Abolición de la familia, la infame proposición
Ante el debate que el asesinato de Samuel ha abierto en torno a las familias escogidas, publicamos este texto de Jules Gleeson "con afán de procurar desde la lucha LGTBI y queer un discurso abiertamente abolicionista de la familia"
Este texto, traducido por Ricardo Galiano, es un fragmento del artículo que publicó Jules Gleeson en New Socialist en marzo de 2020. La traducción pertenece a la antología Las degeneradas trans acaban con la familia, coordinada por Ira Hybris desde la editorial transfeminista Imperdible, que se publicará próximamente. Hemos decidido publicar este pasaje de antemano, ante el debate que el asesinato de Samuel ha abierto en torno a las familias escogidas, y con afán de procurar desde la lucha LGTBI y queer un discurso abiertamente abolicionista de la familia.
En los últimos años, varies pensadores comunistas han tratado de revivir la demanda del Manifiesto Comunista por la abolición de la familia burguesa. Siguiendo el ejemplo más reciente del abolicionismo carcelario en Estados Unidos, hemos abogado por reemplazar la convención actual que divide a las crianzas entre hogares privados (en realidad, mediante el uso extensivo de empresas dedicadas al cuidado de las criaturas y acuerdos remunerados con las trabajadoras del cuidado). En este sentido, la abolición de la familia se trata de una estrategia provocativa, más sin duda positiva: abogamos por la sustitución de los hogares privados por procesos de estructuración de provisión directa, ofreciendo elementos clave de la crianza ─desde la satisfacción de las necesidades nutricionales hasta la alfabetización─ de una manera sistemática y colectivizada.
Esta es una visión de las relaciones comunistas que comienza con la subversión del daño provocado por la presente dominación que ejercen las relaciones patriarcales e instituciones raciales sobre nuestras crianzas. Pedimos la abolición de la familia no como medio para desdeñar los incansables esfuerzos de les proletaries para preservar el bienestar de sus allegados, sino conscientes de que estas luchas personales nunca podrán emanciparnos como clase por sí solas. Un sector minoritario de la política socialista contemporánea ha respondido a estos eslóganes contra la familia con una mezcla de alarma, rechazo feroz y aparente incomprensión. Según estos defensores izquierdistas de las leyes que rigen hoy el hogar, la familia es un bastión al margen de la neoliberalización global y expansiva de las relaciones económicas, un reino al margen de los precios y las condiciones humillantes del trabajo asalariado. Bajo este punto de vista, la abolición de la familia es una cruel estratagema que aspira a arrebatar a les trabajadores explotades las migajas de consuelo que alcanzan a arañar juntes.
Aquelles que estén familiarizades con el debate alrededor de la relación entre el comunismo y el Estado, descubrirán una sorprendente semejanza entre éste y el discurso anterior. Los social-demócratas anhelan la existencia de un Estado sencillo, que provea de una educación integral y puestos de trabajo sin que a ello acompañe un aparato de guerra infinita, la represión de los disturbios públicos o cruentos actos deliberados de espionaje. Para los social-demócratas existe un Estado que nutre, que provee de estructuras de confianza, que todavía puede redimirse. De la misma forma, sueñan también con una familia que provea a sus miembros un espacio ideal de confort fuera del centro de trabajo. Un enclave que está más allá de la generación de beneficios, de la presión y el papeleo. Una unidad en estado de sitio pero pese a todo noble, irremplazable por su capacidad de proveer consuelo y refugio parcial. En otras palabras, una cara de la familia que sólo una minoría reconoce, que precisamente ningune de nosotres ha conocido.
Les comunistas rechazamos cualquier partida estatal insistiendo, con cierta pesadez, en que el abastecimiento por parte del estado en el contexto de un imperialismo con rienda suelta y dimensiones globales está en última instancia ligado, si bien de forma caótica, con una predecible cadena de explotación. Cuando una serie de territorios disfrutan de un Estado opulento para todes, no debemos obviar siquiera por un instante a quienes son ajenos a las competencias de estas contadas entidades políticas. Por este motivo rechazamos también la familia como institución. No podemos desligar de ésta el daño de consecuencias potencialmente patológicas que provoca, durante la tierna infancia y toda la crianza, su instinto de reproducción. No pretendemos quitarle peso a la familia o rejuvenecerla. No aspiramos a purificarla hasta hacer de ella un proveedor cristalino de amor. Trabajamos para ser testigues de su superación. Esto no equivale a pasar por alto los momentos de comodidad, la solidaridad intuitiva, el apoyo y la intimidad que se producen en la parcela de lo privado. Tampoco, que el movimiento revolucionario que proponemos se defina por la soledad total y el rechazo a la amabilidad que hemos tanto recibido como ofrecido en las actuales circunstancias. Significa que trabajamos desde la conciencia clara de que para que lleguen a existir las relaciones comunistas, ni decir tiene que sobrevivan, se necesita de una ruptura sin precedentes del modelo de crianza. Significa que vemos esencial en el rol de la familia actual una procesión de capital y privilegios.
A día de hoy, incluso contando con el apoyo de un puñado de comunistas, contamos las difamaciones y las muestras de rechazo por montones. Un activista blanco llegó incluso a acusarnos de despreciar las tradiciones y vivencias de las personas racializadas. Esta es sin duda una peculiar estrategia de ataque; puesto que todas las abolicionistas comunistas que se me vienen a la mente cuando pienso en aportaciones cruciales a esta corriente de pensamiento son feministas negras de los años 80: Angela Davis por The Approaching Obsolescence of Housework [La próxima obsolescencia del trabajo doméstico] (que argumenta que el trabajo doméstico no debe dividirse igualmente entre los sexos, si no que debe ser eliminado por completo a través de la división del mismo entre diferentes grupos industriales) y Hortense Spillers por Papa’s Baby, Mama’s Maybe (que explora precisamente como las relaciones matenorfiliales de las negras americanas se reducían a la herencia de la enajenación, creando una brecha en las experiencias de feminidad estadounidenses). La experiencia nos demuestra que los revolucionarios utópicos, independientemente de su etnia, siempre reciben el abolicionismo de la familia como una postura excéntrica y marginal. Esta vinculación del abolicionismo político de la familia y la blanquitud revela ser más bien un primer paso hacia el rechazo, una reacción que demuestra una vez más que nuestra teoría ha cumplido su objetivo: Trastocar lo naturalizado. ¿Pero de qué nos sorprendemos? Ya lo decían Marx y Engels:
¡Abolición de la familia! Incluso los más radicales se encienden con esta infame proposición de los Comunistas.
Este es un argumento que siempre provoca preocupación y malos entendidos. Así que vamos a aclararlo. ¿Cómo se puede justificar este alarmante posicionamiento? ¿Cómo pueden algunes comunistas comprometerse con una posición que se daba por obsoleta? La mejor forma de comprender a quiénes apela aquello de “¡abolamos la familia!” es recordar la fractura que divide a heterosexuales de todes nosotres. La familia, fiel a su papel de cerciorar que las fuerzas de trabajo capitalistas no dejan de reproducirse generación tras generación, en realidad nunca ceja en su empeño disciplinario de arrancar de raíz el desarrollo queer. Para les queers (el sabor es a elegir), las familias se comportan como su principal antagonista. Los amantes han de ocultarse, la jerga abandonarse y los encuentros extraños entre ambos mundos deben obviarse o dejar que se disuelvan.
Construir lazos con otras personas queer supone compartir este peso. Conocernos les unes a les otres nos produce una felicidad incalculable, pero pronto desemboca en un intercambio de historias entretejidas por traumas idénticos (y también en observar cómo sus legados asoman en nuestros vínculos no-hetersoexuales). Las historias de aversión, amenazas y abandono son tan comunes que han perdido la capacidad de estremecernos de forma sincera. En ocasiones la mala fe y el tedio reprimido terminan por reinar en estos encuentros, conforme nuestras amistades se vuelven a herir una y otra vez de formas que se niegan a predecir y terminamos por descubrirnos despotricando de quienes más han tirado de nosotres para liberarnos de la heterosexualidad.
La historia de conflicto de une compañere queer con su familia natal gira siempre alrededor de unos motivos comunes: hay afilados alambres de frases hechas que nos recuerdan a las que nosotres mismes recibimos, patrones que van amontonando una humillación tras otra sin que exista una luz al final del túnel. Nos encontramos cuidando de amistades (y no pocas veces de una suerte de conocidos) mientras transitan por baches que sienten como una pérdida sin precedentes y que, sin embargo, nosotres identificamos como otro eslabón más de una larga cadena. A veces esa labor nos da la vida. Otras nos agota. A menudo nos parece que los comportamientos más hostiles pueden disfrazarse de bendiciones: al menos aquellos que despliegan impúdicamente sus fobias aceleran la separación, la convierten en un desalojo precipitado. En los casos más sutiles, desalojar a quienes tienen a sus espaldas una vida entera de denigración se puede convertir en todo un viacrucis. Según este prisma, las relaciones “privatizadas” por el proceso de delegación de las mismas a la intimidad del hogar, pierden su particularidad: aunque los familiares manipuladores tachen a las dianas de su ataques como “frikis” cuyas circunstancias son siempre únicas, una labor concienzuda de apoyo queer saca a la luz su similitud. Bajo este punto de vista, la familia queda retratada como Saturno: devorando a su prole.
Para les queers, el horizonte de acabar con la dominación de la privacidad doméstica puede parecer menos extremista y más esperanzador: abolir la familia es una forma de poner fin a esa dinámica de la vida queer como una sucesión de violentos incendios que debemos apagar como buenamente podamos. Lo que anhelamos de forma intuitiva es el fin de la procesión de tormentos y demostraciones inefectivas de fuerza disciplinaria en el ámbito privado, que sólo logran cortar por el mismo patrón las aflicciones de uno y otro niño marica. En resumidas cuentas, abolir la familia significa derribar la farsa en que los heterosexuales son quienes crían a las infancias queer.
También significa liberar de escrutinio alguno los vínculos que ya han florecido entre todes nosotres. Nosotres ya nos ofrecemos recíprocamente extensos episodios de alegría, habilidades poco comunes, y formas de apoyo que por nuestra posición sólo nosotres podemos compartir. Y esto no lo hacemos con el fin de crear pétreas estructuras que sobrevivan durante generaciones enteras, sino precisamente para compartir agradables momentos comunitarios con nuestras compañeres exiliades. Las afinidades en las que se apoyan las relaciones comunistas nos empujan en otra dirección: partir de las enseñanzas que nos brindan la solidaridad comunitaria y los conflictos para empujarnos hacia un nuevo contexto, en el que el daño provocado por nuestras familias no sólo se mitiga, si no que se supera definitivamente.
No te vayas, que tenemos más cosas para ti: