‘Petite maman’ o las niñas que nos cuentan nuestras historias
La última película de la directora francesa Céline Sciamma nos regala una historia íntima protagonizada por dos niñas de ocho años con la que ganó el Premio del Público del Festival de Cine de San Sebastián.
Petite maman se llevó el premio otorgado por el público del Zinemaldia. Y yo aplaudo. Porque eso significa que mucha gente salió del cine un poco más feliz después de verla, como me pasó a mi.
Céline Sciamma es una cineasta francesa, bollera y de la generación X, y yo diría que todo eso se le nota. Puede que supieras de ella por Retrato de una mujer en llamas, que la estés conociendo ahora o que hayas visto todas sus pelis. En cualquier caso, apúntatela, amiga.
Petite maman es la película de alguien que se sentía validada -por la crítica, pero también por la taquilla- y que ha hecho la película que le ha dado la gana. Es también un ejercicio de escape a través de la intimidad aparentemente intrascendente. De hecho, en un encuentro con estudiantes de cine (en el que me colé), Sciamma contó que escribió el guion de esta película a ratos, mientras estaba rodando Retrato, para escaparse un poco de la intensidad de la peli que la hizo mainstream.
Es la historia de dos niñas idénticas de ocho años que están unidas por un lazo que al principio solo se intuye, pero que se convierte en la clave de la trama, si es que la hay. Una casa sencilla, porque es una casa amueblada con recuerdos, un bosque precioso, pero no extraordinario, dos adultos y dos niñas. Eso es todo.
De hecho, las dos niñas lo son todo en la peli. Joséphine Sanz (Nelly) y Gabrielle Sanz (Marion) hacen esa magia que solo hacen las buenas actrices o la gente que no es consciente de que está actuando, hacerte olvidar que estás en el cine. Hablan poco, en frases cortas que dicen lo necesario. Como las niñas. Pero hablan del amor, de la muerte, de lo que es un hogar, y de ese lazo que es el que más cuidados, más desamor, más drama y más enganche nos provoca en la vida: la relación de las madres con sus hijas y de las hijas con nuestras madres. Y construyen una cabaña con ramas, como hemos hecho -o soñado hacer- todas.
Sciamma rompe el abismo generacional y hace el flashback que todas las madres y casi todas las hijas quisiéramos hacer: ser niñas con nuestra madre también niña. Pero sin aspavientos, que es como hacen las cosas las niñas.
Dice Céline Sciamma que era muy importante que ellas sintieran que estaban haciendo cine, no que eran “niñas” haciendo una peli de mayores. Por eso, ella les dijo que se imaginaran que estaban en una peli de espías. Y las niñas hacen cine como el que la directora quería: una película intensa, preciosa, íntima, compleja y sencilla. Un peliculón, vamos.
Sciamma la escribe, la dirige y diseña el vestuario (todas nos recordamos de niñas con un peto de pana, aunque el recuerdo no sea cierto) y por eso es una peli tan personal, que parece que la hubiera hecho una amiga tuya (aunque esa amistad no sea cierta).
También se nota que la directora ha trabajado en todas sus películas con el mismo equipo con el que estudió en la escuela de cine La Fémis. Hay una intimidad en esta película que te salpica. A veces te da la sensación de que estás mirando escenas que no deberías.
La música es muy especial también, como todo en esta peli. Sciamma repite con Jean-Baptiste de Laubier, que musicó Retrato de una mujer en llamas y Girlhood (pero también la inquietante Spring breakers, de Harmony Korine). Casi imperceptible a lo largo de la película (eso en una banda sonora no es necesariamente malo), de repente, en una escena metaextraña en una peli extraña, invade la sala un temazo tecno que lo ocupa todo durante unos minutos (como Diamonds, de Rihanna, en Girlhood) y que, en vez de sacarte de la peli, te mete más en la historia, por mucho que no entiendas (al menos yo no lo entendí) qué coño es esa pirámide en medio del río.
Visualmente, esta señora que es una esteta -que ya me gustaría a mí ver su casa o su sitio favorito-: coge esa cosa tan preciosa -pero también tan cliché y tan rodada- como es un bosque y te lo planta en la pantalla como un sitio donde la cámara se para, pero el tiempo pinta las hojas, la luz, la lluvia, los árboles, las sombras, y lo convierte en un sitio en el que nunca has estado y al que quieres ir.
Esas dos niñas que son la madre y la hija de la otra te secan el pelo, te hacen cereales con chocolate y te recuerdan todas las cosas que le dirías a tu madre si no lo fuera, o si pudieras haberla querido cuando era niña, como ella a ti.
No tengo ni idea de si Cèline Sciamma es consciente de lo feminista que es (ella y su cine), pero no me cabe duda de que es una elección consciente contar historias aparentemente pequeñitas, en las que sale poca gente, donde no se habla demasiado, donde las emociones son más relevantes que las acciones, donde las mujeres se enredan con lazos que no necesitan hombres para anudarse, donde mirar, andar, la naturaleza, la luz, la lluvia cuentan. Por eso ha hecho esta película con niñas. Porque las niñas que fuimos sabían qué era lo importante.
Por eso nos ha gustado tanto esta película (ojalá el Zinemaldia me contara cuántas mujeres y cuántos hombres del público han votado Petite maman, pero me lo imagino). Porque el mundo de las niñas es el mundo como lo recordamos antes de que nos violara de todas formas el patriarcado.
Ved Petite maman, sois un poco vosotras.
Un poquito más de cine: