No me tomaré ese antidepresivo
"Lo que me parece profundamente violento es que un médico vea aparecer a una mujer en consulta y tenga tan interiorizada la idea de la histérica que le recete antidepresivos como si fueran caramelos", escribe la autora.
Llevo varios meses con dolores diarios de barriga. Hoy tuve consulta con un especialista que me diagnosticó con “síndrome de intestino irritable” y me dio una serie de recomendaciones y tres pastillitas diferentes. Una de ellas es un antidepresivo, y lo sé porque me he molestado en comprobar de qué se trata cada uno de los fármacos, no porque me lo haya explicado. Al salir de la consulta tuve la necesidad de escribir:
Me recetas la pastillita. Me bajas el pantalón para palpar mi vientre y lo enredas en mi tanga con profesionalidad. Apoyas tus manos en mi monte de venus con profesionalidad y me parece grotesco. Me pides que afloje la tripa. Se tensa. Cuando te digo que no soy de aquí me preguntas si me han secuestrado los andaluces. Me tiendes las manos y yo pienso que necesitas que haga algún movimiento con los brazos, pero sólo pretendes levantarme de la camilla, como si no pudiera hacerlo sola. Repugnante. Me siento el nudo en la barriga, una mezcla entre nervios e indigestión. Me acuerdo del niño que nos tocaba por debajo de la falda en infantil, no sé hasta dónde pero me revuelve. Me acuerdo de la humillación que sentí en primaria cuando me quitaste la falda en medio del parque. Me acuerdo de las clases de gimnasia en el instituto cuando comentabais mi culo y de los veranos en el muelle cuando me repetíais “teta que mano no cubre no es teta sino ubre”. Me acuerdo de todos.
Por eso -y porque me asusta- no digo tu nombre. Al fin y al cabo a nosotras también nos piensas sin nombre, nos pensáis mujeres, histéricas. Digo que eres médico y que por eso no nos escuchas y nos miras con un paternalismo cortés. No me voy a tomar el antidepresivo. No voy a volver a tu consulta. Me voy a buscar una especialista mujer, yo que tengo la suerte de poder, porque no me fio de vuestra distancia, de la ignorancia con la que revestís a vuestras pacientes, de la verticalidad con que gestionáis nuestros cuerpos, nuestra salud, como si fuéramos subcontratas. Vuestras pacientes, las señoras de 80 años y las de 15 saben lo que les duele (incluso si no saben leer ni escribir), aunque les digáis que no tienen nada porque vosotros no lo veis o no lo habéis estudiado. Vuestro trato enferma, convierte en crónico lo que simplemente no podéis explicar.
Sinceramente, no niego que estos dolores de barriga tengan un componente emocional, seguramente todas estas historias de sutiles injerencias masculinas sobre mi cuerpo los hayan instalado en mi segundo cerebro. Lo que me parece profundamente violento es que un médico vea aparecer a una mujer en consulta y tenga tan interiorizada la idea de la histérica que le recete antidepresivos como si fueran caramelos. Al llegar a casa le conté a Raphaëlle lo que me había pasado. Raphi es mi compañera de piso y estudia Medicina, así que conoce desde dentro el funcionamiento de esta institución en Bélgica y Francia. Lo primero que me dijo fue: “¡Pero esto es horrible! ¿Ni siquiera te dijo lo que te estaba recetando? Seguramente pensó: otra mujer loca en mi consulta a la que le duele la barriga”. Entonces – tristemente- sentí legitimado ese enfado que llevaba por dentro, hirviéndome alrededor del ombligo. La comida ya estaba lista, así que nos sentamos a la mesa para masticar lentamente, como el digestivo me indicó, y seguimos hablando de estas cosas que, por suerte, estamos dejando de ver como tolerables. En los últimos tres meses he pasado por ocho especialistas diferentes, cinco hombres y tres mujeres. Da la casualidad de que las que me escucharon con atención, mirándome a los ojos, fueron ellas, las que me explicaron con claridad lo que me ocurría y también qué estaban recetándome. Los que me despacharon con prisa, los que extendieron recetas sin mayor explicación y los que me dijeron que no tengo nada porque no lo ven, aunque yo me mareo hasta conduciendo y me canso de repetírselo, fueron hombres. Claro que esto no quiere decir que las médicas sean todas ellas empáticas y didácticas. Al fin y al cabo, están insertas en una institución paternalista, colonial y patriarcal que deslegitima siempre la voz de le sujete paciente (para la medicina moderna, un cuerpo inerte y sin voz). Pero sí hay un componente de género importante en cómo les doctores establecen el vínculo clínico con les pacientes, o dicho de otra forma, en cómo cuidan los, las y les doctores. Si ejerces la medicina y esto te interpela, ¿qué responderías a estas preguntas?: ¿escucho a les pacientes activamente? ¿Escucho de forma horizontal? ¿Valido lo que me dicen? ¿Explico los diagnósticos y tratamientos de forma comprensible? Y, fuera de consulta, ¿escucho activamente?, ¿por qué?, ¿independientemente del género de quien habla? Quizá para comenzar a desarticular el funcionamiento jerárquico, cosificador y patriarcal que el sistema médico instala en sus profesionales haya que pensar acerca de todo eso.
Raphi me contó cómo un conocido residente (en sus palabras, “la nada” dentro de toda la jerarquía médica) dio saltos de alegría al recibir una radiografía en la que se apreciaba un cáncer de pulmón. Se alegraba tanto porque había acertado en el diagnóstico y su superior se había equivocado. Raphi me decía “es horrible, es realmente horrible que uno se alegre de que su paciente tenga tan mal pronóstico”. El sistema médico construido a partir de la competencia extrema desde la misma secundaria otorga tanta importancia al individuo que uno no subsiste si no se adapta a estas lógicas ególatras en las que el compañero es una amenaza. Raphaëlle intenta estudiar la carrera sin sacrificar su propia salud, pero no puede hacerlo si quiere tener la posibilidad de elegir su propia especialidad.
Me cuenta otra historia. Cuando hacía prácticas a las afueras de Bruselas, ella era la “nada, más nada todavía que el residente”. Por eso, y aunque a ella le pareciese muy digno y necesario, los médicos supervisores le encargaban la tarea más “humana” que ellos no querían hacer: hablar con los pacientes de psiquiatría. O sea, los médicos asignaban la tarea de cuidado emocional a sus inferiores. Esto dice mucho no solo sobre cómo se concibe hegemónicamente el cuidado emocional con respecto del estudio distante e intelectual de lo que supuestamente serán “patologías serias”, sino también sobre la manera de jerarquizar la tarea del médico sobre la de les celadores, las enfermeras, las limpiadoras, etc. (Uso la “a” a propósito dada la feminización de las profesiones).
Los feminismos ya sabemos bien que las conductas competitivas en un sentido intelectual y profesional tienen mucho que ver con la masculinidad, como también tiene que ver con el ideal de hombre la racionalidad, el éxito y el individualismo. Sabemos también que en un contexto neoliberal nadie se salva de haber mamao estos valores. Por eso tenemos claro que el sistema sanitario y la institución médica necesitan desaprender su propia lógica para atendernos de verdad. ¿Qué es un sistema sanitario que priva de autogestión y autoconocimiento a las pacientes sino una trampa patriarcal? Raphaëlle me confiesa que le asusta convertirse en uno de estos profesionales que desde la práctica instituida recetan antidepresivos mecánicamente, por inercia, por puro proceder. Dice que es difícil mantenerse vigilante desde la institución y que pasar por el filtro antipatriarcal, por ejemplo, todas estas cuestiones no siempre es fácil. ¿Sería más sencillo si les estudiantes de Medicina recibieran una educación con constante perspectiva de género, anticapacitista, antirracista, decolonial y comunitaria? Y yendo más allá, ¿qué pasaría si la educación sanitaria fuera universal? La gestión pública de la salud debería ir de la mano con formar ciudadanía autónoma que puedan tener peso y herramientas en la relación paciente-doctore. La institución médica no puede seguir construyendo analfabetes en materia de salud. Y desde luego, al propio sistema le hace falta mucho más personal, muchos más recursos públicos, para poder desbloquear la empatía en los vínculos paciente-doctore, para poder practicar una escucha activa y horizontal.
Todo esto lo digo como paciente, como paciente que desde su (no) posición no debería cuestionar todas estas cosas porque no es una voz experta. No quiero que haya más personas que, como yo, salgan con tres recetas de la consulta sin tener ni idea de lo que van a consumir. Por suerte, gracias a leer a Pabla Pérez San Martín, me informo siempre acerca de con qué me medico y, cuando me siento segura, se lo pregunto a le doctore. Hoy le debo a ella la capacidad de decidir que no me tomaré ese antidepresivo.