Cuidados en la universidad: ¿podemos transformar la torre de marfil?
Que el rector utilice un “espero que estés bien” en un correo electrónico no implica el triunfo de la revolución feminista decolonial, ni la desaparición de todas las violencias que nos atraviesan a quienes habitamos los márgenes de la universidad, pero esta frase anécdota sirve de excusa para soñar en otro mundo académico.
“Estimados/as compañeros/as, estimados/as estudiantes, espero que estéis bien”.
Desde marzo de 2020, quienes trabajamos o estudiamos en la universidad asistimos a un hecho insólito. La formalidad de los correos electrónicos institucionales se ha visto alterada por este nuevo encabezamiento con el que, desde el estallido de la pandemia del coronavirus, suelen arrancar los mensajes que recibimos de parte de decanatos, rectorados y superiores en general. Cuatro palabras: “Espero que estés bien”. Un matiz sutil que a mucha gente le habrá pasado desapercibido pero que a nosotras nos ha llevado a preguntarnos si acaso la pandemia de la Covid-19 nos ha hecho ver las orejas al heteropatriarcado capitalista y colonial incluso en un espacio de privilegio como la universidad. Si acaso las advertencias de las ecofeministas han terminado calando y nos hemos reconocido, por fin, como los seres interdependientes y vulnerables que somos. En definitiva, si acaso habrán llegado, ante la amenaza de la muerte y la destrucción, los cuidados a la torre de marfil.
Estas preguntas nos asaltan como parte de un colectivo que lleva años sufriendo en sus carnes la ausencia de una política de cuidados en el ámbito universitario: somos dos doctorandas, mujeres y lesbianas. Una de nosotras, migrante racializada.
En 2017, un estudio belga concluía que, en comparación con otros grupos laborales con alta formación, quienes estudiaban un doctorado sufrían con mayor frecuencia síntomas de deterioro en su salud mental, estando su salud mental comprometida en el 32 por ciento de los casos. El estudio medía con qué frecuencia los y las estudiantes habían experimentado alguno de los doce rasgos considerados como signos de estrés (pérdida de autoconfianza, insomnio debido a las preocupaciones, sentirse infeliz, deprimido o bajo presión constante…): el 41 por ciento se sentía bajo presión constante, el 30 por ciento deprimido o infeliz y un 16 por ciento se sentía inútil. Y esto en Bélgica, un país cuya inversión en investigación duplica a la del Estado español. Otro estudio, publicado en Nature Biotechnology en 2018 y de ámbito internacional, concluyó que un 41 por ciento de los y las estudiantes de doctorado padecía ansiedad y un 39 por ciento sufría depresión. Por último, un estudio reciente de la Universidad Autónoma de Madrid (2020), tomando como muestra a estudiantes de doctorado en el Estado español, concluyó que el 80,3 por ciento presentaba altos niveles de prevalencia de agotamiento emocional. El 35,8 por ciento afirmaba haber tenido problemas de ansiedad o depresión.
En el caso de las mujeres, el estudio belga, por ejemplo, indicaba que quienes realizaban un doctorado tenían un 27 por ciento más de posibilidades de sufrir problemas psiquiátricos que los hombres. El estudio de Nature Biotechnology, por su parte, apuntaba que las doctorandas son más propensas a sufrir ansiedad y depresión que los doctorandos, con una diferencia de casi 10 puntos (cabe señalar, de paso, que según este estudio un 55 por ciento de las personas trans que realizan un doctorado sufre ansiedad y un 57 por ciento depresión).
Estas encuestas están, sin embargo, incompletas. No conocemos estudios que midan el impacto del racismo o la heteronorma en la salud mental de las doctorandas (aunque podemos afirmar, por experiencia propia, su potencial arrasador).
¿Qué sucede entonces en las universidades, en la academia y en los espacios que se supone son los centros de producción del conocimiento cuando lo que están produciendo son personas con problemas de salud mental graves? La respuesta, aunque sencilla, no deja de ser terriblemente comprometedora: la academia es un espacio de poder y saber colonial, su sino no es otro que el de reproducir un universo de relaciones intersubjetivas de dominación eurocentradas, oprimiendo y expulsando a todos los cuerpos y vidas que no entren dentro del marco referencial de la modernidad, blanco, burgués, heterosexual. La colonialidad se reproduce en las aulas de la universidad, en las revistas de alto impacto, en la dotación de contratos y becas oficiales y hasta en los interminables sistemas de puntaje de la ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación), o sobre todo en ellos. Todo está montado para reproducir las lógicas capitalistas de productividad y de desigualdad académica entre quienes tienen el privilegio desde antes de iniciar una carrera investigadora y quienes empiezan varios puntos en negativo, máxime si se trata de migrantes o personas racializadas.
Si partimos de que la colonialidad es un eje constitutivo del sistema de poder desde el que se produce verdad y del cual nosotras participamos, ¿cómo hacer para revertirlo, o por lo menos evidenciarlo? ¿Cómo hacer visible la violencia tanto epistémica, como corporal y material que se ha ejercido por la imposición colonial?
Siguiendo a María Lugones, pero también a otras teóricas como Sara Ahmed, que hacen trabajo de diversidad en las universidades, es decir que intentan “abrir las instituciones a quienes han sido históricamente excluidas de ellas”, queremos utilizar la interseccionalidad como herramienta para visibilizar los puntos ciegos del feminismo imperante en la universidad española, ese que universaliza al sujeto femenino (mujer cis, blanca, burguesa, heterosexual) y que se enorgullece de la “conquista de la igualdad” al interior de espacios aún fuertemente masculinizados como la academia, dejando a muchas tiradas por el camino. Poner el foco en todos los sujetos que la torre de marfil deja fuera es ya un paso para implantar la dinamita que la haga saltar por los aires. Visibilizar de qué forma el racismo, el sexismo, el capacitismo, el adultocentrismo, la cisheteronorma y otros ejes de opresión se solapan, generando múltiples niveles de discriminación (o de privilegio) sobre cada persona en base a las diversas aristas que conforman nuestras identidades.
Ante este panorama político, y volviendo al planteamiento inicial, es evidente que un “espero que estés bien” en un correo electrónico no implica el triunfo de la revolución feminista decolonial, ni la desaparición de todas las violencias que nos atraviesan a quienes habitamos los márgenes de la universidad. Aunque tenga un cierto valor simbólico, que un rector utilice estas cuatro palabras en un mensaje no significa que las mujeres, precarias, bolleras, gordas, racializadas, migrantes y sujetas coloniales hayamos conquistado la torre de marfil y estemos a punto de proceder a su demolición. La universidad sigue siendo machista, blanca, burguesa, colonial y heterosexual. Sin embargo, aunque una frase en un correo electrónico puede no ser más que una anécdota, nos sirve de excusa para soñar con, parafraseando a las zapatistas, una universidad donde quepan muchos mundos. Esa especie de muletilla prácticamente forzada por las circunstancias nos permite poner sobre la mesa asuntos a los que no se está prestando suficiente atención en este contexto multipandémico y reflexionar e interrogarnos sobre cuestiones que giran en torno a la pregunta trascendental de si acaso es siquiera posible cuidar en la universidad. ¿Cómo podemos nosotras, que estamos ahí dentro y formamos parte de la maquinaria de producción de verdad colonial, intervenir en la reproducción ad infinitum del poder hegemónico eurocéntrico? ¿Cómo hacer de la universidad un espacio seguro para todos los cuerpos y para todas las vidas? ¿Cómo poner los cuidados en el centro para paliar el sufrimiento psicológico del estudiantado? ¿Es posible transformarlo todo desde el mismo corazón de la bestia?
Las respuestas no las tenemos claras, aunque preguntarnos sea ya parte de avanzar en el camino, sin embargo, sí que desde un pensar en común, nos permitimos sugerir algunas posibles estrategias y necesidades:
- (Re)conozcamos que lo “académico” es político, es decir, que cada decisión que tomamos como investigadoras o como docentes contribuye a combatir o a reproducir desigualdades. Como investigadoras reflexionemos críticamente acerca de qué estudiamos, por qué lo estudiamos, para qué lo estudiamos y con quién lo estudiamos, pero también a quiénes citamos y cómo citamos. Si eres docente pregúntate qué temas decides enseñar en las aulas y cuáles dejas fuera, pregúntate por los referentes LGTBQ/feministas/antirracistas/etc. que le estás dando (o negando) al alumnado.
- Rompamos con la ficción elitista de que hay dos tipos de conocimiento, el teórico y el práctico y que hay sujetos cognoscentes (es decir, que teorizan) y objetos a estudiar. El trabajo de las universidades debe estar en contacto con el mundo, debe reactivar el saber-de-lo-vivo, como diría Suely Rotnik.
- Generemos espacios seguros para que todas las personas puedan participar libremente y ejercitar su derecho a tener voz.
- Responsabilicémonos de los privilegios que tenemos. Aunque atrincherarse en la torre de marfil y dedicarnos a “hablar de mi libro” parezca una oferta tentadora, en su lugar bajemos al fango y allanemos los caminos para quienes vienen detrás.
- Reconozcamos la labor de las que abrieron camino. Reivindiquemos a nuestras maestras, conectemos con esa genealogía que nos precede y que hace que no tengamos que partir de cero cada vez que nos planteamos hacer una investigación feminista en la universidad.
- Tejamos alianzas. Alianzas con otros departamentos (fomentando la interdisciplinariedad), alianzas con esas trabajadoras que ha tenido que llegar una pandemia para que nos diésemos cuenta de que eran esenciales, alianzas con el alumnado y alianzas con quienes están fuera de la academia. Sumemos la voz a las voces de activistas feministas, LGTBIQ+, antirracistas, memorialistas… para que juntas se nos escuche más y mejor.
- Pongamos los cuidados y autocuidados en el centro. Es urgente combatir este neoliberalismo que, como explica la antropóloga ecofeminista Yayo Herrero, está en guerra con la vida. Estamos obligadas a subvertir los mitos de la meritocracia y de la productividad infinita y luchar contra el individualismo salvaje que la universidad neoliberal intenta imponernos. Docentes, tutoras y directoras de trabajos académicos como TFGs (trabajos fin de grado) o tesis doctorales, aceptemos los tiempos, los ritmos y las formas de cada una de las estudiantes. Seamos compasivas a la hora de corregir, interpelemos desde el cuidado, intentando motivar en lugar de destruir la autoestima del alumnado. Asumamos nuestra responsabilidad como formadoras.
- Sobre todo, creemos vínculos, reunámonos (aunque sea virtualmente), conversemos, compartamos experiencias y socialicemos las estrategias de resistencia, porque también en la academia, juntas somos más fuertes.
Más cosinas: