Quien esté libre de culpa
En su esperada tercera novela, Gema Nieto sitúa la acción en un futuro próximo para hablarnos de una discriminación conocida que adopta nuevos disfraces, de la explotación de seres inocentes, del acoso escolar, de la manipulación mediática. Publicamos un fragmento.
Desde el día de la visita a SymGest, Víctor empezó a darle vueltas a una idea en su interior con el mismo cuidado con que alguien protege una débil luz contra corrientes de aire en el hueco de sus manos. Entonces tenía doce años y no podía medir el alcance de acciones o de pensamientos, pero la idea ya estaba allí, haciéndose cada vez más grande y difícil de esquivar. Al ver las enormes cápsulas, aquellos recintos cerrados donde las gorilas aullaban y se mecían, se le revolvió el estómago con un pinchazo de culpa. Mientras todas las versiones a su alrededor ensalzaban aquel avance como un logro humano excepcional, considerado inalcanzable durante mucho tiempo, Víctor custodiaba su diminuta llama de remordimiento, en un principio informe pero cada vez más voraz. Era peligroso alimentarla —¿cómo podía desaprobar su propia vida?—, y era también egoísta —pensaba en sus padres— y absurdo —si todo el mundo se hubiera opuesto, él ni siquiera habría nacido—: cada contradicción se sumaba a la anterior formando una pila que hubiera de mantener en equilibrio sobre su cabeza; pero como una especie de colofón en lo alto aparecía una tambaleante corona luminosa y ya no le era posible apartar la mirada de ella. Con qué derecho, decían las letras que la formaban.
«¿A las gorilas les gusta estar aquí?», había preguntado uno de sus compañeros de clase, y en ese momento, ante las razones afirmativas enumeradas por el científico, le pareció una cuestión sorprendente, pero ahora se había dado la vuelta en su percepción para cobrar todo el sentido. Fue como soplar despacio sobre unas brasas. Ya no las imaginaba calmadas en su retiro, disfrutando de las distintas especies de árboles plantados para ellas bajo una temperatura siempre idónea, sino como había visto de refilón a una sola plantada frente al cristal observándolos. Exiliada. Doliéndose, quizá. Sollozante. Por mucho que hubiera tratado de evitarlo, la pregunta seguía allí, mirándole directamente, avivándose al igual que la lástima. ¿Con qué derecho las personas se servían de las gorilas? ¿Por qué creían que podían utilizarlas así, quién les había dado permiso? La obtención de esa licencia le obsesionaba. Se figuraba una larga cadena de acuerdos y apretones de manos, una felicitación eterna que tenía su origen en el mismo principio de los tiempos, el ser humano aplaudiéndose a sí mismo, uno tras otro formando una ristra a lo largo de los siglos pero todos con el mismo aspecto, con sus batas blancas y su superioridad indiscutible, alabando sus propios triunfos y otorgándose autorización para ponerlos en práctica porque el mundo entero era suyo y nadie más le enfrentaba, nadie podía censurarle, quién tenía un poder ni siquiera cercano al suyo, concedido por sí mismo a sí mismo, el rey absoluto entre todas las especies. Le bastaba extender los dedos y tomar cuanto deseara, ¿no había sido aquel jardín diseñado para él, no se lo había entregado el mismo dios de la creación? Es más, ¿no eran los primates nuestros verdaderos antepasados, las madres de nuestra primerísima infancia sobre la Tierra? ¿No estábamos, sencillamente, volviendo a nuestro origen, recuperando lo que ya era nuestro, lo que ya éramos y habíamos sido? Pero si finalmente se extinguían las gorilas, Víctor sospechaba que la ciencia también encontraría la unánime conformidad del ser humano para hacer prevalecer su interés y desarrollar la gestación en otro animal. ¿Quiénes vendrían después: las cerdas, las osas, las elefantas? ¡Todas las criaturas del planeta puestas en fila, dispuestas a recibir el inmenso honor de gestar al rey de la creación en sus entrañas! ¿No nos habían servido ya antes para el disfrute, para la tortura, para la muerte? Ahora era la vida, ¡la perpetuación!, a lo que se entregaban. Muchos niños como él habían nacido así, habían tenido la oportunidad de vivir a través de ese proyecto. Víctor no alcanzaba a imaginar quién, y con qué argumentos, podría estar en desacuerdo con semejante plan. Ciertamente alguien, o algo, nos había concedido el derecho —en caso contrario, ¿cómo habría sido posible levantar tantos imperios, los pasillos de cristal y las cúpulas que reproducían el cielo, las gigantescas instalaciones de SymGest?— y lo estábamos utilizando para hacer el bien; de modo que mantenía su llama dentro como un secreto, sin atreverse a contradecir nada ni a responder a nadie, igual que tampoco reaccionaba ante los ataques de Beatriz en el colegio o en la calle (…).
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