Recuerdos y cicatrices del libro de(l pater) familia(s)

Recuerdos y cicatrices del libro de(l pater) familia(s)

La arbitrariedad legal ha marcado el estatus jurídico y vital durante décadas de niños y niñas nacidos fuera de la institución matrimonial.

Imagen: Vane Julián
06/10/2021

“El libro de familia desaparece y será sustituido por un registro informático individual”. Fue leer la noticia, visualizar ipso facto el dichoso librito y su portada azul grisácea y recordar lo mucho que peleó mi madre para conseguir el nuestro.

Así nació un relato genealógico y biográfico que ilustra cómo este documento fue un arma de exclusión masiva de familias, vidas y cuerpos diferentes. Por ejemplo, de quienes nacimos al final de la dictadura, fruto de una unión no matrimonial, en un tiempo en que el divorcio estaba prohibido, el delito de adulterio femenino se usaba para amenazar a las mujeres y coartar sus libertades y derechos y se diferenciaba legalmente a las criaturas según el vínculo entre sus madres y padres. Para el derecho civil franquista, éramos hijas “naturales” y, en vez de libro de familia, teníamos uno de filiación donde constaban los nombres de pila del padre y la madre y los apellidos de uno de los dos. Aunque en 1981 se legalizó el divorcio y se equipararon nuestros derechos con los de quienes nacieron bajo el matrimonio, la arbitrariedad legal marcó nuestro estatus jurídico y vital durante décadas.

Libro de filiación, estigmatización de criaturas y riesgo para las madres

Como explica Marisa Fernández, de Dones Juristes, en la dictadura y la transición “había situaciones en que un casado tenía relaciones con otra mujer, y solo constaba un progenitor, para no ofender al hombre y tapar que eran hijos fuera del matrimonio”. Entonces, añade que habitualmente, por la falta de equiparación, se ponía el apellido del padre; mientras que en otros casos, muchas mujeres separadas no ponían a las criaturas sus apellidos por el peligro de ser acusadas de adúlteras.

Mi madre me tuvo en 1977, separada del padre de mi hermana, y no se casó con mi padre. Tras su divorcio, no logramos tener un libro de familia en el que constara su apellido hasta 1990. Con el apoyo de una abogada feminista, mi madre lidió con situaciones kafkianas como cuando el registro civil de Madrid le aseguró que en mi partida de nacimiento constaba que ella había parido un varón (sic).

Fuimos muchas las que atravesamos “la tenebrosa vía de los juzgados”, como decía Miguel Hernández, para ser reconocidas. Aunque en 1981, explica Fernández, “ya podías tener una hija con Fulano y constaba él y tú, estuvieras casada, separada o divorciada”, la praxis legal discriminatoria se alargó “hasta los 90, que se modificó el Código Civil por temas de igualdad”.

Èlia Martínez-Cava se separó en 1977 y tuvo a Eloi en 1980: “Fuimos al registro y me dijeron que no podían hacernos el libro de familia y tenían que ponerle solo los apellidos de su padre, Emili. Dijimos que no y Eloi estuvo un año sin documentación. Usamos algunos trucos para que pudiera ir al médico y nos hablaron de un juez en Barcelona al que si le hacías llegar papeles, facturas… en que constara como Eloi Salas Martínez-Cava y podría acreditarlo como tal. Así lo hicimos. Al ir al registro con los papeles nos exigieron presentar dos testigos que acreditaran que Emili era su padre, y llamamos a unos amigos. Nos hicieron un libro de filiación donde aparecían los datos de Emili y los míos, en mi caso acompañados de dos rayas rojas que decían ‘a efectos de notificación’. Pero Eloi ya existía”, cuenta sonriendo.

La historia no acabó ahí. En 1986, “dos días después de parir a Guillem, fuimos al registro y la funcionaria me dijo que constaba como casada. Le expliqué que mi exmarido había muerto hacía unos meses. ‘Usted me está diciendo que el padre es Emili, pero podría ser su exmarido’”. Èlia no daba crédito. “‘Sí, claro, o el vecino de abajo, si le parece’. Volvimos a necesitar dos testigos que acreditaran que Emili era el padre. Y ya nos dieron un libro de familia en el que aparecíamos los cuatro, con otra hoja por si nos lo repensábamos y nos casábamos”.

Como explica Fernández, el hecho de que el libro de filiación no incluyera los apellidos de las madres de hijos e hijas naturales las situaba en una clara desventaja en caso de que el padre quisiera impedir la relación materno-filial, ya que “si había un litigio por la custodia, tú no eras nadie y podías perderla”.

El pater familias, por encima de todo

También estaban en riesgo las casadas. Rosalía Molina se separó de un maltratador en 1980, un año antes de la promulgación de la ley de divorcio. “Me demandó por adulterio”, explica, “y viví un viacrucis para conseguir la separación, pagué muchísimo a un abogado facha. Él se llevó mi libro de familia y mis hijos estaban indocumentados, lo necesitaba para cualquier cosa. Fui a los juzgados a pedir una copia y me decían ‘si no tiene el permiso de su marido, no se lo damos’. Me inventé que estaba fuera del país, no me lo dieron. Al final no pude hacer otra cosa que decirle a la madre del maltratador que si quería ver a sus nietos me consiguiera el libro de familia. El permiso del marido estaba por encima de todo, en los 80, hablamos de hace cuatro días. Es muy importante que las jóvenes sepan lo que hemos vivido”.

Hoy en día, la primacía del pater familias en la estructura familiar dificulta el cobro de subsidios o pensiones. Áurea quiso recibir apoyo como madre monomarental porque el padre de su hijo, nacido en el año 95, “era ausente, y en el Registro Civil me exigían demostrar que nos habíamos separado, tener registro de pareja de hecho o de divorcio, cosa que no tenía. Les dije que en el año 2000 había tenido un juicio por violencia de género y tenía orden de alejamiento. Por encima de mi palabra, lo que pesaba era que en el libro de familia estaba el nombre del varón, y tuve que llevar la sentencia. Solicité una copia, no estaba digitalizada, y cuando lo conseguí mi hijo ya casi era mayor de edad y apenas pudimos usar el descuento de transporte unos meses”.

Años después, cuando el padre de Áurea murió y su madre quiso tramitar la pensión de viudedad, “no tener un libro de familia nos lo impidió durante un mes y medio. Se habían casado en Gran Bretaña en 1964, aquí no querían hacer la copia y estuve en bucle del Registro Civil de Barcelona al del pueblo donde vivían. Me dijeron que fuéramos a Londres a por una copia; después, a Madrid a solucionarlo y, al fin, una funcionaria del pueblo nos dijo que denunciáramos la pérdida en los Mossos y en el registro nos darían una copia”.

La discriminación legal por nacer o criar fuera del matrimonio ha pervivido en casos en los que interacciona con otras exclusiones, como la de ciudadanía. Bien lo sabe Juliana, argentina y madre de Luis, que nació en Miami en 2003, donde no hay libro de familia, solo una partida de nacimiento. “Cuando llegamos acá y nos casamos, no dejaban que constara en el libro de familia porque había nacido antes del matrimonio. Había que hacer una demanda al juez para que hiciera constar en el Registro Civil que era hijo nuestro, y dije, váyanse a la mierda. Cada vez que le inscribíamos en el cole, viajes, médicos… teníamos que firmar los dos. Para conseguir la tarjeta sanitaria tuve que armar un escándalo. Por suerte, ya es mayor de edad, etapa superada”, explica.

Filiación matrilineal, madres solas, lesbianas y trans: rompiendo esquemas en el derecho civil

La preeminencia de la figura paterna obliga a que el padre autorice acciones de reconocimiento a la genealogía femenina, como poner el apellido materno en primer lugar a criaturas de parejas heterosexuales. Al nacer Elna, Nena y su compañero decidieron ponerle primero el apellido de ella. “Para inscribirla en el registro y en el libro de familia el apellido del padre sale automáticamente en primer lugar. Para cambiarlo, tienes que hacer un documento firmado por el padre y la madre, me pareció un trato discriminatorio”, narra.

Hasta hace muy poco, explica la integrante de Dones Juristes, “las madres solas estaban obligadas a poner un nombre paterno y se lo inventaban”. Así lo hizo Dolo Pulido cuando fue a inscribir a su hijo Manuel en el año 2000 y le obligaron “a poner el nombre del padre porque tenía que llenarse el apartado. No me dejaban hacer el libro de familia si no era así”.

 

En las parejas de lesbianas, en las que una es madre gestante y la otra no, la legislación española estipula que la no gestante adopte a la criatura para constar como madre. En 2010, este procedimiento dejó de ser obligatorio en Catalunya, gracias a la campaña que iniciaron Marta Estella y Montse Rifà con el apoyo del Grup de Lesbianes Feministes de Barcelona (GLFB). Su hija Jana nació en 2005, cuando se aprobó la equiparación civil del matrimonio homosexual. Entonces, cuenta Estella, si dos personas del mismo sexo tenían una criatura, tenían que estar casadas, y una era el padre o la madre principal y la otra adoptaba. “Antes del parto, fuimos al Registro Civil de Barcelona y nos entrevistamos con el juez para avisarle de que ambas nos inscribiríamos como madres. Al nacer Jana, nos dijeron que solo podía haber una madre y, en todo caso, un padre. Pedimos que se nos comunicara por escrito, hicimos un recurso y nos lo denegaron. Podíamos ir a una instancia superior, pero nos pareció demasiado arriesgado tener una niña sin registrar y optamos por hacer lo que podíamos legalmente. Montse fue inscrita como madre reconocida y yo como madre de adopción”, rememora. Mientras, Jana estuvo indocumentada durante cuatro meses: “No la podíamos inscribir en el Centro de Atención Primaria porque el ordenador no nos dejaba y constó como transeúnte, una categoría que permite que las personas sin papeles puedan recibir atención, gracias a que una administrativa nos facilitó hacerlo”.

La campaña del GLFB, suscrita por el Front d’Alliberament Gai de Catalunya y el Col·lectiu Gai de Barcelona, logró el apoyo de los grupos parlamentarios del Govern del Tripartit y en 2010 el Parlament aprobó la modificación del derecho civil catalán referente a familias y filiación para que dos mujeres pudieran inscribir conjuntamente a una criatura sin estar casadas y sin que una tuviera que adoptar. Desde que en 2014, el Parlament aprobó la ley de reproducción asistida para madres solas y lesbianas, “el Código Civil catalán fija que las criaturas nacidas son hijas de la pareja que consienta dicho procedimiento en el centro sanitario o en un documento público”, subraya Marisa Fernández.

En el resto del Estado, para que la madre no gestante conste en la filiación no es obligatorio que las lesbianas se casen, pero sí la adopción por parte de la madre no gestante, lo que ha causado problemas en casos de separación entre madres de bebés. Fernández explica que cuando la pareja de la madre no ha adoptado y la gestante, que tiene la potestad y la custodia, le niega las visitas, se deben permitir, siguiendo una sentencia del Tribunal Supremo de 2014.

Otro eje de exclusión y lucha ha sido el de las identidades trans. Marisa Fernández ha llevado más de 60 casos desde 1985: “Se hacía un procedimiento contra el Estado para que se reconociera el cambio de sexo, decíamos que se había perdido el libro de familia, y para hacerlo pedías el certificado de su nacimiento y el matrimonio de los padres, aunque estos no te lo quisieran dar”.

Verónika Arauzo nació en 1974 y estuvo desde los 14 años indocumentada porque, hasta los 18, su padre, que tenía su custodia y no aceptaba su identidad de género, se negó a darle el libro de familia y la autorización para hacerse el primer DNI y usó la patria potestad para negarle derechos. Al reencontrarse con su madre, con quien se le había negado el vínculo, se hizo el DNI con nombre masculino. En 2018, la entidad Transit acreditó que llevaba 29 años hormonándose y obtuvo su primer DNI como Verónika.

Recuperar estas y otras historias de lucha, revuelta y desobediencia feminista familiar e íntima es parte de la labor de memoria histórica, justicia y reparación que nos debemos como sociedad.

 

Este contenido ha sido publicado antes en la edición en papel de www.elsaltodiario.com en el marco de un acuerdo de colaboración que tenemos con ellas

 

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