Una carta desde el futuro: ‘Desquiciada’, de Juliet Escoria

Una carta desde el futuro: ‘Desquiciada’, de Juliet Escoria

La novela, de carácter autobiográfico, publicada por Horror Vacui, repasa la psiquiatrización de su autora desde la más desgarrada honestidad.

24/11/2021

Portada de ‘Desquiciada’.

Escribo esta reseña desde el futuro, tal y como Juliet Escoria escribe Desquiciada: desde un futuro que permite la reconstrucción de los hechos y las violencias ya digeridas. Desquiciada (Juliet the Maniac, en original) acaba de ser publicada en España por Horror Vacui, una prometedora y joven editorial especializada en mujeres desde los márgenes.

Los que saben de nosotras siempre han sido otros. Esta es una de las barreras que rompe la escritora estadounidense en su relato y es precisamente la intención de la editorial: “Dar voz a personas psiquiatrizadas y evitar que la historia la cuenten siempre los otros”.

Los que saben de nosotras siempre han sido otros. Hay que repetirlo. Porque el relato autobiográfico consigue romper esa objetivación: la primera persona que sabe de sí misma, cuando se trata de una persona psiquiatrizada –y cuando se trata de tantas otras subjetividades al margen–, está abriendo un camino de conocimiento y reconocimiento que hará ese viaje más sencillo a otras muchas. Escoria nos ofrece una reconstrucción nítida y lírica de su adolescencia, donde se concentraron sus ingresos psiquiátricos, su diagnóstico y varios intentos autolíticos. Y mucho dolor por la incomprensión y la falta de herramientas de su entorno más cercano.

No usa para ello una narrativa autocomplaciente. Al contrario, la honestidad de este relato se desprende de la poca benevolencia con la que Juliet habla de sus fallos hacia los otros y hacia sí misma y también de la dificultad de articularlo, de “desentrañar un principio”, de buscar causas, orígenes, pasos en falso. La idea de que dentro de ella, como les ocurre también a otras muchas personas psiquiatrizadas, “hay algo malo” se repite hasta encarnarse en su narrativa. Esa autopercepción es la que le conduce al punto exacto en el que mira hacia atrás. Por eso, intercaladas entre el resto, aparecen los capítulos titulados ‘Cartas desde el futuro’ donde reflexiona, articula y pide perdón con una lucidez aplastante.

“Mientras experimentaba mi propia desintegración, esta me parecía repentina (…). Sin embargo, si echo la vista atrás, creo que más bien ardí lentamente hasta implosionar”, dice Escoria al comienzo del libro. Es una honestidad que repasa los hechos, nos los narra en capítulos cortos, concisos, con situaciones detalladas, con personas que aparecen y desaparecen, que dañan, que traicionan, y que son dañadas y traicionadas por la protagonista, a través de escenas de una crudeza insólita. Sin embargo, la escritora consigue llevarlas, antes o después, a una constelación de imágenes poéticas muy compartidas en esta genealogía: jaulas, pájaros, animales salvajes. Y sus cartas desde el futuro: las anacronías necesarias para situar a Juliet Escoria hoy como una arquitecta de su pasado, como una autoantropóloga que ha cavado en su historia de dolor para convertirlo en literatura.

Ese juicio severo de “había algo malo en mí” que Escoria nos entrega no es un órgano interno y caliente, sino una capa viscosa, como de betún o de cera derretida. Es tan intratable, tan poco manipulable, que se queda ahí cristalizándose al hablar, al expresar, al desear. Justo antes del segundo intento de suicidio, descubrimos que la idea de ser insalvable no es genuina ni es interna ni dice nada sobre ella. “Pero mi padre… quería gritar. Nunca lo había visto tan enfadado. ‘Eres un fracaso’, dijo, con la cara roja (…). Dijo que era una decepción, que había algo malo en mí, que se daba por vencido”.

Escoria desanda un doloroso camino, sin la fuerza de la politización, pero con el deseo de que la escritura disminuya el dolor. Y, de esta manera y no otra, la descripción de sus ingresos da las claves para llegar a comprender qué sucede dentro de las puertas de un psiquiátrico. La autora va relatando su proceso de autoidentificación: cómo poco a poco se va acercando más a “ellos” (los locos, la otredad) en apariencia y en sentimiento y se va dejando de parecer a su mundo exterior, de modo que acaba sintiéndose confundida y “fuera del mundo. Dentro del mundo. Arrancada de él”.

En ese recorrido nos hemos encontrado otras muchas: tratando de deconstruir torpemente lo que nos habían dicho que eran los locos. Juliet llega a decir que su único trauma consiste en ser ella misma y que sus “problemas no parecían tan graves como para justificar todo lo que [le] habían hecho”. En muchos puntos del relato, los locos son esa otredad de la que huye, porque identificarse con ellos la coloca en un lugar mucho más externo del que ya se siente en medio de su mundo.

Al salir de su primer ingreso, Juliet se tiene que enfrentar a un entorno que la cuestiona y la categoriza cuando ni siquiera ella sabe todavía cómo lidiar consigo misma. Le colocan una “par ayudante” en el instituto, que la repudia sin contemplaciones cuando esta le cuenta sus experiencias psiquiátricas. Su padre y su madre se comportan de un modo extraño y desconfían de ella, la colocan en la otredad. Y la llevan a una escuela especial donde por fin deja de ser “la loca”. “Solo era la rara”, dice Juliet.

Es a través de las amigas cómo Juliet consigue completar la imagen de sí misma. Después de la ruptura con Nicole, que la rechaza porque deja de identificarla como parte de su grupo social, Holly se vuelve su semejante en el instituto especial. Y Alyson, en el internado al que va después y cuyo relato ocupa gran parte del libro, es la que posteriormente la hace sentir menos sola, menos rara.

El “internado terapéutico”, cuyo funcionamiento, bajo una aparente flexibilidad y tolerancia, era todavía más pernicioso que el del psiquiátrico, se cierra en 2002 como resultado, entre otros motivos, de “uso indebido de medicamentos de venta con receta y una condena por abuso sexual de un miembro del personal”. De hecho, ella misma verbaliza esa contradicción: “Mi marido siempre se ríe cuando digo que fui al internado. ‘Los internados son para niños ricos’ dice. ‘Te psiquiatrizaron’. Y tiene razón”.

Es llevada con engaños a este lugar, que se encuentra en medio del bosque y donde apenas existe contacto con otras poblaciones. En él, convive con otros adolescentes diagnosticados y con desórdenes en la conducta y entra en contacto con elementos que le disparan su pulsión de muerte. A través del relato de prácticas no solo poco terapéuticas, sino a veces directamente negligentes e ilegales, Escoria dibuja, sin proponérselo, un relato de terror al que solo puede poner palabras desde el futuro.

 

 

Dentro de ese universo de monitores y psiquiatras cambiantes que acaban confundiéndose con los internos, de situaciones de abuso y de violencia que podemos ahorrarnos en esta reseña, destaca la llamada “terapia de confrontación”, un método de exposición de los internos a través de la agresión al que, sin embargo, Escoria acaba haciendo frente y que nos habla también de su naturaleza como protectora y de su idea de salir de allí con su pareja a un entorno mucho más amable: “Ir a clase, tener trabajos, convertir lo que teníamos en el internado en una relación real. No acabar en instituciones psiquiátricas”.

Escoria describe en su historia un catálogo minucioso de psicofármacos: Benadryl, Tegretol, Bupropión, Zyprexa, Depakote, Zoloft, Adderall… Para quien no esté habituado a oír hablar de ellos, pueden no significar nada, solo nombres de medicamentos o sus marcas comerciales. A las personas psiquiatrizadas esas palabras nos hacen plenamente conscientes de nuestra corporalidad. “Perdí el lugar de mi cuerpo”, dice en un momento dado.

“Y pronto se hizo realidad. Salí flotando de mi cuerpo a algún lugar por encima de mi cabeza. Vi a la chica con el pelo desteñido por el sol y los brazos delgados, sentada en el escritorio cubierto de papeles, libros y basura, escribiendo una carta. Se llamaba Juliet. Tenía quince años. Era la hija de Helen y Robert. No era un genio. Solo estaba loca.
Y lo escribió todo”.

Escoria rompe con la idea del mito del genio creador, como tuvimos que hacerlo otras. La locura no es la condición de los genios, pero tampoco es el problema que se espera si se escucha a los expertos: el problema lo es la estructura de poder y sometimiento que la produce, lo es la estructura de violencia que la procesa y la manipula y la categoriza y lo es, sin duda, la estructura de poder simbólico y social que la romantiza, la banaliza y la comercializa.

Insisto, a pesar de su baja politización, Escoria llega a cuestionarse, además de la intervención terapéutica, el uso de ciertos fármacos para tratar su diagnóstico. Por ejemplo: “Además, los estudios han demostrado que no hay ninguna investigación que respalde la eficacia de los antidepresivos en el trastorno bipolar”.

Con otros elementos de la psiquiatría hace el mismo ejercicio. Desvela el mecanismo de la profecía autocumplida y despliega el poder del documento institucional. El archivo, al menos, dice lo que los demás dicen que somos. Escoria adjunta cartas manuscritas y notas de su cuaderno, pero también escanea su pulsera de ingreso, los “informes de valoración de la paciente” y los de sus educadores.

En esos textos ajenos podemos observar la otredad que se construye en ellos y también las grietas de ese lenguaje deshumanizante. Ese lugar exterior que es el archivo coloca al sujeto en lo más ajeno. Al recuperarlo como objeto de estudio, lo resignifica. Pronto se perciben las disonancias en esa mirada objetivamente y surgen reflexiones como esta sobre la medicación que sí apuntan directamente a una politización incipiente:

“Siempre andaban diciendo ‘tómate tu medicación’. Todo el que creía saber algo de mi trastorno (terapeutas y doctores, mis padres, los monitores) me daban su opinión. Todos me hablaban de personas que empezaban a sentirse bien de nuevo, o que descubrían que realmente no eran bipolares, o que dejaron de esforzarse y de tomar sus medicamentos y terminaron de nuevo en el hospital. De vuelta a las visiones, de vuelta a la depresión, de vuelta a la muerte.

Lo que nadie contaba era lo mucho que apestaban los psicofármacos. Repasaban conmigo la larga lista de efectos secundarios, pero a nadie parecía importarle (…). No quería volver a oír cosas y no quería volver a intentar suicidarme, pero también ansiaba sentir algo real y verdadero, una vida en neón en lugar de aquella pálida neblina”.

Ese sentir algo “real y verdadero” es un triunfo que logra Escoria, ese “seguir viva” que se escribe como objetivo a su yo del futuro en el último capítulo del libro. Por fin, acabar por sentir un cuerpo, su cuerpo, “algo que podía utilizar, en lugar de destruir”. Para llegar a ese punto de aceptación se requiere muchísima valentía y escribir muchas cartas al pasado, para que alguna llegue a su destino.

En esta carta desde el futuro que escribo como reseña le diría a aquella mujer joven que escribió un poema titulado ‘4.48’ en referencia a Sarah Kane, aquella que dijo “ya toca el siguiente miligramo / de planitud / de aturdimiento // quien quiere morir / quiere dejar de morir una y otra vez”, que hay otras Sarah Kane, otras Sylvia Plath hablando de su campana de cristal, que hay Juliet Escoria y a partir de ahora tantas otras que hablarán y que podrán alzar una voz muy amplia, muy limpia, sin neblinas ni aturdimientos. Que tendrán documentos que certifiquen que son, pero esos documentos los escribirán ellas mismas.

 


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