‘Existiríamos el mar’, la vida en común como refugio anticapitalista
La última novela de Belén Gopegui es una crítica implacable al capitalismo y una oda a la solidaridad y al apoyo mutuo.
Hace un par de semanas, la noche anterior a su cumpleaños número 42, hablaba con mi amiga Laura. Nos dimos el lujo de beber un par de cócteles para celebrar la vida y ahí, entre trago y trago, me dijo: “La verdad es que yo con 20 años nunca pensé que a los 40 viviría con este nivel de precariedad. Es verdad que no pensaba que fuese a ganar mucho dinero, estudié Historia del Arte, pero vivir así, sin poder permitirme pagar un alquiler más que compartiendo piso, no me lo imaginé”. Esa misma noche empecé a leer Existiríamos el mar, de Belén Gopegui.
A Gopegui le tengo un cariño muy especial, a veces rayando en el groupismo, lo confieso. Deseo de ser punk es uno de mis libros favoritos y en sus ensayos y conferencias siempre encuentro reflexiones certeras sobre muchas cosas que me atraviesan en torno a la escritura como contrapolítica. Es una autora que me hace sentir menos sola, a quien le agradezco que reivindique la necesidad de un proyecto que cambie el orden social y económico capitalista. Pero, sobre todo, admiro la coherencia y la honestidad política con la que escribe, máxime en estos tiempos en los que está tan escasa en el mundo de la cultura. Su escritura, como ya dijo Ignacio Echevarría en el prólogo a Rompiendo algo, es contrapoder y en esta última novela, además, es cobijo.
“En el piso de una calle del mundo se comparten vidas, grifos, bombillas de luz fría y de luz cálida”, dice la voz narradora, una voz que nos acompaña durante toda la lectura, una voz amiga que podría estar narrando nuestra propia vida, nuestras cotidianidades, nuestros trozos rotos. En ese piso, en un barrio del centro de Madrid, viven las y los protagonistas de Existiríamos el mar y, de entrada, podría parecer el relato de un fracaso: llegar a los 40 años todavía compartiendo piso, con un trabajo precario o estando en el paro.
Es ese piso compartido y esa vida en común el vehículo de una de las reflexiones centrales que, a modo de insurgencia, lanza la novela: que es la precariedad, sin duda, la que nos “obliga” a compartir vivienda a una edad en la que se supone deberíamos poder permitirnos vivir solas, o con pareja, con o sin criaturas; y, en ese sentido, el cuestionamiento alrededor de la fragilidad de nuestras vidas, la imposibilidad de llegar a fin de mes o de pagar un alquiler porque las condiciones materiales no nos lo permiten es totalmente pertinente. Sin embargo, como también apunta Gopegui, tanto en la novela como en otros textos (en Desgracia, tragedia y clase, por ejemplo), es posible que las tragedias vitales, las roturas leves, no se conviertan en desgracias con una red que sostenga. Las desgracias están marcadas por la clase y los responsables de ello son quienes tienen poder y lo usan para destruir la sanidad pública, para flexibilizar el trabajo, para precarizar nuestras vidas. Existiríamos el mar es la historia de una red afectiva que se construye bajo la premisa de la solidaridad y el apoyo mutuo. El número 26 de la calle Martín de Vargas es un refugio y un microcosmos en el que la hoy ya olvidada frase “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades” intenta ponerse en práctica.
Jara, una de las protagonistas, desaparece de casa sin dejar rastro. Llevaba mucho tiempo en paro y difícilmente puede cubrir su parte del alquiler. Nadie le reclama ese dinero, pero ella siente cada vez más que ha perdido por completo el control de su vida y de aquí se desprende otra de las reflexiones más potentes del libro: la imposibilidad en nuestros días de acceder a un trabajo digno. Gopegui habla de malas condiciones laborales, de explotación, de flexibilización laboral; pero también pone sobre la mesa la importancia que tiene el trabajo como eje vertebrador de la vida. “La crisis, no económica sino de una determinada manera de entender la economía, seguía cobrándose víctimas, más despidos, peores condiciones, más reclamaciones no atendidas. Pero Hugo, Lena, Ramiro y Camelia contaban con algo que a ella le faltaba: un empleo, y la confianza, siquiera relativa, en que no se les iría el carácter de las manos”. Es una novela que habla de precariedad, sí, como también habla de clases, de la diferencia entre tener o no un respaldo patrimonial. Porque no es lo mismo la precariedad que la pobreza. Y por mucho que se tenga una red afectiva, el capitalismo desgasta.
Conforme avanzaba en la lectura me reconocía a mí misma y a mi compañero de piso. Recordaba aquellos meses del confinamiento en los que él, teleoperador de El Corte Inglés, recibía llamadas tan absurdas como la de aquella mujer de un barrio bien de Madrid que se quejaba porque la sección gourmet estaba cerrada y ella solo compraba solomillo ahí; mientras fuera, en nuestros barrios, barrios de clase trabajadora, organizábamos despensas solidarias para familias enteras que no tenían qué comer, porque muchas perdimos el trabajo o nos quedamos atrapadas en un ERTE. Antes y después de la pandemia, la precariedad es esa larga sombra que nos persigue casi a toda una generación y de la que creemos que no saldremos jamás. Por eso, la novela es también la historia de cómo a veces, cuando estamos al límite, la vida se nos va de las manos y cuesta mucho volver a sentir que la recuperaremos algún día.
Reconocerme en las protagonistas y reconocer mi propio espacio vital y mi forma de vida en las palabras de Gopegui me emocionó y me llenó de rabia al mismo tiempo. La militancia sindical de Ramiro y Camelia, la frustración de sentir que por mucho tiempo y esfuerzo que inviertas no hay forma de parar la rueda del capitalismo es la historia de otro fracaso. Porque como dice Lena, otra de las protagonistas, “a veces hay demasiadas cosas que se supone debemos hacer”. Vivimos a salto de mata, entre trabajos mal pagados, plazos de entrega demenciales, mandatos de productividad externos o autoimpuestos que imposibilitan horas reales de descanso y, por si fuera poco, espacios de militancia en los que a pesar de habitarlos con ilusión terminamos quemadas y agotadas. Pero con todo eso, saber que tengo un lugar al que volver para refugiarme de todas las violencias, saber que al llegar a casa habrá un buen potaje de garbanzos hecho por mi compañero de piso, saber que si este mes no puedo pagar las facturas ya lo repondré en otro en el que las cosas me vayan mejor porque tengo una red ahí que me sostiene, me da un poco de sosiego. Es por eso que Existiríamos el mar emociona, cobija y alimenta la esperanza. Es una crítica implacable al capitalismo y una oda a la solidaridad y el apoyo mutuo. Nos interpela al mar que podríamos existir.
Ya para terminar estas líneas, que no se si son una reseña o solo un texto en primera persona que enuncia cómo me ha atravesado la novela, debo decir que escribirla me ha revuelto tanto o más si cabe que leer el libro, porque escribir es ordenar ideas, pasar por las palabras propias las reflexiones que como una botella al mar lanza Gopegui y hacerse consciente de todo lo que implica para nuestras vidas poder compartir la rabia. He detenido la escritura un par de veces porque me subía una angustia desde la boca del estómago hasta hacerse nudo en mi garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas. Pero como en la novela misma, he tenido a alguien para darme un abrazo y la calma que provoca un “juntas saldremos de esta”. Así que gracias, a las que están y a Gopegui por recordármelo.
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