Y la madre se manchó las manos de sangre
"La madre asesina nos hace temblar más que cualquier otro homicida". Katixa Agirre tiró de infanticidio para su novela 'Las madres no'. Aquí reflexiona sobre los diferentes tipos de madres asesinas.
Mientras escribía la novela Las madres no empezó a resultarme habitual recibir mensajes de este estilo de parte de amigas y colegas. Mi entorno sabía bien que estaba escribiendo sobre madres infanticidas y todo el mundo estaba atento, dispuesto a hacer aportaciones. De repente, salían madres asesinas de todas las esquinas.
Unos meses antes, cuando ya le daba vueltas al tema pero aún no me había puesto manos a la obra, sentía un placer cruel cuando alguien me preguntaba “¿y de qué estás escribiendo ahora?” y yo contestaba “sobre la maternidad”, y según se dulcificaba el gesto de mi interlocutor añadía “sobre una madre que mata a sus hijos, concretamente”. Lo hacía rápido y sin miramientos, como quien lanza un torpedo. Viendo cómo mudaba el gesto la persona que tenía delante, cómo se crispaban y hasta se horrorizaban algunos, intuía que había escogido un tema que podría dar mucho de sí. El sadismo como estímulo a la creación.
La anti-madre
Todo era una pequeña broma. En aquel punto, el infanticidio no era más que una excusa narrativa para mí. Para hablar de la maternidad, escogí a la anti-madre, la madre llevada al extremo opuesto, pero no tanto porque me interesara la figura de la anti-madre sino porque quería observar cómo afectaba esa anti-madre a “las personas normales”. Porque, vamos a ver, ¿cómo vamos a entender a una madre que mata a sus propios hijos? ¿No va eso contra todo lo que creemos y nos han contado? Por algo será que en los cuentos tradicionales la malvada de verdad es la madrastra, y nunca la madre. Por algo se sienten los medios más cómodos contando la historia de pseudo-madres asesinas, aquellas que, bajo aspecto maternal, en realidad no lo son: la mujer que mató al pequeño Gabriel, novia del padre (madrastra, pues), o la madre adoptiva que mató a Asunta en Galicia. Con mujeres así, la historia es más fácil de contar. No son madres-madres, no son madres puras.
¿Pero qué hacemos con una madre amorosa, una madre-madre, que de un día para otro y sin previo aviso lanza a su bebé por la ventana?
Una búsqueda rápida me confirmó que existían casos así, aunque no ocupaban mucho espacio en los medios y no tenían seguimiento. La cosa quedaba en la mera descripción al estilo Cluedo: bebé de tres semanas, cuchillo, un pueblo de Toledo. Y no podía sugerir otra cosa que no fuera locura. En ocasiones no llegaba a celebrarse un juicio, señal de que la madre quedaba exenta de responsabilidad penal, a causa de ese trastorno. O si lo había, nunca llegaba a los medios de comunicación: falta de interés o amnesia selectiva.
Pero si algo llamó mi atención durante del proceso de documentación fue la pervivencia y recurrencia del infanticidio, tanto en términos históricos como culturales. De ahí los mensajes de mis amigas, la aparente frecuencia del motivo narrativo en el cine, la literatura, los libros de historia.
Una idea fue calando en mí: las madres asesinas siempre habían estado ahí, solo había que aprender a mirarlas, escondidas como estaban en los agujeros oscuros de la historia, y atreverse a sostenerles la mirada. Así pues, no me pareció una casualidad que el ensayo clásico sobre la maternidad de Adrienne Rich, Nacemos de mujer: la maternidad como experiencia e institución, acabe con un capítulo enteramente dedicado al infanticidio materno.
Reconfiguré mi estrategia. El infanticidio no podía ser tomado como una simple excusa narrativa. No se trataba de una mera excepción cometida por madres visiblemente trastornadas. El infanticidio, la idea de esa madre que se vuelve contra sus crías, siempre había estado ahí, acechando: la cara B de la maternidad, el lado oscuro y oculto.
Me preparé para enfrentarme a ello y sostenerle la mirada.
De la desesperación a la crueldad
En el último capítulo del libro de Rich, esta nos presenta el caso real de Joanne Michulski. La señora Michulski, madre deprimida de ocho criaturas, mata de repente a dos de ellas: sus preferidas, al parecer. La situación que describe Rich es desoladora: mujer llevada al precipicio, mentalmente enferma, obligada a encadenar un embarazo con otro, con un marido ignorante o descuidado o pasota o todo junto.
Una historia habitual, con un final trágico. Tan habitual que a mí me vino a la memoria la historia de mi abuela paterna. Después de siete partos, se quedó embarazada una vez más. Por si eso fuera poco, el médico le avisó de que esta vez serían gemelos. Mi abuela no era de hablar mucho, endurecida por la vida o por su propia naturaleza, pero sí me contó, y siempre lo recordaré, cómo lloró al conocer la noticia de ese embarazo doble. “Solo me consolaba una idea, la esperanza de que de aquellas dos criaturas una por lo menos fuera niña”. No tuvo esa suerte, fueron dos niños. Y después de aquellos dos, todavía tuvo tiempo mi abuelo de dejarla embarazada una vez más. Otro niño.
Las diferencias con el caso Michulski son claras: mi abuela no mató a ningún niño. Parió diez criaturas y sacó adelante a nueve. Unas fiebres de origen desconocido se llevaron a la primera, una niña, la mayor tragedia de la vida de mis abuelas. Pero es tan fácil imaginar los momentos de desesperación de mi abuela, siempre embarazada y siempre sola en casa, siempre con algún niño tirándole de las faldas. ¿A cuánto estuvo mi abuela del infanticidio? Incluso quienes hemos vivido versiones muchos más amables de la maternidad podemos imaginar lo fácil que es llevar a una madre al extremo: dale una gran responsabilidad, machácala con enormes expectativas, déjala sola.
¿Puede realmente sorprendernos tanto que haya quien, de vez en cuando, se quiebre, haga crac, acabe con todo a través de un gesto impulsivo? A veces no es necesario ni un gesto. La omisión, la pasividad puede ser suficiente. Es tan fácil matar a un niño. No lo alimentes, no lo vistas, no lo cuides, mira para otro lado y olvídate. Listo.
Crear y destruir
Pero no era un caso tan evidente el que yo quería para mi libro. No se trataba de traer a la ficción a la señora Michulski, ni siquiera a mi abuela. Yo quería mirar a otras madres. Aquellas cuyos crímenes no pueden ser enteramente explicados a través de la psicosis posparto ni la desesperación extrema.
En la película La muerte de Mikel, por ejemplo, se nos sugieren varias hipótesis para explicar la muerte del protagonista, pero un último plano-secuencia (el rictus de la madre, la ausencia de reacción ante los gritos del hermano que descubre el cuerpo) da a entender que es la propia madre la que ha asesinado al hombre. Mikel estaba a punto de salir del armario, listo para ser feliz, pero su progenitora no podía tolerarlo. ¿Qué dirían en el pueblo? ¿Cómo iba a dejar ella que el hijo manchara el buen nombre de la familia?
La madre de Mikel representa el poder omnívoro de la madre. Yo te he creado, yo puedo destruirte. Eres mío. Algo así pensaría también Aurora Rodríguez Carballeira, aquella que concibió una criatura como otros esculpen una obra o realizan un experimento. Hildegart, su hija, era su creación, diseñada desde su concepción para convertirse en la mujer del futuro. Y al principio todo fue bien, Hildegart era verdaderamente excepcional: antes de cumplir los 18, ya había terminado los estudios de derecho, era una escritora prolífica y amiga de numerosas personalidades de la época. Corrían los tiempos de la II República y aquella hija perfecta empezó a destacar como líder política. Pero una vez quiso separarse de su madre, volar libre, esta no lo permitió y le disparó tres veces en la cabeza y otra en el corazón. No es de extrañar que esta historia se haya llevado tantas veces al cine y a la literatura. La última vez de manos de Almudena Grandes en La hija de Frankenstein.
Son casos excepcionales, claro. Nada representativos estadísticamente hablando, aunque florecen y se reproducen con gusto en el campo de la ficción. Pero estas madres con complejo de Pigmalión representan bien una idea mucho más generalizada de lo que creemos. Más que una idea, diría que se trata de una perversión. ¿No es perversa acaso esa concepción de los niños como posesión de sus padres? Sin ser autónomos, necesitando atención continua ¿podemos acaso considerarlos personas? No, ¿verdad? ¿Medio personas quizás? ¿Personas del futuro? Eso sí. Mientras tanto, y hasta que llegue ese día, están en manos de sus progenitores, para bien y para mal. La sociedad vivirá de espaldas a los niños, hasta que llegue el ansiado día en que sean productivos y puedan integrarse en la cadena.
Bajo esta concepción antihumanista de la infancia, nacen los monstruos. La madre de Mikel (en la ficción) y la madre de Hildegart (en la vida real) no pudieron aceptar que los niños habían crecido, que se habían convertido en personas completas, que querían vivir su vida. Menudo atrevimiento.
El deshonor
Pero si en algún lugar ha proliferado la madre asesina ha sido bajo el paraguas que ofrece el eufemismo del “deshonor”. Muchas veces se ha utilizado la palabra deshonor por no decir violación. Pero así ha sido: la mujer violada perdía su honor, lo perdía todo.
La madre infanticida por antonomasia de Latinoamérica es la Llorona. Madre arrepentida que, tras arrojar a sus hijos al río, se suicidad y vaga como alma errante por toda la eternidad. Así nos lo cuenta el mito.
De México a Chile cambian los detalles pero la historia es fundamentalmente la misma. La muerte de los niños suele ocurrir por ahogamiento (en ríos o lagunas), aunque a veces también hay cuchilladas. En ocasiones la muerte ha ocurrido por pura negligencia: la madre quiso irse a un baile dejando al bebé junto al río y se lo ha llevado la corriente. Pero la mayoría de las veces se trata de una mujer seducida (otro de esos eufemismos que esconde horrores), el hombre la ha abandonado tras saber que está embarazada y, sin ver una salida, sin recursos, ha decidido acabar con la criatura. Otras veces nos encontramos a la mujer despechada, una Medea hispana, que acaba con el fruto del amor ahora roto para herir al hombre que la ha abandonada.
Si abandonamos el terreno del mito podemos decir que allí donde hay una madre violada o abandonada, encontramos terreno abonado para el infanticidio. Tanto es así que numerosos códigos penales, en estos últimos dos siglos, han sido benevolentes con estas situaciones casi inevitables.
En el caso de España, por ejemplo, el delito de infanticidio estuvo contemplado hasta la reforma del Código Penal de 1995. “La madre que para ocultar su deshonra matare al hijo recién nacido será castigada con la pena de prisión menor, en la misma pena incurrirán los abuelos maternos que, para ocultar la deshonra de la madre, cometieren este delito”, decía la ley literalmente. En proyectos de modificación más modernos se preveía una sustitución del móvil de la deshonra por otro elemento, el de las “tensiones emocionales producidas por la circunstancia del alumbramiento y el estado puerperal”. El castigo: de seis meses a seis años.
Las mujeres y el mal
Con el nuevo Código Penal de 1995, la figura del infanticidio desaparece completamente. En España, hoy en día, una madre que mata a su bebé puede perfectamente ser condenada por asesinato. No así en otros países. Por ejemplo, en Canadá. En el ejemplar país norteamericano, si una mujer mata a su hijo menor de un año a causa de un estado alterado propio del embarazo, el parto o la lactancia (?), estará incurriendo en infanticidio. Y es este un delito que queda exento de castigo. Tan solo se necesita una prueba del trastorno mental, cualquier cosa que certifique que el embarazo, el parto y/o la lactancia te han dejado completamente chiflada. ¿Y qué prueba suele esgrimirse? ¡Pues que has matado a tu criatura, que más quieres! Con esa tautología perfecta se puede librar la madre infanticida de la cárcel en Canadá.
Cuántas vueltas y revueltas, cuántos eufemismos, cuántas excepciones y cuántos mitos. Y todo porque la madre asesina nos hace temblar más que cualquier otro homicida. Por dos razones. En primer lugar, porque en tanto mujer, el uso de la violencia siempre será menos entendible en ella. En segundo lugar, en tanto madre, por destrozar sin piedad algo que queremos que exista: el instinto maternal todopoderoso e inexcusable.
Mujeres, madres. La etiqueta oculta la verdad: las madres, las mujeres… son personas, capaces de lo maravilloso, sí, pero también capaces del horror.
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