‘Maixabel’: la memoria “que está por hacer” llevada al cine

‘Maixabel’: la memoria “que está por hacer” llevada al cine

Si hay algo más que destacable en la película de Icíar Bollaín es el cuidado con el que la directora deshace el nudo y acuerpa un material tan sensible sin centrarse en el acto de violencia propiamente dicho, sin recrearse en el miedo, ni en la amenaza, sino volviendo la vista a lo que Maixabel Lasa consideró que había que hacer e hizo.

22/09/2021

Fotograma de la película ‘Maixabel’.

Escribió Ignacio Ellacuría, poco antes de ser asesinado por el ejército salvadoreño, que “la verdad de la realidad no es lo ya hecho; eso solo es una parte de la realidad. Si no nos volvemos a lo que está haciéndose y a lo que está por hacer, se nos escapa la verdad de la realidad…”.

El 24 de septiembre se estrena en las salas de cine la última película de Icíar Bollaín, Maixabel, un biopic parcial de la vida de Maixabel Lasa tras convertirse en la viuda de Juan Mari Jáuregui, exgobernador de Guipúzcoa asesinado por ETA hace ya 21 años. Destaco lo de “tras convertirse en la viuda”, porque el propio personaje protagonista de la película confiesa en un momento dado que ella podría haber sido muchas cosas, pero que la muerte de su marido la había ligado para siempre a la historia de ETA y al trabajo por el cese de la violencia y la reconciliación.

La película, estrenada y ovacionada el pasado 18 de septiembre en el Festival de San Sebastián, no ha estado exenta de polémica, claro está, auspiciada por quienes siempre han hecho gala de una mirada monolítica y cortoplacista ante la violencia en Euskadi. Y si algo se necesita para resolver cualquier conflicto y erradicar la violencia, es una capacidad de análisis que comprenda el fenómeno en toda su complejidad y luces largas para alcanzar un bien mayor desde la (re)construcción de una memoria compartida. Ya lo decía la ensayista Beatriz Sarlo: “No hay testimonio sin experiencia, pero tampoco experiencia sin narración: el lenguaje libera el nudo de la experiencia y la convierte en lo comunicable, es decir, lo común”.

Y si hay algo más que destacable en el filme de Bollaín —además de las interpretaciones de Blanca Portillo y Luis Tosar (que se mete en la piel del exetarra Ibon Etxexarreta) y del resto del elenco y del respeto por la diversidad lingüística— es el cuidado con el que la directora deshace el nudo y acuerpa un material tan sensible sin centrarse en “lo ya hecho”, en el acto de violencia propiamente dicho, sin recrearse en el miedo, ni en la amenaza, sino volviendo la vista a lo que Lasa consideró que había que hacer… e hizo.
Es difícil la tarea que asume la cineasta madrileña, que deja atrás el registro de comedia dramática de La boda de Rosa (2020) para acercarnos, como quien sostiene la mano de quien no se atreve a caminar por un puente al que le faltan algunas tablas, a unos personajes reales, que viven, que pueden dar fe de lo que se cuenta en la película y reconocerse (o no) en ella. Y eso es un gran riesgo.

Mucho tiempo llevamos reclamando las que nos dedicamos a esto del análisis audiovisual desde los saberes feministas que el cine sea honesto, que no pretenda reflejar la realidad —pues eso es una fanfarronada—, sino aproximarse humildemente a esa “verdad de la realidad” de la que hablaba Ellacuría.

Construir memoria colectiva, también desde las artes y los medios audiovisuales, es por definición un ejercicio parcial, selectivo, fragmentario e imperfecto. No puede ser de otra manera, porque una película —incluso documental— solo muestra una pequeña parte de la realidad y, a menudo, no atendemos a lo que queda fuera de cuadro. Pero si creemos que el cine no es —o no solo— una fábrica de sueños, sino una herramienta de transformación social, si confiamos —como dijo el filósofo Tzvetan Todorov— en que “observando, guardando todo en la memoria, transmitiendo todo ello a los demás, se combate ya la inhumanidad”, ese ejercicio imperfecto es vital.

Si concebimos la memoria como Lidia G. Acuña, es decir, como “una construcción cultural donde la experiencia es vivida subjetivamente y culturalmente compartida y compartible”, debemos preguntarnos sobre cómo, también individual y colectivamente, resignificamos el sentido de ese pasado desde el presente; cómo entran en conflicto la memoria y la experiencia con la historia, también real y construida a la vez; y qué papel juegan los medios de comunicación, en general, y el cine, en particular, en dicha resignificación.

El cine basado o inspirado en hechos reales en el que la violencia es la temática central siempre se enfrenta al peligro de banalizar, caricaturizar e incluso ejercer una nueva violencia simbólica sobre víctimas y supervivientes o sobre sus familiares. También es fácil caer en la hipérbole o la espectacularización hollywoodiense. No era sencillo el reto que Maixabel tenía por delante: que el núcleo de la trama no fuera un momento, sino un proceso. Y así es. El relato gira alrededor de la reconciliación, de los encuentros restaurativos que puso en marcha la llamada vía Nanclares; del reconocimiento de todas las víctimas del terrorismo (también del terrorismo de Estado o el de los grupos fascistas en la Transición); de la capacidad de agencia y resiliencia de las víctimas; de la necesidad de reabrir el duelo las veces que haga falta para transitarlo; de segundas oportunidades; de un viaje —seguramente con muchos baches propios y ajenos— hacia la reparación donde el dolor se convierte en motor político.

Este proceso, a través de la experiencia de Maixabel Lasa e Ibon Etxexarreta, lo vimos también representado hace un par de años en el documental Zubiak, el primer capítulo de la serie ETA, el final del silencio (Movistar+), dirigido por Jon Sistiaga y Alfonso Cortés Cavanillas. La historia no es nueva. Han pasado siete años desde el primer encuentro entre Lasa y Etxexarreta y la prensa de todo signo se hizo eco de ello en su momento, pero Bollaín pone el foco un poco más allá: en la metamorfosis surgida de esos encuentros que remueve y conmueve y traspasa la pantalla; y en la posibilidad de mirar al pasado de frente sin negar nada, reconociendo todo lo que se hizo mal y rematadamente mal, y aun así tener la valentía y la fuerza de tomar el camino más complicado. Esto es lo que la distingue de una larga lista de filmes que han abordado anteriormente el conflicto en el País Vasco y que podrían oscilar entre Operación Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979) y Fe de etarras (Borja Cobeaga, 2017), pasando por otros títulos como La muerte de Mikel (1984) o Días contados (1994), ambas de Imanol Uribe); La pelota vasca, la piel contra la piedra (2003), de Julio Medem; o la imprescindible Yoyes (2000), de Helena Taberna, que sería sugerente revisionar en tándem junto a Maixabel para empezar a esbozar, siquiera, una genealogía de las mujeres diversas que han sido acicate de la transformación en Euskadi en las últimas décadas y que han dado pasos esenciales para franquear la línea que conduce de la reconciliación personal a la reconciliación social.

En su novela Adrift´s book, Sayak Valencia escribió: “Si la cicatriz hablara, aquí se contaría otra historia”. Esa frase que inspiró el título de mi tesis doctoral hace ya algunos años hoy me vuelve a la memoria para hablar de Maixabel, porque Icíar Bollaín pone imagen, sonidos, música y palabras a la cicatriz. Así consigue llevarnos, con sumo cuidado y ternura, desde la soledad y el desgarro en ese plano general de Maixabel en el pasillo del hospital donde recibe la noticia de la muerte del que fuera su compañero de vida durante 25 años a la materialización de la reconciliación, no como algo abstracto o un deseo buenista, ni siquiera como un precepto religioso, sino como compromiso y opción política para poner la vida en el centro de lo que hacemos y no la muerte.

“Juan Mari hubiera hablado hasta con los que le mataron”, espeta Maixabel en un momento de la película en que se le recrimina que vaya a reunirse con el asesino de su marido. Esta noción de diálogo —extrema e inalcanzable para muchas personas— es la que circunscribe la película de Bollaín. Y echando un vistazo a la polarización y a la violencia que nos rodea, es inevitable que nos asalte la duda y pensar que quizás el cine sí sea solamente una fábrica de sueños.

 


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