Producir para tener permiso de vivir

Producir para tener permiso de vivir

La autora reflexiona sobre las condiciones coloniales para acceder a la ciudadanía.

13/10/2021

Ilustración de Raisa Álava.

Hace un par de meses me encontré con una entrevista a Yuderkys Espinosa en la que “balbuceaba” (para ella balbucear es un método de pensamiento en el que las ideas se van construyendo conforme se enuncian) sobre la pertinencia de desarrollar una crítica antirracista al feminismo hegemónico “para pensar los mundos extraeuropeos y, sobre todo, aquellos que no han terminado de adscribirse a la modernidad”. Al final de la entrevista, la pensadora de Santo Domingo habló de lo que supuso el dimorfismo sexual en los procesos de colonización.

En este pequeño texto, partiré de mi experiencia migratoria para intentar trazar una línea directa entre el pasado y el presente colonial. Siglos después del colonialismo histórico, nuestros cuerpos racializados siguen ocupando un estatus inferior en las sociedades europeas. Si bien ya no se nos considera abiertamente “no-humanos”, nuestra humanidad sigue sesgada por narrativas que nos generalizan y clasifican, así como por legislaciones que nos oprimen al concebirnos todavía como cuerpos que, ante todo, deben producir.

Colonialidad del género

Existe una idea muy extendida sobre los cuerpos que fueron esclavizados. Al pensar en las mujeres esclavizadas durante el periodo colonial, solemos imaginarnos a una mujer negra o indígena con los pechos descubiertos encargándose de las tareas de cuidado y reproducción de las familias colonas, como cocinar, amamantar y “satisfacer” las “necesidades” sexuales de los amos. Esta representación de la esclavitud, alimentada por una gran cantidad de libros, series y películas, ha sido desmentida por investigadoras y pensadoras decoloniales como Angela Davis, Oyéronke Oyewúmi, Breny Mendoza o María Lugones. Hoy sabemos que, en realidad, a las personas esclavizadas no se les otorgaba distinción de género. La mirada colonial aplicó el dimorfismo sexual a todos los cuerpos racializados, pues nos los consideraban humanos del todo. Frente a los ojos del colonizador, no había hombres ni mujeres, solo hembras y machos con la capacidad de reproducirse y generar, así, más fuerza de trabajo para aumentar la producción.

El estatus de ser humano fue reservado para los seres civilizados, es decir, la población europea. Consideradas animales, las hembras no blancas eran apenas un símil de mujer. Eran vistas como bestias que, al contrario de las mujeres, no eran más débiles que el macho, por lo que la carga de trabajo era la misma para todos los cuerpos esclavizados. De esa condición no humana provienen todas las grotescas representaciones hipersexualizadas y animalizadas de los cuerpos indígenas y negros.

Para María Lugones, el dimorfismo sexual y la organización patriarcal y heterosexual de las relaciones sociales son los rasgos “históricamente específicos de la organización de género en el sistema moderno colonial de género”. Es decir que estos rasgos se han colado hasta nuestros días y siguen permeando todos los aspectos de la vida de las personas racializadas.

Colonialidad del poder

El concepto “colonialidad del poder” se refiere a un patrón de dominación global que clasifica a la población del planeta en términos de “raza”. Este patrón depende y se complementa tanto del sistema de producción capitalista, como de la necesidad de las sociedades colonizadoras (europeas) de perpetuar su dominación.

En términos materiales, la colonialidad del poder se hace patente tanto en las legislaciones europeas encargadas de “regular” el tránsito migratorio, como en las narrativas alrededor de a las personas migrantes racializadas, que imperan en los medios de comunicación. La criminalización de la migración y de los migrantes sin papeles afianza la clasificación de la población mundial, dividiéndola entre quiénes son sujetos de derecho y quiénes no.

Si bien hoy en día el racismo ya no está fundamentado en el dimorfismo sexual, sí hay una serie de factores que se encargan de marcar una diferencia entre la población europea y la población de los estados del sur global. Las herramientas y los discursos que lo hacen posible, en realidad, no son muy distintos a los que surgieron en el siglo XV, sencillamente se han adaptado a las necesidades y la evolución del sistema neoliberal. Algunos de ellos son: la hipersexualización de los cuerpos racializados, la esclavitud y el sometimiento de las poblaciones colonizadas y la criminalización sistemática de la migración. Vayamos despacio.

Hoy siguen vigentes los estereotipos que le atribuyen a la “naturaleza” cierto carácter o comportamiento sexual menos civilizado y recatado que lo que se toma por comportamiento “europeo”. Prueba de ello son las estadísticas que afirman que el 90 por ciento de la prostitución es ejercida por mujeres migrantes. Una de las entidades que presentó esta cifra fue la Guardia Civil a través de un informe de sus operaciones durante el año 2014, a pesar de que tal aseveración sea difícil de sostener debido a la dificultad de calcular el número de migrantes irregulares que habitamos en el territorio.

Por otro lado, ante la inabarcable necesidad de producir al menor costo posible, el sistema no solo ha desterritorializado la mano de obra, sino que también precariza y explota a aquellas personas que no pueden acceder a otros trabajos. La esclavitud ha cambiado de forma y nombre, pero sigue existiendo. Ha sido bien documentada la explotación de las trabajadoras y trabajadores que, al cruzar la frontera, son sometidas a jornadas de más de 14 horas al día, en condiciones inhumanas, sin tiempo para comer, beber ni descansar.

Finalmente, la criminalización sistemática de la migración toma su forma más contundente en el Estado español con la creación de los Centros de Internamiento para Extranjeros (CIEs), el gran paradigma de violación de los derechos humanos de las personas migrantes, quienes carecen de protección y de garantías procesales.

La sexualización, la explotación y la criminalización son solo algunos factores que ayudan a dilucidar cómo el sistema colonial de poder se sigue manteniendo en esencia, operando con los mismos principios. Y, a grandes rasgos, el resultado es el mismo: crear una distinción. Las personas migrantes racializadas en Europa viven en una condición que quizá ya no es sub-humana, pero sí sub-ciudadana.

Dimorfismo ciudadano

El dimorfismo ciudadano es una categoría que ayuda a explicar y exponer las estructuras que sostienen que gran parte de las personas migrantes provenientes del sur global no tengamos acceso pleno a determinados derechos y servicios básicos o, por lo menos, no en la igualdad de condiciones que la población oriunda.

La aplicación de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, deja claro que una persona migrante es, sobre todo y ante los ojos del Estado, fuerza de trabajo.

Una persona que entra al Estado español sin ningún tipo de visado previo (que suele tener requerimientos económicos o un contrato laboral) debe vivir tres años en estado administrativo irregular para poder acceder a los trámites de un permiso de residencia. Es decir, que es necesario vivir ese periodo de tiempo sin derecho a trabajar y con acceso limitado a servicios de sanidad, lo que necesariamente implica que las migrantes sin papeles recurran a la economía sumergida para poder sustentarse. Esta situación de vulneración económica genera condiciones que distinguen a las trabajadoras migrantes del resto de las trabajadoras autóctonas: la subordinación y dependencia hacia los empleadores, el tipo de trabajos a los que se tiene acceso, que suelen ser precarios o hasta peligrosos.

Si bien las personas en situación irregular administrativa están relegadas del estatus de ciudadana, aquellas migrantes que logran regularizar su situación solo pueden hacerlo a través de trámites que exigen contar con los medios económicos suficientes, con un contrato de trabajo de más de un año de duración o con un proyecto empresarial, que necesita cierto capital de inversión (excepto en el caso de ser víctima de violencia de género o ser solicitante de asilo, casos en los que el trámite de regularización tiene otro tipo de requisitos, como documentación que lo acredite).

En un primer momento, este tipo de exigencias parecieran estar enfocadas en la aptitud para producir, lo que da la impresión de que la ley de extranjería tiene un enfoque capacitista. No hay ninguna especificación refiriéndose a las personas con diversidad funcional que deseen migrar, excepto en los trámites de arraigo o reagrupación familiar, en los que se tiene que demostrar o que cuentan con el capital necesario para subsistir o que dependen económicamente de residentes del Estado. En esos casos, estas residentes también deben probar que cuentan con los medios necesarios para la manutención de las personas con diversidad funcional.

La ciudadanía de las personas migrantes está atravesada por la serie de trámites y exigencias que cada determinado tiempo deben presentar ante las oficinas de extranjería. Trámites y exigencias que consisten en demostrar estar trabajando o tener el dinero suficiente para poder seguir viviendo en el territorio.

Uno de los ejemplos más controvertidos de esto es el de las menores de edad que migran sin la compañía de ningún familiar. En un principio, en cuanto entran al territorio, estas menores acceden al sistema de tutela al igual que cualquier niña, niño o adolescente español. Con todo, al alcanzar la mayoría de edad, las migrantes deben conseguir un contrato de trabajo de más de un año con un determinado número de horas para no perder su residencia y todos los derechos que tenían hasta entonces. Este tipo de requerimientos merman sus posibilidades de acceder a la educación superior y profesionalizarse, perpetuando el riesgo de exclusión social y la precariedad laboral.

Por otro lado, independientemente de la situación administrativa, no siempre está garantizado un acceso igualitario a ciertas ayudas o prestaciones económicas. Requisitos como tener “residencia legal y efectiva en España de forma continuada durante al año inmediatamente anterior” para poder solicitar el Ingreso Mínimo Vital limita y posterga el acceso de las ciudadanas migrantes que están en situación irregular, acaban de regularizarse o se encuentran en un estado de irregularidad sobrevenida.

Vivir entre el constante estrés de encontrar, mantener el empleo o contar con los ingresos mínimos para poder renovar el permiso de residencia tiene más implicaciones que las económicas. ¿Cuántas personas pueden construir un plan de vida que satisfaga sus aspiraciones personales ante la perpetua presión de un Estado que amenaza: “Produce o pierde tus derechos”? Así, “trabajar para residir” podría reducir la máxima expresión de la desigualdad en la experiencia de ciudadanía -el dimorfismo ciudadano- entre las personas oriundas y las migrantes racializadas. El estado de igualdad toma años: hasta que las migrantes podamos cumplir con los requisitos necesarios para tramitar una residencia permanente o la nacionalidad española. Es decir, cuando ya no sea necesario demostrar, antes de cualquier cosa, que eres fuerza de trabajo productiva.


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