Con un ala atrapada: las poetas afganas

Con un ala atrapada: las poetas afganas

Las mujeres afganas llevan siglos escribiendo, desafiando la ley y jugándose la vida, para dejar versos que narren qué somos, qué les duele, qué sueñan, qué les hacen.

“Contar historias nos resulta tan natural e instintivo como comer o dormir, y hay quien dice que nuestra especie debería llamarse Homo narrator en vez de Homo sapiens”, decía Ana Sanz-Magallón en Cuéntalo bien. El sentido común aplicado a las historias (Plot Ediciones, 2007). Desde tiempos inmemoriales nos hemos sentado, frente a una hoguera, en las rodillas del abuelo o en la fila siete de un cine de barrio, para escuchar historias. La de una diosa que traía consigo la lluvia en época de sequía y la maternidad cuando no germinaba nada en el vientre; la de una rata a la que nadie se comió por ser presumida, sino porque se casó con un depredador que la mató por ser rata y no por ser coqueta; o la de un gobierno fundamentalista religioso que daba un golpe de estado y sometía a la sociedad a una dictadura del terror, asesinaban a los ateos, violaban a las mujeres y les robaban a sus hijos e hijas. Historias felices e historias trágicas, pero siempre verosímiles. El principio de verosimilitud es aquel que sustenta la narrativa y según el cual una historia debe ser creíble. Para ello, todos los personajes, los sucesos y el universo que habitan han de tener coherencia y funcionar de acuerdo a la lógica de su contexto. Es decir, la mentira que define la ficción debe tener apariencia de verdad. Y en ese contexto puede haber mujeres que viven solas con un gato, dominan la alquimia y son temidas por sus coetáneos por pensarlas brujas malvadas. También puede haber niñas con una caperuza roja que escapan de las garras de un lobo que habla en la misma lengua que las personas o, al menos, que la niña y su abuela.

El principio de verosimilitud es el que nos metió la angustia en el estómago cuando leíamos los diarios de la June de The Handmaid’s Tale, de Margaret Atwood (1985), y el mismo que nos atrapó frente a la pantalla cuando, 32 años después, Bruce Miller convertía el sufrimiento de Gilead en serie de televisión. Y cuando leíamos la novela o veíamos los episodios de la primera temporada, todo nos parecía verosímil porque era creíble, porque eso mismo ya había sucedido. Leí la novela en 2017 y el gobierno teocrático, totalitario y fundamentalista religioso de la República de Gilead ya había sucedido en 1979, cuando el ayatolá Ruhollah Jomeini derrocó al Sah Mohammad Reza Pahlevi y apagó la luz de Irán. También ocurrió un Gilead cada vez que miembros de Daesh o Boko Haram secuestraban a mujeres para convertirlas en esclavas sexuales y cuando decapitaban a periodistas ante una cámara que grabaría la tortura última para sus familias. Y volvió a suceder entre 1996 y 2001, cuando el régimen talibán heredero de los muyahidines, financiados, entrenados y apoyados por el gobierno de Ronald Reagan, sumió a Afganistán en la Edad Media, llenó las horcas de cuerpos sin vida, cortó manos y brazos en nombre de una sharía radical y enterró a la mujer en vida, bajo tumbas de piedras y dentro de un hogar convertido en cárcel. La mujer afgana, como las mujeres de Atwood, vivía entre el miedo a la amputación y el terror a la lapidación, por el terrible pecado de desobedecer al esposo o ser violada por el suegro. Y poco o nada cambió cuando los talibanes fueron reemplazados por una coalición internacional. Las mujeres siguieron siendo víctimas de un machismo institucional.

Aunque también, en los últimos 20 años, algunas encontraron una pequeña rendija desde la que dar clase en colegios y universidades, ejercer la medicina, narrar noticias desde las redacciones periodísticas y llenar Kabul de grafitis. Es el caso de muchas heroínas, como Shamsia Hassani, quien denuncia con espray las amenazas a las mujeres bajo el régimen talibán y da clase en la Universidad de Kabul. El grafiti, como arte callejero, no pertenecía a la mujer, porque no era su espacio. Y a pesar de ello, estas mujeres escribieron y dibujaron sobre Kabul, Kandahar y Herat la resiliencia y la lucha de la mujer.

Como las paredes de los edificios que custodian grafitis, en el exterior de un mundo abierto a la vida, la poesía tampoco pertenecía a la mujer afgana, no le era permitida, no le pertenecía por propio derecho, como tampoco un cuarto propio.

Y, sin embargo, las mujeres afganas llevan siglos escribiendo, desafiando la ley y jugándose la vida, para dejar versos que narren a los Homo narrators, qué somos qué les duele, qué sueñan, qué les hacen.

Entre 1651 y 1717 vivió la poeta afgana Nāzo Tojī (نازو توخۍ), que escribía en pastún. Se la conoce como Nāzo Anā (نازو انا انا), que en pastún significa “la abuela Nazo”. Nāzo Anā está en las raíces primigenias y representa, por sí misma y como una guerrera legendaria, el final del dominio persa sobre las tribus pastunes y la genealogía de la nación afgana. Fue la madre de Mirwais Hotak, quien logró expulsar a los persas e instaurar un estado afgano independiente. La abuela Nazo, que pertenecía a una importante familia de Kandahar, abría las puertas de su palacio a quienes tenían hambre o frío. Era una mujer sabia, culta y cuentan que dejó más de dos mil poemas. En un fragmento, Nāzo Anā nos dice:

Gotas de rocío de un narciso del amanecer
como una lágrima que cae de un ojo melancólico;
Oh, belleza, le pregunté, ¿qué te hace llorar?
La vida es demasiado corta para mí, respondió,
Mi belleza florece y se seca en un momento
como una sonrisa que llega y se desvanece para siempre.

En El suicidio y el canto (Sayd Bahodín Majruh, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2002), traducido por Clara Janés, se recogen una selección de landays (literalmente, “breves”), unos poemas de gran intensidad y violencia improvisados por mujeres pastún. Son textos poéticos formados por dos versos de nueve y trece sílabas sin rimas obligatorias, que recogen en un grito, un suspiro o una puñalada, sus visiones del amor, la muerte, el honor, la rebeldía y la opresión a la mujer. Es, por su propia naturaleza, un texto anónimo, ya que la mujer que compone estos landays se enfrenta al castigo, a veces mortal, por el simple hecho de escribir estos poemas.

Fue el caso de Rahila Muska y Meena Muska, ambas autoras de landays y ambas víctimas por su condición de poetas mujeres.

Rahila Muska era el pseudónimo literario con el que firmaba sus composiciones Zarmina, una joven afgana que compartía sus textos breves a través de una radio online para mujeres. Un día, sus hermanos descubrieron que escribía este tipo de textos y, como castigo, le dieron una brutal paliza. Además, le prohibieron seguir escribiendo o compartir sus textos con otras mujeres. Como protesta, Zarmina se inmoló y murió a causa de las heridas.

En el libro I Am the Beggar of the World. Landays from Contemporary Afghanistan (Farrar, Straus and Giroux, 2015), traducido por Eliza Griswold y con fotografías de Seamus Murphy, se recogen algunos landays contemporáneos. Algunos de ellos de Zarmina. Son landays que denuncian la situación de la mujer afgana:

Me vendiste a un hombre viejo, padre.
Que Dios destruya tu casa, yo era tu hija.
* * *
Cuando las hermanas se sientan juntas, siempre alaban a sus hermanos.
Cuando los hermanos se sientan juntos, venden a otros a sus hermanas.

Parecido al caso de Rahila Muska es el de Meena Muska, quien se había puesto este nombre en homenaje a Zarmina. Hace diez años, en Kabul existía una sociedad literaria de mujeres llamada Mirman Baheer. Todos los sábados, estas mujeres se reunían para recitar poemas propios, aunque algunas, que vivían en zonas rurales, no tenían posibilidad de unirse al grupo. Entonces, llamaban a Amail Ogail, una de las fundadoras de Mirman Baheer, quien anotaba sus versos recitados por teléfono y que los leía más tarde, bajo pseudónimo, para el resto de compañeras. Se prestaban la voz, como un abrazo, para sostenerse.

 

Meena Muska era una de esas poetas que no podía acudir a las reuniones de los sábados y que llamaba a Amail para dictarle sus poemas. Cuando era pequeña, la habían sacado de la escuela y la habían confinado en su casa. De forma autodidacta, había aprendido a escribir poesía. Meena Muska iba a casarse con un hombre al que amaba, pero un día explotó una mina y le dejó sin prometido. La tradición decía que debía casarse con el hermano del muerto, al que ella no amaba. Se llenó de tristeza y lloraba a través de sus landays. Meena, como Rahila, también tuvo un final trágico. Una tarde, su cuñada la escuchó recitar uno de sus versos y pensó que hablaba con un hombre. Le propinaron una paliza y le rompieron su cuaderno de poemas. Meena Muska no pudo soportarlo y se suicidó.

Soy como un tulipán del desierto.
Moriré antes de ser abierto
Y las olas de la brisa del desierto se llevarán mis pétalos.
* * *
Mi dolor se acrecienta mientras mi vida decrece,
moriré con el corazón lleno de esperanza.

Uno de los nombres más conocidos de la literatura afgana escrita por mujeres, y también uno de los casos más flagrantes de su machismo institucionalizado, es el de Nadia Anjuman (1980-2005). Fue una escritora y periodista que murió asesinada a golpes por su marido y la familia de este, quienes le denegaron auxilio médico. Tenía 25 años.

Nadia Anjuman, como otras mujeres afganas, tenía prohibido estudiar, trabajar fuera de casa y hasta reírse en voz alta. Sin embargo, sí tenía permitido coser. Sobre la costura y los cuidados de las mujeres a través del hilo y la aguja se han escrito poemas por todo el mundo. El hilo y la aguja sirvió de excusa para crear un refugio, un cuarto propio, donde muchas mujeres afganas pudieron estudiar literatura y compartir sus propios versos. Este fue el caso de los ‘Círculos de costura de Herat’, donde un profesor de literatura, Rahyab, acogía a mujeres y les proporcionaba un espacio seguro.

Aunque Nadia Anjuman fue huyendo de la obligación del matrimonio, llegó el momento en que no pudo escapar por más tiempo. Su familia la obligó a casarse con un empleado administrativo de la Facultad de Filología de la Universidad de Herat. En algún momento debió de pensar que no había tenido tanta mala suerte porque consiguió estudiar en esa misma universidad y publicar un libro de poemas, Gol-e dudi (Flor ahumada, 2005), con el que cosechó popularidad y prestigio en Afganistán, Pakistán e Irán. Sin embargo, poco tiempo después de publicar su poemario, Nadia Anjuman fue asesinada. Según la confesión de su marido, la poeta se había suicidado bebiendo veneno como protesta por que él la abofeteara. En realidad, Nadia Anjuman fue llevada al hospital con una herida en el cráneo que había sido causada, al menos, cuatro horas antes. Tanto su marido como sus familiares impidieron que se le hiciera una autopsia y no pudieron establecerse las verdaderas causas de su fallecimiento.

Las compañeras y amigas de Nadia Anjuman contaron que su marido y sus parientes consideraban una ofensa y una humillación a la familia que una mujer escribiese literatura.

Uno de sus poemas, ‘No deseo abrir la boca’, fue publicado en 2007 en el número 6 de la revista Transversales:

No deseo abrir la boca.
¿A qué podría cantar?
En mí, a quien la vida odia,
tanto da cantar que callar.
¿Acaso debo hablar de dulzura
cuando siento tanta amargura?
Ay, el festín del opresor
me ha tapado la boca.
Sin nadie al lado en la vida
¿a quién dedicar mi ternura?
Tanto da decir, reír,
morir, existir.
Yo y mi forzada soledad
con mi dolor y mi tristeza.
He nacido para nada,
mi boca debería estar sellada.
Ha llegado, corazón, la primavera,
el momento propicio del festejo.
¿Pero qué puedo hacer si un ala
tengo ahora atrapada?
Así no puedo volar.
Llevo mucho tiempo en silencio,
pero nunca olvidé la melodía
que no paro de susurrar.
Las canciones que brotan de mi corazón
me recuerdan que algún día
romperé la jaula.
Volando saldré de esta soledad
y cantaré con melancolía.
No soy un frágil álamo
sacudido por el viento.
Soy una mujer afgana
Entiéndase pues mi constante queja.

En agosto de este año, los talibanes volvían a entrar en Kabul, tras haber controlado el resto del país. Volvíamos a ver otro Gilead en la pantalla de todos los noticiarios. Volvía la oscuridad a Afganistán y volvían a quebrarse las alas de las mujeres.

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