¿A quién calma Maixabel?
La última película de Icíar Bollaín reduce el conflicto político al dolor de una sociedad que parece ajena a las razones por las que ETA tomó las armas y tardó tanto en dejarlas. Parece que las luchas de las mujeres siempre tienen que estar atravesadas por el amor.
Hoy se cumplen 10 años del cese definitivo de la lucha armada de ETA. Una década sin el ruido de las bombas; una década de declaraciones y detenciones atravesadas por la venganza. Una década exigiendo un perdón que, cuando llega, parece que no sirve para nada. No sé cuántas décadas más necesitaremos para afianzar nuestros pasos en el camino de la justicia, la memoria y la reparación de todas las partes de un conflicto que nos hizo sufrir mucho. Hemos cambiado mucho, pero no lo suficiente. Iciar Bollaín ha elegido un buen momento para presentar Maixabel.
La película es emocionante. Bollaín ha elegido una historia que tiene todos los elementos para triunfar. Una mujer que perdona, que pelea, que se enfrenta, incluso, a su propia hija en alguna ocasión en una búsqueda casi obsesiva del reconocimiento del dolor que le han causado. Ella podría haber sido muchas cosas —como reconoce en la película—, pero el atentado que sufrió su marido la condenó (sic) al papel de víctima. Ahí creo que hay una clave importante que se recoge en la película y se siente por aquí: el conflicto nos da un papel. Las madres o las novias de los gudaris [guerreros], las criaturas que tienen que recorrer kilómetros y kilómetros para visitar a algún familiar, las viudas, las amigas, los hijos de las víctimas de ETA… todas y todos encuentran un lugar ahí, un lugar de reconocimiento, un entorno, una pelea, una razón de ser. Maixabel Lasa, que tenía ideales políticos y, por eso, militó en el Partido Comunista, acaba relegada al papel de viuda y, probablemente ahí, encuentre parte del reconocimiento que le arrebató la banda al asesinar a su compañero. Es un lugar de dolor, sí, pero también de distinción. Ella, que presume también de haber logrado que en la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo del Gobierno Vasco se incorporase una definición más amplia de lo que significa ser una víctima, acaba pareciendo que hace política solo por amor y no por convicción. Quiero entender que si apostó por reconocer a las víctimas del GAL como víctimas del conflicto no lo haría por amor ni por caridad sino por justicia e ideales. No sé. Parece que las luchas de las mujeres siempre tienen que estar atravesadas por el amor.
Lucha y política hay poca en la película. Ni siquiera se indaga en los planteamientos políticos de Juan María Jáuregui y, más allá de la bandera del PSOE en su funeral, apenas hay referencias a sus ideales. Por otro lado, ETA aparece representada como una secta. No se explica cómo ni por qué —ni siquiera de soslayo— tantas personas militaron durante tantos años en la organización. Esa falta de contexto provoca que no se pueda entender qué ha pasado en nuestra tierra en las últimas décadas, pero, además, descarga de responsabilidad a los militantes que decidieron tomar las armas. Parecen —oh, pobrecitos—, chavales indefensos que no sabían lo que hacían. La cúpula se representa como un ente abstracto, desconocido, que daba órdenes que otros ejecutaban sin rechistar. La jerarquía de ETA es de sobra conocida, pero que cada cual responda también por sus decisiones. El contexto que falta en la película ayudaría a entender que sí, que quizá muchas personas entraron a la banda sin saber cómo ni para qué, pero la mayoría sabían de sobra dónde estaban, por qué y para qué. Maixabel reduce el conflicto político al dolor de una sociedad que parece ajena a las razones por las que ETA tomó las armas y tardó tanto en dejarlas.
Si alguien da por válido el relato de Maixabel sobre el papel de la sociedad vasca en el conflicto parecería que ETA apenas tuvo aceptación pública. Hay un tímido intento, casualmente a través de los personajes que representan a las amigas de la hija de Maixabel, de contar que ETA tuvo una aceptación importante en esta tierra, pero apenas profundiza en esa idea. Todo lo contrario. En un momento, ante la llegada a su domicilio de un militante de la banda, varias mujeres aparecen asomadas a los balcones mirando serias al personaje que interpreta Luis Tosar. No parecen muy de acuerdo con su lucha, se siente cierta condena en sus miradas. Muchas personas no estaban de acuerdo, claro, pero en los balcones, sobre todo en los balcones de algunas zonas en particular de esta tierra, lo habitual era encontrar a gente aplaudiendo la salida de prisión de los gudaris. Las malas caras y las condenas públicas tardaron mucho en llegar. Que la familia del personaje que interpreta Tosar tampoco supiera nada de su militancia y, es más, que lo condenara, tampoco parece casual. ¿Se empatizaría de la misma manera con el personaje si tuviera el apoyo de su gente?
Me quedo con la sensación de que Bollaín no se ha atrevido. Quizá todavía es pronto. La película es bonita y es importante, pero necesitamos que se hagan muchísimas más. Necesitamos contar historias que no conocemos y a Maixabel Lasa, precisamente, se la conoce y reconoce mucho. Cualquier excusa es buena para que hablemos de lo que ha pasado, de la manera en la que nos ha atravesado la vida un conflicto al que Bollaín ha reducido —quizá sin pretenderlo— al dolor personal de una mujer valiente. Espero que Maixabel calme, un poquito más, la herida a Maixabel pero quedan muchas todavía para las que ni siquiera ofrecen una simple tirita.
Entiendo que haya gustado tanto. Yo misma no pude parar de llorar durante la hora y media que dura la película de Iciar Bollaín. Me enganché, desde los primeros segundos, a la emoción que desprende la historia. Tenemos mucho que hablar todavía, mucho que contarnos y, probablemente, algunas cosas que echarnos en cara. El proceso de construcción de la paz que estamos viviendo en Euskal Herria es tan complejo como lo ha sido el conflicto. Hacemos el esfuerzo, sí, pero siguen brotando algunos reproches y siguen envolviéndonos algunos silencios.
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