A ver si el cine “de mujeres” va a ser “el cine”

A ver si el cine “de mujeres” va a ser “el cine”

El Festival de Cine de San Sebastián ha cerrado su 69º edición con una entrega de premios copada por mujeres y por películas con historias de mujeres. Puede ser un espejismo, o la prueba de que el tiempo de los señoros se está desmoronando.

29/09/2021
varias mujeres en el escenario con su premio de cine y festidas de gala

Imagen de varias de las premiadas en el Festival de Cine de San Sebastián. / Foto: Festival de Cine de San Sebastián

Es el primer año en que el premio a la mejor interpretación del Festival de Cine de San Sebastián no se segrega por género -siguiendo la estela de otros festivales como la Berlinale- y era de esperar que el jurado se ahorrara la polémica (ya ha habido otras) premiando a una mujer. Pero no nos esperábamos que a dos.

Hubo un tiempo en que pareció que la carrera de Jessica Chastain iba a pagar las consecuencias de haber sido una de las impulsoras de la campaña del #MeToo (como ha pasado con Rose McGowan o Ashley Judd, que no han rodado prácticamente nada desde que la lideraron), pero el jurado del que más cerca nos pilla de los quince festivales de cine clase A del mundo ha decidido premiar a la actriz por levantar esa película que sin ella no existiría: Los ojos de Tammy Faye. Chastain se pone en la piel (y en el maquillaje) de la telepredicadora evangelista más famosa de los Estados Unidos, y se come la película, que tampoco es mucho decir.

El premio se le concedió a Jessica ex aequo (o sea, a medias) con la actriz danesa Flora Ofelia Hofmann Lindhal, protagonista de As in heaven, “una película sobre mujeres” en palabras de la directora Tea Lindeburg, que se ha llevado el premio a mejor dirección. La historia que construye Lindeburg en su primera película (eso es petarlo, ¿no?) está inspirada en la novela A night of death (1912), de la escritora Marie Bregendhal. Una niña en transición a la adolescencia que ve congelarse sus sueños cuando el parto de su madre se complica y se le impone la posibilidad de tener que asumir el trabajo de cuidados. Supongo que eso es cine “de mujeres”: escrito, dirigido y protagonizado por mujeres y hablando de partos, de cuidados, del miedo a que nos roben los sueños… “nuestras cosas”.

No es raro que al jurado de esta edición le interesen las historias “de mujeres”, pues lo son cuatro de las cinco personas que lo componen. Empezando por la presidenta, Déa Kulumbegashvili, directora georgiana de 35 años, que el año pasado ganó -ella sola- la Concha de Oro a la mejor película, el premio a la mejor directora y al mejor guion, por Beginning, donde construyó la historia de una mujer que vive la opresión a distintos niveles, y que le valió también el premio a mejor actriz a su protagonista, Ia Sukhitashvili. Y también está Susi Sánchez, impresionante actriz española y lesbiana visible de cuando pocas osaban serlo. Y también Audrey Diwan, que revolucionó el último festival de Venecia con una película sobre el aborto clandestino. Y Maite Alberdi, candidata a los Oscar por un documental sobre el abandono de las mujeres en la vejez. Y un señor, Ted Hope.

Este jurado es la demostración de que si pones a tomar las decisiones a mujeres con conciencia feminista pues resulta que florecen y crecen historias diferentes a las de los hombres blancos heteruzos que hacen cosas importantes, que son las que eclipsan todo lo demás cuando pones a tomar las decisiones a hombres blancos heteruzos que creen que hacen cosas importantes.

Funciona también cuando dejas elegir a “la gente”. A “la gente que va al cine”, en concreto. He intentado encontrar las estadísticas del voto del premio del público desagregadas por género, pero no ha habido suerte (o es cosa de la coherencia); tengo la sospecha de que -igual que somos mayoría de mujeres en las salas, durante y al margen del festival- la mayoría de quienes han votado para que lo gane Petite Maman de Cèline Sciamma hemos sido niñas al principio de nuestra vida. Es lo que un aficionado al cine “de acción” llamaría “una película lenta”. Es una película deliciosa. Nos lo ha parecido a muchas. Es una directora feminista y lesbiana pública. Como lo somos cada vez más.

Cuando las historias desde los márgenes empiezan a ocupar los centros, y lo hacen con la intención de quedarse, nunca es para sustituir un desequilibrio por otro. La creciente presencia de mujeres, identidades no normativas, pueblos y lenguas minorizadas, cuerpos disidentes con vidas disidentes, como creadores pero también como protagonistas de las historias, cambian los focos de lo que es importante, de lo que ocupa el centro, de los relatos que se suman al imaginario colectivo y de las ficciones que acaban cambiando la realidad. Por eso nos gusta el cine, porque nos ayuda a ver los mundos que imaginamos.

 

 

Y en esa línea se coloca Maixabel, la película de Icíar Bollaín, que hace un relato de la violencia y de la reconstrucción de nuestro pueblo desde la capacidad para la reconciliación de la mujer que da nombre a la cinta, rompiendo en parte con el relato único, que nunca es el nuestro. La película recibió el premio Irizar al cine vasco, otorgado por un jurado compuesto por Aranzazu Calleja que, junto con Maite Arroitajauregi, ganó el Goya a mejor banda sonora por Akelarre, segundo otorgado a compositoras en la historia; Edurne Portela, escritora que construye historias que nos interpelan a las mujeres como ella, o sea complejas, diversas, completas; y Aitor Arregui, director, guionista y presidente.

El premio Horizontes, destinado a visibilizar el cine producido en América Latina, ha sido para la película Noche de Fuego, de Tatiana Huezo, que describe la vida de violencias, explotaciones y renuncias de las mujeres y las niñas en un pueblo de la montaña mexicana, y que atraviesa a cualquiera que crea que todas las vidas son dignas.

Es curioso, porque lo que a muchas nos parece la muestra de que las luchas de siglos están teniendo resultados, y que los cuerpos y las historias que antes no importaban empiezan a formar parte del relato, a “los de siempre” (osea los que creían que importaban porque eran importantes, no porque formaban parte del grupo opresor) les parece injusto, politizado, les chirría. Esos críticos, periodistas y cinéfilos “pro” que dicen que Chastain y Hofmann Lindhal le han “quitado” la Concha a Bardem que era “quien se lo merecía”, o los que babeaban al paso de un aparentemente colocado Johnny Depp, pero cuestionaban el mérito de Cotillard. Estos notan que está pasando algo, pero no tienen muy claro qué. Creen que es pasajero, artificial y un poco en contra del orden “natural”, que es ese “orden” en que los señoros hacen, protagonizan, aplauden y cobran las películas, y nosotras pagamos las entradas.

En ese mundo “ordenado”, los maltratadores no lo son “hasta que no haya sentencia firme”, y por eso se les dan premios que les homenajean, que luego, si eso, ya se lo quitaremos. En la rueda de prensa del premio Donostia, los críticos, los periodistas y los cinéfilos “pro” también notaron que estaba pasando algo, pero no tenían muy claro qué, por eso no contaron en sus medios que, justo antes de que Depp empezara a hablar, en la sala de prensa sonaron las palabras pronunciadas por su exmujer al salir del tribunal que declaró que había pruebas suficientes para considerarle un maltratador. Ellos no se dieron cuenta, pero el maltratador sí. Por eso estuvo callado un minuto. Aunque algunos que estaban allí no se enteraron.

Son los mismos que consideran “injusta” la Concha de Oro a la mejor película para Blue Moon, de Alina Grigore. La película, la primera de la directora, habla de una mujer que intenta escapar de una vida de violencia y opresión, que es un tema que nos interesa a todas. Pues a algunos les ha sabido a poco.

Pero este palmarés, evidentemente feminizado y esperanzadoramente feminista, no es representativo de la realidad del universo audiovisual. Ni lo es de lo sucedido en el festival, ni siquiera de lo que ha pasado en esta edición. Según la plataforma creada por las asociaciones feministas del cine y el audiovisual, que cuenta con más de 2.000 asociadas, entre productoras, directoras, guionistas, actrices, animadoras, técnicas, críticas y expertas, en distintos campos del sector, “la presencia media de directoras en la edición 69º del Festival de San Sebastián es de un 29 por ciento”. Según las profesionales feministas “esta cifra habla por sí sola de la infrarrepresentación, así como de que las acciones planteadas en la carta de paridad firmada en 2018 por el festival no han sido suficientes”. Por eso han exigido “medidas de acción positiva para equilibrar una balanza que perpetúa una desigualdad estructural y, en coherencia con el objetivo del ICAA [Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales], para llegar al 50/50 en 2025 en las producciones audiovisuales”. Aludiendo al último premio Donosti, explican que “los festivales no solo generan imaginario a través de las películas programadas, sino también a través de los premios y reconocimientos concedidos, dada su repercusión mediática y social. Por ello, es necesario ampliar el marco ético para que los premios honoríficos incluyan la perspectiva de género”. Para conseguir estos objetivos, la plataforma ha reclamado en una mesa de trabajo con la organización del Festival de San Sebastián que se adopten acciones para lograr una transformación real hacia la igualdad y la diversidad”.

Porque nos gustan las películas, pero no las que se montan en las cabezas -que no mentes- privilegiadas, que creen que la meritocracia, la “libre” competencia y el “que gane el mejor” es hacer justicia y no favorecer artificialmente el relato en el que siempre salen -y siempre ganan- los mismos.

Vamos a ir más al cine. Y no sólo de espectadoras.

 


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