Mujeres y el miedo a conducir: ¿fracaso personal o responsabilidad social?

Mujeres y el miedo a conducir: ¿fracaso personal o responsabilidad social?

"Las mujeres seguimos sufriendo una cultura llena de tópicos que nos bombardean sobre nuestra capacidad o habilidad para conducir, nos siguen dirigiendo, hay un enorme paternalismo y mucha desconfianza en nuestras capacidades", escribe la autora.

22/09/2021
una mujer dentro de un coche, apoyada sobre el volanta, como esperando en un atasco, hay un móvil con gps

Una persona, en un atasco. /Foto: pxfuel

“No me gustan los coches porque solo van por la carretera, no construyen casas, ni hablan, ni comen, ni todo eso”.
Niña de cinco años.

“Me gustan los coches porque son de niños. Juego a dar vueltas y los aparco”.
Niño de cuatro años.

El número de mujeres conductoras en nuestro país incrementa cada año, según la Dirección General de Tráfico (DGT) en 2020 constituían en España un 42,9 por ciento. Saber conducir ha sido uno de los hitos del feminismo para conseguir la igualdad. En primer lugar, para demostrar que la conducción no es solo cosa de hombres; en segundo lugar, para romper mitos biologicistas sobre las capacidades de las mujeres; y, en tercer lugar, para conseguir una mayor independencia en la movilidad, sobre todo respecto al marido. Por supuesto, estas luchas feministas se iniciaron con una clara diferencia de clase, de mujeres que tenían la posibilidad económica de adquirir o conducir un vehículo. Posteriormente se fue generalizando y actualmente está creciendo exponencialmente el número de conductoras profesionales, taxistas, conductoras de autobús (que han aumentado un 90 por ciento en cinco años según la DGT) y de camión, aunque son aún muy minoritarias. Así mismo, en otros países, la lucha por el derecho a conducir de las mujeres ha sido más reciente. En Arabia Saudí, los colectivos feministas lucharon durante más de 30 años, con campañas como Women to Drive en 2011, y no fue hasta 2017 cuando se derogó la ley que prohibía conducir a las mujeres. Una de las impulsoras de la campaña, Manal Al-Sharif, informática y defensora de los derechos de las mujeres que fue detenida por su activismo, es una madre a la que su exmarido quitó la custodia de su hijo, de acuerdo a las leyes saudíes, y debía viajar para poder verlo.

La reflexión que planteo a continuación no es producto de una investigación exhaustiva. Sin embargo, no puede ser casual la cantidad de mujeres a mi alrededor que están en la situación que describo y, por ello, me planteo si pudiera haber algo que se nos está escapando. Muchas mujeres expresan hoy ciertos miedos a la hora de conducir: en carretera, en ciudades grandes, en ciudades nuevas, en el extranjero, la conducción de coches grandes, motos, furgonetas o vehículos diferentes al suyo, etcétera. Por supuesto, partimos de que no existe ninguna diferencia biológica entre hombres y mujeres que provoque esta situación. Por lo tanto, para tratar este tema debemos ir a la raíz del asunto: cultural, educativa y profundamente patriarcal.

La educación es clave para observar la relación que mujeres y hombres hemos mantenido con los vehículos desde la infancia. Los roles de género en los juguetes pueden marcar en gran medida nuestras preferencias futuras y los juegos de coches continúan identificándose con los niños. Mientras, las niñas observan cómo la conducción es cosa de sus hermanos, amigos o primos, a quienes, además, se les fomenta; aunque se dediquen exclusivamente a ordenar los coches por colores, como hacen muchos niños. Lo mismo pasa con el scalextric, parking, videojuegos de carreras de coches, simuladores de conducción y todo el kit del “buen conductor”. Los anuncios de este tipo de juguetes fomentan claramente los estereotipos a través de sesgos sexistas. Además, desde muy temprano se les incita al juego de la conducción (con triciclos, motos, bicis…) haciendo hincapié en la velocidad, la competencia y la fortaleza. Aunque está cambiando mucho, aún es frecuente el uso de bicicletas de montaña, deportivas o con elementos decorativos asociados a la aventura y la competición para los niños, y bicicletas de paseo, con cesta y adornos para las niñas. En las ferias, siguen siendo mayoría los niños que montan en coches o motos de choque y, cuando crecen, muchas adolescentes suelen ir de copilotos en esas atracciones junto a sus parejas varones. Aunque se ha producido una importante transformación con respecto a épocas pasadas, apenas ha afectado a una gran parte de mujeres que hoy conducen.

En nuestra sociedad saber conducir sigue formando parte de un rito de paso masculino para la adultez. Es frecuente que la mayoría de jóvenes varones a los 18 años y un día saquen el permiso de conducir, manteniendo así una continuidad con su educación automovilística y competitiva de la infancia. Sin embargo, sigue sin existir ese impulso social en las mujeres y muchas han obtenido el permiso por necesidad y de forma tardía. La edad es importante, porque la conducción se automatiza más rápido en la juventud. Además, las niñas siguen recibiendo una educación enfocada al cuidado, la precaución y el miedo (ser prudentes, no arriesgar, medir y prever los resultados de sus acciones, etcétera). La carretera supone un riesgo real y las personas más conscientes de ello tienen más dificultad para abstraerse y conducir de forma espontánea.

A conducir se aprende circulando y obtener el permiso no implica tener un coche. Así, mientras muchos jóvenes varones nóveles han podido conducir cualquier vehículo (el coche de la familia, de amigos, etc.), muchas mujeres quedaban con su permiso en stand by hasta tener coche propio. Posteriormente, en parejas heterosexuales, si el coche propio era también familiar, se suelen mantener las dinámicas mujer copiloto- hombre conductor (quien, como hemos podido ver, lleva más tiempo practicando) y, poco a poco, muchas mujeres van perdiendo el hábito. Perder el hábito implica en ocasiones dejar de conducir para siempre. Por supuesto, existen cada vez más parejas donde la mujer es la conductora principal o se reparten al 50 por ciento.

Las conductoras principales tampoco están exentas de comentarios machistas, dirigidos a sus parejas hombres como si ellas no estuvieran delante, del tipo: “Qué pasa, ¿te tiene que llevar tu mujer?” o “¿así vas de borracho que tiene que conducir ella?”. También encontramos una fuerte resistencia patriarcal de hombres que se niegan a ser copilotos, sobre todo si conduce una mujer. Algunos llegan hasta lo absurdo. Por ejemplo, hay hombres que no limpian su casa, de hecho, se consideran incapaces y desconocedores de las técnicas de limpieza al considerarlas “cosas de mujeres”. Sin embargo, aplican todo un despliegue de técnicas, con los mismos productos que se utilizan en el hogar y los mismos métodos, para la limpieza de sus vehículos, dedicándole mucho tiempo y esfuerzo. Con una diferencia: en este caso la limpieza no se realiza por el bienestar familiar, sino porque el vehículo es una prolongación de ellos mismos y de su virilidad.

Otra razón podríamos encontrarla en la ausencia de referentes. Si bien es verdad que cada vez más mujeres tienen familiares conductoras, muchas han vivido las mismas dinámicas en sus casas: sus madres no conducían o lo hacían solo si era necesario. La falta de referentes femeninos cercanos produce una ausencia de identificación y la sensación de lejanía: “Esto no es para mí”. También se transmiten los miedos y las inseguridades, que se ven reforzadas cuando algunas mujeres sienten que sus madres no confían y cuestionan su forma de conducir. Por supuesto, ninguna madre es culpable de no haber sido referente, pues absolutamente todas han sufrido esta desigualdad de forma mucho más acusada. Además, incluso teniendo referentes cercanos, las mujeres no somos conductoras en el imaginario colectivo de nuestra sociedad. Por ese motivo, incluso hijos e hijas de madres conductoras son capaces de poner a la muñeca de copiloto en su juego. “En el coche de papá, nos iremos a pasear”, dice la canción infantil, dando por hecho que las madres, además de no ocupar nunca el espacio del conductor, tampoco serán consideradas propietarias del vehículo aunque la economía familiar sea compartida. También nos encontramos con una ausencia de referentes en las autoescuelas: cada vez hay más mujeres enseñando en la parte teórica o administrativa, pero muy pocas en la práctica. En este ámbito se pueden encontrar estupendos profesionales, pero es frecuente escuchar historias terroríficas sobre dinámicas machistas y sexistas de profesores de autoescuela hacia las conductoras nóveles.

Las mujeres seguimos sufriendo una cultura llena de tópicos que nos bombardean sobre nuestra capacidad o habilidad para conducir, nos siguen dirigiendo, hay un enorme paternalismo y mucha desconfianza en nuestras capacidades. Hace poco, mientras jugaba a un juego de mesa llamado Creativity con mi hijo, me tocó una de las tarjetas donde decía: “Inventa algo para llegar hasta la acera después de estacionar una mujer”. Cuántas veces nos hemos visto aparcando, quizás donde aparcamos todos los días, y un hombre desconocido detrás nos hace señales como si estuviera dirigiendo un avión en la pista de aterrizaje. El paternalismo puede crear inseguridades, incluso ese día, por primera vez, eres capaz de darle al coche de atrás. Estos tópicos nos hacen estar siempre en el punto de mira, siendo observadas, teniendo que demostrar nuestras habilidades y ocultando los fallos.

También hay violencias normalizadas. El tráfico actual, sobre todo en las grandes urbes, es violento. Muchas personas padecen estrés por la conducción diaria. Una violencia para la que tampoco hemos sido educadas. Podemos adaptarnos, de hecho, lo estamos haciendo, aunque el menor número de mujeres conductoras en accidentes por conducción temeraria, exceso de velocidad, consumo de alcohol, peleas al volante, etc. puede darnos datos de que aún ofrecemos resistencias.

Pero la principal resistencia debería comenzar por la reducción del número de automóviles, dar prioridad a la circulación de bicicletas y fomentar su uso, así como un transporte público barato y de calidad. También se apuesta cada vez más por el uso de plataformas de viajes compartidos, donde las mujeres conductoras alcanzan ya el 47 por ciento. Normalizar el tráfico, el estrés, la violencia y la contaminación no tiene mucha relación con la transformación social por la que se apuesta desde los feminismos.

Hoy, todavía muchas mujeres no conducen por placer, sino por necesidad, de hecho, es aún frecuente la compra de un pequeño utilitario para la ciudad o un monovolumen útil para la familia. En ocasiones, la elección de coches más pequeños puede producir un aumento de las lesiones en los accidentes, debido a la menor protección de estos vehículos. Los anuncios de coches siguen estando mayoritariamente dirigidos a los hombres (a no ser que cumplan con los requisitos anteriores) incluso con la mujer hipersexualizada como reclamo publicitario o meta a conseguir, símbolo sexista de virilidad, éxito y propiedad. Realmente, para evitar el consumismo y la contaminación, la opción correcta debería ser que todas las personas empezasen a considerar los vehículos como un mero medio de transporte y no como una moda o un objeto de ostentación. Empezar a apostar por la utilidad, seguridad, bajo consumo y baja contaminación (y que todo esto no sea un artículo de lujo para quiénes más tienen). Tenemos que tener cuidado cuando se pretende desde cierto feminismo que el modelo masculino sea el referente. Las mujeres nos hemos incorporado al mundo de la conducción al igual que nos hemos incorporado al empleo y a la política, todos sectores masculinizados. Pero intentar ser iguales en una sociedad patriarcal supone adaptarnos a aquello que criticamos y, por lo tanto, ser cómplices de su mantenimiento. En ese mundo a imagen y semejanza del hombre también se ignoran nuestros procesos. Por ejemplo, conducir a diario, incluso largas distancias, sigue sin ser considerado por las mutuas un motivo para solicitar la prestación de riesgo durante el embarazo, obligando a muchas mujeres a coger el coche para ir a trabajar casi hasta el final de su embarazo, con la barriga rozando el volante y el peligro que supone cualquier choque o frenazo.

Después de este recorrido por los antecedentes, vamos al problema. He escuchado en numerosas ocasiones a mujeres decir “a mí me gusta mucho conducir, pero…”, ¿qué ha pasado? Miedo, violencia, presión, sentimiento de fracaso y vergüenza. Como mujeres feministas, no conseguir llegar a algún aspecto de la igualdad nos hace sentir culpables y sentimos vergüenza si expresamos abiertamente que tenemos miedo a conducir. Porque según los estándares de la igualdad, conducir nos hace libres y, por lo tanto, no conducir nos hace débiles o dependientes. Nos ha costado mucho desterrar la idea de que somos el sexo débil y, sin tener en cuenta todos los antecedentes que llevamos como mochila y que he descrito anteriormente, nos imponemos unas metas que pueden generar una gran presión y angustia. Si no lo conseguimos, aparece el sentimiento de fracaso, que no es solo propio: sentimos nuestro fracaso como si fuésemos representantes del resto de mujeres. Hay una necesidad de demostrar que podemos con todo. Lo que ocurre entonces es que las inseguridades y los miedos, en lugar de sacarlos a la luz, entenderlos e intentar afrontarlos desde el autoconocimiento y el apoyo de nuestro entorno, los ocultamos e intentamos afrontarlos desde la imposición y la negación, generando angustias, ansiedades e incluso pesadillas, mientras a nuestro alrededor, en lugar de apoyo, sentimos presión y juicios. Así mismo, depender de otra persona para desplazamientos largos (no tiene por qué ser la pareja) se observa como signo de fragilidad. Y es normal, porque vivimos bajo la simbología del pater familias que dirige y lleva a la prole hacia su destino. Sin embargo, todas las personas somos interdependientes. En un mundo feminista, esta dependencia no tiene por qué implicar desigualdad ni poder, sino ayuda mutua e intercambio. Y la sororidad debe suponer comprensión y seguridad. No podemos permitir que conducir sea un escalón en el ranking de mujer liberada, quedando fuera todas las mujeres que no han podido o querido hacerlo. Conducir es un derecho y una herramienta que, bien utilizada, nos da mucha autonomía y comodidad en los desplazamientos, pero no nos hace más libres.

Cuando algo es estructural (y la segregación por sexos en la cultura de la conducción lo es) no podemos individualizar, porque entonces ocurre como con la violencia machista: las mujeres sienten culpa, vergüenza, responsabilidad y se creen débiles e incapaces. Sienten además que sus miedos constituyen un aspecto privado de su personalidad. Evidentemente, a la mayoría de estas mujeres les gustaría poder conducir con soltura, y admiran a aquellas que lo hacen. Conocer los porqués no significa conformarse. Pero ayuda a dejar fuera la culpa, comprender, compartir los miedos al identificarse con otras mujeres en la misma situación, apoyarse sin juicios y, luego, ponerse pequeños retos según las posibilidades de cada una. Sin embargo, no se puede dejar toda la responsabilidad en nuestras manos. Hasta que no acabemos con el sistema patriarcal, el esfuerzo que tendremos que hacer las mujeres para llevar a cabo acciones contrarias a nuestra educación machista y sexista (interiorizada hasta el tuétano y no siempre racional) será mucho mayor. Pero el primer paso es identificar y no ocultar realidades como esta. La igualdad de oportunidades no funciona cuando las oportunidades están cultural y socialmente masculinizadas.

 


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