: “Iturrian zer dago? Askatasuna!” [¿Qué hay en la fuente? ¡Libertad!”].
A continuación, han representado los modelos que imponen los medios de comunicación: la madre perfecta, la superwoman que debe mostrarse siempre alegre y bella. También han respondido mediante movimientos a la pregunta “¿Cómo vivo yo la maternidad?”. Ha aparecido la ternura pero se han impuesto la falta de tiempo y el cansancio. “Encarnad la maternidad como si fuera una máquina”, han pedido entonces Madariaga y Castrillejo. Las participantes han representado dos trenes y, en un momento dado, las dinamizadoras han ordenado que la máquina se rompa. ¿Qué ha pasado? Han propuesto varias interpretaciones: que la velocidad del ritmo del trabajo de cuidados es insostenible y que la locomotora ha seguido adelante sola porque la madre ha tenido que asumir la crianza en solitario.
Siguiente ejercicio: representar las emociones hacia su vivencia de la maternidad mediante una frase y un movimiento. De nuevo, han hecho referencia a la excesiva carga de trabajo y al nivel de exigencia: “Ahora el escaparate que tenemos es mayor y esa exigencia social se ha duplicado”, ha comentado una. También han apuntado al peso de tener que hacer siempre de pegamento dentro de la familia.
Las interpretaciones colectivas de estas pequeñas coreografías han sido los hilos con los que han tejido la obra teatral que, con la ayuda de las facilitadoras, han dotado de contenido simbólico y narrativo, de intencionalidad, mensaje y discurso.
La rutina se hace cuesta arriba
El municipio de Muxika tiene 1.500 habitantes, que viven dispersas y dispersos en 28 barrios diseminados en una extensión de 50 kilómetros cuadrados. El grupo de teatro de mujeres de Muxika e Ibarruri ha sido un proyecto fundamental para que las mujeres del pueblo se conozcan y se encuentren. La integrante más joven tiene 10 años y la mayor 87. En cuanto a sus profesiones, hay de todo: amas de casa, tenderas, profesoras, empleadas de banco, incluso la alcaldesa de la localidad. Solo una de ellas es agricultora, la más joven de las participantes en el Laboratorio Ma (g) dalena, pero cuando comenzó el taller estaba en la recta final del embarazo y, paradójicamente, tuvo que abandonar el proyecto porque dio a luz.
El fin de semana siguiente a la actuación, el grupo de debate dinamizado por Errotik dio la oportunidad de reflexionar sobre lo expresado por los cuerpos. El aislamiento ha sido la palabra que han mencionado una y otra vez, y que la pandemia ha llevado al extremo. Y es que la abrupta orografía que dibujan los montes de Oiz y Bizkargi y, especialmente, la carretera que atraviesa el municipio dañan la cohesión social. No hay una plaza del pueblo y los principales puntos de encuentro de las y los adultos son las sociedades gastronómicas, pero siguen cerrados por imperativo de las normativas covid19.
El autobús y el tren están en la carretera y muchas habitantes viven a 3 o 4 kilómetros de las paradas. Por eso, la mayoría de las participantes del taller de teatro se han identificado especialmente con la mujer que siempre se ha representado conduciendo. Por otro lado, participar en actividades sociales en el pueblo, como en los cursos municipales de pilates, yoga o zumba, es especialmente difícil para las que no tienen carné de conducir. “De jóvenes íbamos andando de un barrio a otro y por el camino nos encontrábamos con otras mujeres. Ahora nos saludamos desde dentro del coche. ¡Tenemos que ir a Gernika [municipio aledaño, cabeza de comarca] para vernos! “, cuenta una de las participantes más mayores.
Los cambios sociodemográficos han reforzado el aislamiento de las mujeres, explica una de las jóvenes: “Antes la crianza era comunitaria. Cuando de niña estaba enferma, siempre había una prima de mi madre cerca, dispuesta a cuidarme. Todas las madres sabían lo que estábamos haciendo. Ahora, en cada barrio vivimos pocas madres”. Las puertas del caserío estaban abiertas de par en par y en su interior siempre había alguna mujer trabajando en la cocina o en la huerta. Desde que en el siglo XX las habitantes de los caseríos comenzaron a trabajar fuera de casa, esta presencia ya no está garantizada. Al mismo tiempo, la mayoría de los hombres no se han hecho cargo de las responsabilidades de cuidados.
El estudio “Para que nos tomen en cuenta”, realizado por el colectivo Etxaldeko Emakumeak en colaboración con las técnicas de igualdad de los ayuntamientos en otra comarca de Bizkaia, Durangaldea, utiliza el concepto de “doble ausencia”: “Así se llama la sensación de no atender correctamente ninguno de los dos ámbitos, genera una gran frustración y estrés”. Las referencias de las participantes en el Laboratorio Ma(g)dalena a ese sentimiento han sido constantes: “Tienes que ser buena madre, buena esposa y buena trabajadora. Y si no pones buena cara, dirán que estás con la regla o que lo que necesitas es un buen polvo. Estos comentarios jocosos y normalizadas nos hacen mucho daño. ¡Es como si nos estuviéramos ahogando en una piscina y cuando sacamos la cabeza nos hicieran una aguadilla! “.Una de las integrantes más jóvenes del grupo comentó: “Mi pareja es igualitaria y me anima a tomarme tiempo libre. Pero aun así estoy metida en la rueda del hamster. Si me siento a leer en el sofá, me parece que estoy perdiendo el tiempo. La lista de tareas nunca termina. La prioridad nunca eres tú”. Su madre, que también participó en el taller, le respondió: “Nosotras somos vuestro referente, tenéis ese lastre. Yo nunca he visto a mi padre ausentarse del trabajo para llevar a mi suegro y a mi suegra al médico. Se daba por hecho que eso le tocaba a la nuera”. Las mujeres mayores del grupo recordaron que la educación que recibieron, tanto en casa, como en la iglesia y en la escuela fue muy autoritaria y opresiva, y que inevitablemente la han transmitido a sus hijas. “Un hombre de mi familia solía decir cuando le pedíamos que colaborase en casa: ‘Yo llevo pantalones, ¡tú eres la hembra!”.
Los hombres han sido citados en escasas ocasiones durante el proceso, pero su rol como aliados feministas ha suscitado un intenso debate en el grupo de discusión. El último espectador que participó en el foro teatral, un hombre joven, propuso reflejar la corresponsabilidad en el escenario. Sugirió que siete hombres subieran y ayudasen a aligerar la carga de las actrices, pero no consiguió que ninguno se animase y fueron otras mujeres del público las que subieron con él. En el grupo de discusión, algunas valoraron ese gesto por considerar que la implicación de los hombres es fundamental. Otras, sin embargo, opinaron que la clave del cambio está en la solidaridad entre las mujeres. “¡El hombre siempre quiere su momento de protagonismo!”, criticó una de ellas.
Recibió más consenso la intervención de una espectadora: subió al escenario y se quedó sin hacer nada. Al principio, las actrices se pusieron nerviosas por miedo a que la mujer se hubiera quedado bloqueada. Salieron del paso poniéndose a bailar, así que esa mujer había conseguido parar la rueda del hámster y provocar un cambio. “Fue la mejor estrategia. A menudo nos perdemos en el discurso y ella utilizó el cuerpo. Logró algo muy difícil: frenar la vorágine y encontrar el silencio”, valoraron en el grupo de discusión.
De hecho, ese es el motivo por el que se apuntaron al taller, cuentan: para detener la rueda, para priorizarse, para dedicarse unas horas a ellas mismas, porque saben que los espacios de ocio entre mujeres son claves para aliviar el aislamiento y los dolores: “Compartir la mochila que llevas encima alivia la carga”, subrayaron.
La cultura del caserío
Una hipótesis de partida del proyecto Errotik era que el medio rural favorece una crianza más comunitaria y sostenible. Pero conocer los problemas concretos de un pueblo concreto ha servido para romper con esa imagen idealizada. El caso de Muxika muestra el impacto que la ordenación urbana y los servicios e infraestructuras municipales tienen en la vida de las madres y también de las criaturas. Enbeita explica que en algunos barrios las niñas y los niños tienen espacios como el frontón, pero que en otros la carretera general supone un gran obstáculo para que puedan jugar en la calle, por lo que terminan reuniéndose en casas.
Las madres pasan la mayoría de las tardes en Gernika, mientras sus hijas e hijos están en actividades extraescolares, una dinámica que no facilita el encuentro con otras mujeres del pueblo. “Estamos muy atadas a los horarios de la escuela de música o del polideportivo”, señalan. En verano, llevarles a la playa e ir a buscarles después supone pasar dos horas en la carretera. También destacaron que para ellas es más difícil contratar a una cuidadora que para las madres urbanas, ya que tener coche se convierte en un requisito imprescindible.
“Mi hija me ha dicho varias veces que sería más fácil vivir en la ciudad”, comenta una. Así es, pero la mayoría de las mujeres del grupo de teatro han subrayado que aman al pueblo y que quieren transmitir ese amor a las próximas generaciones. Dicen que la principal ventaja de crecer en el medio rural es tener raíces y destacan también el euskera como un patrimonio valioso y central en su forma de vivir la crianza.
Ese orgullo rural contrasta con los complejos que les hicieron sentir de jóvenes. Cuando iban a estudiar a la ciudad, en clase tenían que escuchar apelativos despectivos como “aldeanas” o “boronas”. “¡En la facultad de Economía me preguntaron si en el caserío tenemos televisión!”, relató una. Otra confesó que sentía mucha vergüenza cuando su abuelo iba a buscarle al instituto en un coche destartalado.
Ahora que son mujeres adultas, han entendido que la cultura del caserío es tan valiosa como la que enseñan en el conservatorio. Solo una de ellas vive de la agricultura, pero otras dos tienen huerta y ganado. “Supone un esfuerzo mantener todo eso cuando también trabajas fuera de casa, pero no quieres que se pierda esa cultura. Mis hijos e hijas conocen las plantas, los animales, sienten el vínculo con amalurra [la madre tierra]”, comenta una de ellas.
Otro de los objetivos del proyecto era conocer las experiencias de las mujeres que se han mudado de la ciudad al pueblo para criar, pero nadie de ese perfil se ha acercado hasta ahora al grupo de teatro: “En el pueblo hay una escuela libre, pero quienes van allí no participan mucho en el pueblo. Así que en nuestras vidas, prácticamente no existen”, confiesa Enbeita. Las participantes del grupo de debate corroboran esa falta de conexión: “Es gente que cierra sus chalés a cal y canto, con grandes setos y muros”.
Han pasado las dos horas del debate y las participantes han compartido muchas otras inquietudes sobre educación: cómo proteger a sus hijas de las agresiones sexuales sin transmitirles miedo, cómo educar a sus hijos en la frustración para que acepten un no, qué efectos tienen las redes sociales y el porno en sus relaciones…
“Nos hemos reído, hemos sacado miserias pero también puntos fuertes. Hemos visto que tenemos fuerzas para cambiar, que vamos en el buen camino, aunque sea como los topos: salir y entrar del agujero, salir y entrar de nuevo”, ha condensado una.
Todas han traído a la reunión comida y bebida: chorizo casero, tortilla y tarta hechas con los huevos de sus gallinas, queso, vino… “Mira, compartir lo que tenemos también forma parte de la cultura del caserío”, ha sonreído una. Y han brindado.
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* Explicación de Onintza Enbeita sobre el nombre del grupo: “Es un tipo de libélula. Dicen que está desapareciendo, pero todavía se encuentra en el entorno de Muxika y Ajangiz. Cómo libélula en euskera también se dice “broche de bruja” y está luchando por sobrevivir, nos ha parecido un buen nombre para nuestro grupo de teatro”.
Esta es una crónica escrita por June Fernández como periodista freelance, por encargo de la cooperativa feminista Errotik. Jatorrizko bertsioa, euskaraz, irakur dezakezu.