‘Azúcar quemado’
Publicamos el inicio de esta novela, la primera de la escritora estadounidense Avni Doshi, que narra la difícil relación entre una madre y una hija y reflexiona sobre el concepto de maternidad.
Mentiría si dijera que nunca he sentido placer cuando a mi madre le ocurre una desgracia.
Sufrí por su culpa siendo una niña, y todos los males que la asolaron después me parecieron una especie de redención, un reequilibrio del universo destinado a restaurar el orden racional de causa y efecto.
Pero ahora no puedo igualar el marcador entre nosotras.
La razón es simple: mi madre está perdiendo la memoria y no hay nada que yo pueda hacer para remediarlo. No hay forma de que se acuerde de todo lo que hizo en el pasado, no hay forma de ahogarla en la culpa. Antes, sacaba a colación ejemplos de su crueldad, como si nada, mientras tomábamos el té y veía contraerse su rostro. Ahora, casi no es capaz de recordar las cosas de las que le hablo; tiene la mirada perdida, perpetuamente alegre. Cualquiera que esté presente me aprieta la mano y susurra: «Déjalo ya. No se acuerda, pobrecilla».
La compasión que despierta en los demás me produce acidez.
Tuve mis primeras sospechas hace un año, cuando empezó a vagar por la casa de noche. Su criada, Kashta, me llamaba, asustada.
—Su madre está buscando fundas de plástico —dijo Kashta en una ocasión—. Por si moja usted la cama.
Alejé el teléfono de la oreja y busqué mis gafas en la mesita de noche. A mi lado, mi marido seguía dormido y sus tapones para los oídos relucían como neones en la oscuridad.
—Debe de estar soñando —repuse. Kashta no parecía convencida.
—No sabía que mojaba usted la cama.
Colgué el teléfono y ya no pude conciliar el sueño. Incluso en su locura, mi madre había logrado humillarme.
Un día, la chica que se encarga de barrer tocó el timbre de su casa y mamá no la reconoció. Hubo otros incidentes: cuando se le olvidó cómo se pagaba la factura de la electricidad y cuando dejó el coche en una plaza que no era la suya en el aparcamiento que hay debajo de su casa. Eso fue hace seis meses. A veces tengo la sensación de ver el final, cuando no sea más que un vegetal pudriéndose. Se le olvidará cómo hablar, cómo controlar la vejiga y, con el tiempo, se le olvidará cómo respirar. Puede que la degeneración humana se pare y renquee, pero no da marcha atrás.
Dilip, mi marido, comenta que es posible que necesite ejercitar la memoria de vez en cuando. Así que escribo historias del pasado de mi madre en pedacitos de papel y los escondo en rincones por todo su piso. De tanto en tanto los encuentra y me llama, riendo.
—Me parece increíble que una hija mía pueda tener tan mala letra.
El día en que se le olvidó el nombre de la calle en la que ha vivido durante dos décadas, mamá me llamó para decirme que había comprado un paquete de cuchillas de afeitar y que no dudaría en usarlas si las cosas empeoraban. Luego, se puso a llorar. A través del teléfono oía los lamentos de los cláxones, los gritos de la gente. Los sonidos de las calles de Pune. Mamá empezó a toser y perdió el hilo de lo que estaba diciendo. Prácticamente podía oler los gases del autorickshaw en el que viajaba, el humo negro que despedía, como si fuera sentada a su lado. Por un momento, me sentí mal. No se me ocurre un sufrimiento peor: la conciencia del propio derrumbe, la mortificación de ver cómo se desvanecen las cosas. Por otro lado, sabía que aquello era mentira. A mi madre no le gusta derrochar.
¿Un paquete entero de cuchillas de afeitar, cuando con una era más que suficiente? Mamá siempre tuvo afición a mostrar sus emociones en público. Decidí que lo mejor era no pecar de extremista ni por un lado ni por el otro: le dije a mi madre que no se pusiera dramática, pero tomé nota del incidente para buscar las cuchillas y deshacerme de ellas más tarde.
He anotado muchas cosas referentes a mi madre: la hora en la que se duerme por la noche, cuando las gafas de leer se le resbalan por el tobogán grasiento de la nariz, o el número de hojaldres de Marzorin que se come para desayunar. Llevo tiempo fijándome en esos detalles. Sé cuándo se han eludido responsabilidades y cuándo se ha sacado brillo a la superficie de la historia.
A veces, cuando voy a verla, me pide que llame a amigas que llevan muertas mucho tiempo.
Mi madre era una mujer capaz de recordar recetas que solo había leído una vez. Una mujer capaz de memorizar variaciones de té que había visto hacer en otras casas. Cuando cocinaba, trajinaba con botellas y masalas sin siquiera leer las etiquetas.
Mamá se acordaba de la técnica que empleaban los vecinos memones para matar cabras durante el Bakra Eid en la terraza que había encima del antiguo apartamento de sus padres, para espanto del casero jainista, y de que el sastre musulmán de pelo tieso una vez le dio una palangana oxidada para recoger la sangre. Me describió el sabor metálico y cómo se había chupado los dedos rojos.
—Era la primera vez que probaba algo que no fuera vegetariano —me dijo.
Estábamos sentadas junto al agua en Alandi. Los peregrinos se lavaban y los dolientes sumergían las cenizas. El río turbio, del color de la gangrena, fluía imperceptiblemente. Mamá había querido alejarse de la casa, de mi abuela, de la conversación sobre mi padre. Aquello ocurrió en un ínterin, después de que nos fuéramos del ashram y antes de que me mandaran al internado. Por un tiempo, entre mi madre y yo hubo una tregua durante la cual aún era posible creer que lo peor había quedado atrás. Ella no me dijo adónde íbamos en la oscuridad de la noche, y yo no alcancé a leer el letrero pegado en la parte delantera del autobús al que nos subimos. Mi estómago se quejó, aterrado por que volviéramos a desaparecer por otro capricho de mi madre, pero nos quedamos cerca del río donde el autobús nos había dejado y, cuando salió el sol, la luz dibujó un arcoíris en las piscinas de gasolina que se habían formado en la superficie del agua. En cuanto arreció el calor, volvimos a casa. Los abus estaban frenéticos, pero mamá les dijo que no habíamos salido del recinto en el que vivíamos. La creyeron porque querían creerla, aunque su historia era poco probable, ya que el recinto donde se encontraba su edificio no era lo suficientemente grande como para perderse. Mamá sonreía mientras hablaba: no le costaba mentir.
Me impresionó que fuera tan buena mintiendo. Durante un tiempo, quise emular este rasgo de su personalidad; parecía la única cualidad útil que tenía. Mis abuelos interrogaron al vigilante, pero este no pudo corroborar nada: a menudo dormía cuando debía estar trabajando. Así que nos quedamos en un impasse, como tantas veces pasaría después, todos reafirmándonos en nuestras falsedades, convencidos de que nuestro interés prevalecería. Cuando volvieron a interrogarme más tarde, repetí la historia de mi madre. Aún no había aprendido a disentir. Todavía era dócil como un perro.
A veces hablo de mamá en pasado, aunque todavía está viva. Eso le haría daño, si pudiera recordarlo durante el tiempo suficiente. Dilip es su persona favorita en este momento. Es un yerno ideal. Cuando se ven, no hay expectativas que enturbien el ambiente a su alrededor. Él no la recuerda tal y como era: la acepta tal y como es y no le importa volver a presentarse si a ella se le olvida cómo se llama.
Ojalá yo fuera así, pero la madre que recuerdo aparece y desaparece ante mis ojos, es una muñeca que funciona con pilas a la que le falla el mecanismo. La muñeca se convierte en un objeto inanimado. El hechizo se rompe. La niña no sabe qué es real o con qué puede contar. Tal vez no lo ha sabido nunca. La niña llora.
Ojalá la India permitiera el suicidio asistido como en los Países Bajos. No solo por la dignidad del paciente, sino por la de todos los involucrados.
Debería estar triste en lugar de enfadada.
A veces lloro cuando no hay nadie cerca. Estoy de luto, pero es demasiado pronto para quemar el cuerpo.
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