Lejos de casa
Publicamos un fragmento de "Mujer en el exilio", un libro de Pinar Selek, militante antimilitarista y feminista, socióloga y escritora. Es la protagonista de uno de los juicios más prolongados e injustos de la historia turca reciente. Fue encarcelada, torturada y absuelta en varias ocasiones, lo que la llevó a un exilio indefinido. Este exilio es el tema central del relato.
Filosofía es añorar el hogar.
Es el anhelo de sentirse como en casa en cualquier lugar.
Novalis Kehre
Adoro mi casa desde la infancia. Amaba la sensación que aquella casa me procuraba. Amaba la soledad que percibía estando allí y la compañía de personas con las guardaba lazos de confianza y un amor intenso. Me encantaba cocinar y charlar de nuestras cosas y del mundo en general con ellas. Adoraba tocar los objetos, asir los recuerdos importantes y observarlos mientras me preparaba en cuerpo y alma para el día de mañana. Pero percibía también los límites de aquella casa. Sabía que sus puertas no se abrían de igual manera al interior y al exterior. Intuía que los muros que nos abrigaban vislumbraban otros afuera. Nunca me enclaustré allí. Me familiaricé con otros lugares, otras casas, otras vidas y otras existencias. De este modo huí del arquetipo en el que me quería encasillar el patriarcado. Pero me fortalecía el hecho de regresar de vez en cuando a aquella casa donde me esperaban los objetos que había reunido en compañía de mis seres queridos. Cada vez que volvía para descansar recargaba las pilas y me abría a lo desconocido invocando los recuerdos.
Más tarde los estudios y menesteres varios hicieron que estableciera mi morada pasajera en otros lugares, otras ciudades, otros países y parajes variopintos. Poco a poco las fronteras de mi casa se fueron expandiendo. Aprendí a recorrer con los ojos cerrados y en lugares transitorios un territorio mucho más amplio. Experimenté diversas maneras de vivir. Siempre rodeada de amigos. Nos repetíamos la frase de Virginia Woolf: «Como mujer carezco de país. Como mujer no deseo ningún país. Como mujer mi patria es el mundo entero». Partiendo de diferentes procesos de subjetivación enlazados entre sí, que más tarde se disparatarían y reconstruirían, amplié las fronteras de mi espacio que se me antojaba más estrecho de lo que era en realidad. Y me gustó perderme, crear diversos ritmos y aprender a mantener el tipo en territorios que me eran vírgenes. Al igual que Virginia no sentía deseo alguno de reivindicar mi pertenencia a un país. Pero era consciente de que un día me tocaría asentarme, volver a mí misma y tal y como describe la metáfora de Levinas, me cobijaría en mi tierra como si fuese una refugiada. Mientras tanto, convencida de que me esperaban mi casa y los amores y recuerdos que allí albergaba, continué perdiéndome en Estambul donde conocía lugares singulares, cafés secretos, callejones y rincones escondidos. Efectivamente me perdía, aunque no hubiese niebla, y me lanzaba al mar, rumbo a la costa, deslizándome sobre las olas. Al mismo tiempo se desarrollaba mi existencia política en un país cuyo idioma, giros y reflejos dominaba y en el que podía servirme de los medios de comunicación. Era consciente de lo que podían significar mis palabras y mis actos en aquel particular contexto histórico y de cómo los interpretarían las demás.
Sin embargo, los sueños me habitaban sin darme tregua. Y aun siendo consciente del confort y el bienestar que me proporcionaba mi casa, el hecho de volver allí, significaba delimitar una frontera. Me dejaban perpleja las palabras de Walter Benjamin que definía el hogar como «el lugar seguro por excelencia, una caja secreta». Influenciada por Deleuze me preguntaba acerca de las posibilidades de desterritorialización. Ahí nació mi rechazo al matrimonio y al mecanismo de dominación que conllevan las obligaciones cotidianas. Como mujer no deseaba vivir en una de esas casas repletas de muebles idénticos. No quería pasarme la vida viendo la tele y paseando a mis niños en el parque. Vivir en la calle en determinadas épocas o permanecer despierta hasta el amanecer junto a personas sin hogar, en lugares diversos, resultaba coherente con mi visión de la vida y mi búsqueda filosófica. Fue así como experimenté el estado de desterritorialización. Emulando a las nómadas que dejan constancia de su paso sujetando pedacitos de tela a las ramas de los árboles a lo largo de la travesía, yo creaba mi propio ritmo, aprendía a distinguir los vientos que me acompañaban durante mi migración de un espacio a otro. E insisto: me mecía con los ojos cerrados. Caí a menudo. Caía sin cesar. Herida leve, mi cuerpo sangraba y en ocasiones me parecía que iba a desplomarme y morir. Pero me acostumbré a aquellas tempestades, las compas permanecían a mi lado y volvía a izar las velas rápidamente. En medio de las fronteras que repudiaba surgió un espacio amplio y sereno que amparó la acción, descubrimientos, milagros y reuniones espontáneas. Obviamente no estaba sola, pero a lo largo de aquel proceso de creación colectiva decidía por mí misma, basándome en mis propias elecciones, las fronteras que debía rechazar y cuáles eran los límites.
Dependiendo de mi poder, es decir de mis fuerzas, debilidades y sueños.De repente me arrancaron de mi universo. El estado, los hombres que gobiernan mi país me acusaron de ser una bruja. ¿Dónde se hallaba el país de las brujas? Lo desconocía. Súbitamente me hallé en un espacio de idioma y reflejos desconocidos, cuyas tempestades me desorientaban. Mi hogar quedaba allá afuera, lejos. Y me lo prohibían. Me estaba vetado. Me privaron del espacio familiar en el que producía y dejaba mi imprenta. Cuando tuve que desprenderme de aquel rastro, no solo me separaron de mi hogar, sino también de mí misma. Ya no podía volver allí. No puedo volver.
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