Leonor no va a reinar
Es probable que el rey actual de España dure mucho, tiene buena salud y acceso a buenos tratamientos. Por eso, y porque la segunda ronda de la encuesta sobre la monarquía afianza la brecha generacional, es probable que Leonor, la princesa, no llegue a reinar.
“Porfiar siempre, apostar nunca”, decía mi abuelo. Así que no voy a apostar. Pero la sensación general que tengo es la de que, a menos que pase algo que soy incapaz de imaginar, el actual monarca será el último. Las tendencias que muestra la segunda entrega de la encuesta encargada por la Plataforma de Medios Independientes confirman que las querencias monárquicas son patrimonio de las generaciones que vamos a ir desapareciendo rápidamente con el deterioro de la Sanidad Pública y a poco que se desaten otro par de pandemias resultonas.
Las monarquías tienen su embrión en las “sociedades de jefatura”. Y esto se lo puedo contar a ustedes porque he vuelto al cole. He vuelto a estudiar después de muchos años y tengo un profesor de Prehistoria del Mediterráneo que ya debía de ser una eminencia cuando me gradué por última vez y que nos explica con magistral vehemencia la diferencia entre una sociedad de liderazgo y una de jefatura. Y la diferencia está en la capacidad coercitiva de quien detenta el poder. En una sociedad de liderazgo el líder dice “vamos a los billares” (este ejemplo nos ayuda a datar al profesor, y a todo su estrato, mejor que cualquier fósil-guía) y si dos o tres dicen que a los billares no, que no apetece, no se va a los billares. En una sociedad de jefatura, si el jefe dice que a los billares, a los billares desfilando todo el mundo, porque el jefe tiene una estructura coercitiva, ya sea su propia envergadura física, ya un grupo de matones sobrealimentados, que persuade al resto del grupo de que ir a los billares es en verdad una buena idea.
Esto se supone que está en el origen de las monarquías, tiranías, imperios, emiratos y satrapías que han detentado el poder desde la Edad del Bronce hasta que se inventó la República. La idea de la República es más trabajosa porque la oligarquía que siempre está detrás de todo, con o sin monarca, tiene que ir produciendo líderes que defiendan una cosa y la contraria y que den la sensación de estar gobernando para el pueblo en la medida de lo posible. Pero tiene la ventaja de que, si un ex Jefe del Estado delinque, se le puede juzgar y condenar, si procede, como en el caso de Sarkozy, en vez de que una fiscalía, que desciende por línea patrilineal directa de los matones sobrealimentados del Calcolítico, tenga que andar exonerando al ex Jefe del Estado de las investigaciones sobre delitos que ella misma ha señalado, dilapidando así el crédito social que aún conserve.
La sociedad española, sea esto lo que sea, tiene elementos de juicio suficientes a su alcance para formarse una idea del papel que han desempeñado los Borbones, particularmente Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, Alfonso XIII y Juan Carlos I, como para preguntarse si es de verdad prudente confiar la jefatura del Estado a gente así.
Hay un pavo, un tal Antonio de Orleans, duque de Montpensier, hijo de Luis Felipe I (y último) de Francia que se establece en España a mediados del XIX. A mí me cae simpático porque Benito Pérez Galdós hablaba muy bien de él, y don Benito me gusta por canario, por republicano y por buen narrador. Este duque de Montpensier financió la Gloriosa, la revolución que puso a Isabel II de patitas en el exilio con toda la ignominia de su corrupción. Luego pudo ser rey, pero le descerrajó un tiro en la frente a un Borbón en un duelo en Carabanchel y eso en 1870 todavía no quedaba bien en los CV de rey. No como en 1956, por suerte para el rey “Emírato”.
La pregunta para una persona criada en los valores de la democracia y de la igualdad ante la ley es ¿por qué si existe una mayoría de gente que preferiría poder votar al Jefe del Estado tenemos que seguir soportando bochorno tras bochorno? Pues puede que sea porque la familia que produce la jefatura de esta sociedad es la única, de todos los millones de familias que viven aquí, que aparece nombrada en la Constitución. Las constituciones de 1876 y de 1978 se parecen mucho en esto, son constituciones de restauración, son reglas del juego dictadas para jugar en el campo que conviene a la monarquía y con su pelota. Y por ahora va ganando la de 1876 en duración. No deberíamos permitir que la de 1978 la superara.
Vale, pero ¿por qué me atrevo a decir que Leonor no va a reinar? Porque ahora la gente vive más tiempo, para empezar. Su padre es de mi edad, se le ve al hombre con salud, en forma, no parece alguien que incurra en excesos de ninguna clase y podemos imaginar que tendrá acceso a la mejor medicina preventiva que exista y a los mejores tratamientos en caso de que llegara a necesitarlos. Así que yo, casi con toda seguridad, moriré antes que él. Y entretanto su hija crecerá, pasará el tiempo, se irán conociendo más y más casos de corrupción, tráfico de armas, llegará un momento en el que ya haya que juzgar al emérito por vergüenza torera, si no se ha muerto antes, y, si no aquí, en otra jurisdicción, habrá condenas. E irán surgiendo nuevas tramas, porque cuando alguien es inviolable e irresponsable acaba incurriendo en barrabasadas porque pierde la noción de lo que se puede hacer y lo que no. La infanta crecerá también, y será adulta, y se casará con alguien y será un nuevo Urdangarín, porque esta es la forma de hacer negocios por aquí. Y algún día alguien que no será “el pueblo” sino la misma oligarquía tendrá que buscar una salida al laberinto de podredumbre y se inventará un amanecer democrático que traiga una República embridada y con freno que se nos antojará la salvación y nos entusiasmará. Y quién sabe si será la propia Leonor el mascarón de proa de esta aventura republicana y la gente que viva por entonces la votará y será la primera presidenta de la III República Española, hermanando por fin a todas las corrientes y sensibilidades de esta piel de toro. O algo así. Pero la monarquía, así como está ahora, no va a servir por mucho tiempo al poder real, al que no votamos en las urnas. Se convertirá paulatinamente en un estorbo, en un capricho muy costoso de mantener en términos de coherencia y legitimidad. No apuesto, pero sí porfío.
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