Violencia institucional negada, violencia legitimada

Violencia institucional negada, violencia legitimada

Sí existe la violencia obstétrica en España, y la psiquiátrica, también.

24/11/2021

En diciembre de 2014 tuve la suerte de ver nacer a mi primer hijo en el hospital en el que trabajo como psiquiatra, bajo la atención del equipo de guardia de Obstetricia de aquel día. Me costó bastante tiempo reunir el valor para nombrar la experiencia tal como fue, viéndome obligada a traicionar el corporativismo médico interiorizado para poder hacerlo. El resultado fue lírico: mi texto ‘Romance a la violencia obstétrica que sufrí’, que, tras varios intentos errados, me permitió dialogar con las matronas que atienden partos en mi hospital y recibir disculpas públicamente. En mi caso, ha existido verdad, justicia y cierta reparación, por lo que me considero una víctima privilegiada. Sin embargo, en mi labor profesional asisto a diario a testimonios de violencia psiquiátrica en nuestros servicios de atención a la Salud Mental que son nombrados eufemísticamente o negados hasta el desaliento de la víctima, que finalmente se queda sola tras negarse la verdad, y acaba desarrollando mecanismos de indefensión aprendida o doblegando su identidad bajo la asunción de dependencia al sistema para conseguir sobrevivir.

Mi vivencia como víctima institucional me permite una agudeza desde el punto de vista de las violencias por la que no puedo desviar la mirada al paternalismo, la coerción y la coacción que yo ejerzo en mi puesto de trabajo y veo ejercer a mis compañeras. Con esta mirada es imposible no alzar la voz y negarse a determinados aspectos de la función de control social que los servicios de Salud Mental contemplan para las trabajadoras de su plantilla. Sin embargo, como ya vaticinaba Audre Lorde, “las herramientas del amo, nunca desmontarán la casa del amo”, la institución también tiene previsto cómo soslayar la disidencia dentro de sus filas. Según vengo observando, no solo la negación de las víctimas es necesaria para sostener el status quo del sistema; sino que también es necesario el manejo contundente de la discrepancia interna. Y así ocurre un cambio de sillas en el que las personas que nombran la violencia (desde el rol de víctima o por desacuerdo con el ejercicio violento) son nombradas agresoras, en tanto en cuanto ponen en duda la jerarquía y hacen tambalear la estabilidad del sistema: la institución se posiciona como víctima y el agresor recibe las empatías correspondientes. De esa manera, la víctima queda sola, negada, delante de un cráter de responsabilidades sin asumir.

Hasta ahora escrito en primera persona [por Miriam Selfa] debatí esta reflexión con las otras dos autoras del texto. Siendo todas profesionales de la Salud Mental en diferentes zonas del país y en distintos momentos profesionales, llegamos a la misma conclusión sobre cómo el lenguaje común actúa por y para el beneficio de la casa. Está claro el modo en el que la Psiquiatría usa su poder para decidir acerca de la credibilidad de un discurso, y aplica esta misma estrategia ante cualquier signo de amenaza frente a su autoridad. Nadie más que un psiquiatra necesita trazar una línea de diferencia entre sí mismo y quien entra a consulta, no solamente como médico frente al paciente, sino como cuerdo frente a loco.

Una de las herramientas cotidianas que dan cuenta del ejercicio de control es el uso “alegre” de determinada jerga para nombrar a quien simplemente molesta dentro del equipo de trabajo (“esa es bastante TP”, “tiene funcionamiento psicótico”, el universal “inestable”, “ese es un limitón”, “menuda histérica”, etc.). Todos estos términos con los que predica “la voz experta” están validados por la comunidad científica, los mismos términos por los que ninguna persona usuaria de nuestros servicios debería sentirse ofendida si se están utilizando para nombrar su diagnóstico clínico en lugar de como arma arrojadiza a una compañera de trabajo. Queda así expuesto el doble rasero y la condescendencia que equipara el sentimiento de ofensa con una subjetividad propia del “paciente querulante” de turno.

Decía Thomas Szasz, famoso psiquiatra considerado uno de los líderes históricos de la antipsiquiatría (recordemos que esta es la única especialidad médica con antiespecialidad) y su famosa comparativa de la Psiquiatría con la persecución de brujas realizada por la Inquisición en el libro La fabricación de la locura, que “el vocabulario empleado en los diagnósticos psiquiátricos es, de hecho, una retórica de rechazo justificatoria y pseudomédica”. Por lo que, en consecuencia y para el interés institucional, el uso del lenguaje técnico contribuye a un distanciamiento propio de la práctica coercitiva que se ejerce: a la no identificación con lo que se hace, y a la falta de conciencia sobre las consecuencias de la violencia que se ejerce.

Yendo a lo concreto. Estimada profesional de la Salud Mental que has leído hasta aquí, ¿cuántas veces has escrito en un informe de alta “CM” o “IT” en vez de “contención mecánica” o el más perverso eufemismo “inmovilización terapéutica” porque te resulta inconscientemente más cómodo? ¿Alguna vez te has percatado del aumento del uso de verbos impersonales donde desapareces como sujeto activo responsable cuando describes estas prácticas (“precisó CM”, “se recurrió a IT”)? ¿Cuántos tipos de comportamientos has sintetizado en “agitación psicomotriz” para poder justificarlas? Podemos subir la apuesta cambiando el lenguaje escrito por el oral: ¿has probado a nombrar las “inmovilizaciones terapéuticas” como la acción de “atar una persona a una cama” en presencia de alguien a quien le resulte cotidiana esta labor profesional? Si no lo has hecho, te animamos a la experiencia de solo disertar con las palabras y esperar las consecuencias, y comprobarás que una cascada de reprobación y acusaciones se cernirá sobre ti y serás automáticamente considerada poco colaboradora o ingenua. Se te pedirán mil explicaciones e incluso puede que se te recrimine tu falta de colaboración en el trabajo grupal, tu falta de empatía con el resto del equipo y tu permisividad hacia la persona que supuestamente pone en riesgo la salud laboral del resto. Solo unas palabras pueden poner de manifiesto el apego de la institución a las creencias compartidas acerca de lo que es bueno para alguien y lo que no. Imagina el peso de la “reputación” entre buenas compañeras y mejores trabajadoras por ir sumando años sosteniendo de facto el #0Contenciones. No podemos imaginar el peso de que te aten a una cama y ni siquiera aparezca por escrito en tu informe de alta.

Las instituciones son lugares organizados en jerarquías no improvisadas, con protocolos repartidos en estamentos de responsabilidades definidas que dejan poco lugar a lo anecdótico. Es más, cuentan con mecanismos estructurados para la prevención de “accidentes” a priori y estudios de “eventos centinelas” a posteriori. Por ello, es bastante ilógico pensar que cuando un hecho violento ocurre en una institución ha sido una coincidencia témporo-espacial. Las personas expertas en estudios de clínica institucional estarán de acuerdo en que, al menos, la institución debe considerarse como el marco que ha aportado las condiciones de posibilidad para que el acto suceda. Si esta violencia es reiterada, resulta ingenuo no pensar en la institución como un encuadre facilitador de determinadas violencias. Máxime, cuando no solo está permitiendo actos violentos reiterados, sino que además brinda sus jerarquías al servicio de la negación. Estamos hablando ya de legitimación institucional de la violencia.

Cualquier persona que desarrolle su labor en una institución ha aprendido cuál es el lugar que ocupa, las competencias que le corresponden y qué protocolos debe llevar a cabo acorde a su responsabilidad por el sueldo aceptado. La relación jerárquica aprendida y asumida es instituyente, y da el poder para asumir las normas y también la violencia -se ponga luego energía para disociarlo o bien se contemple con conciencia-. Pero también da un margen de movimiento. Hoy, estirando el margen hasta donde la divulgación de este artículo nos permita, las profesionales de Salud Mental que lo firmamos queremos decir que no nos sentimos representadas por el comunicado: “Los colegios de médicos rechazan el concepto de violencia obstétrica y dicen que no existe en España”.

La violencia obstétrica existe, igual que existe la violencia psiquiátrica, la violencia hacia las víctimas de acoso por parte de la institución educativa que las niega, la violencia hacia las denunciantes de abuso en los centros de tratamiento de menores que las desatiende, la violencia en los centros de internamiento de migrantes, y en un largo etcétera de instituciones. Sus respectivas jerarquías han debido de ponerse de acuerdo sobre los mecanismos que la faciliten y la nieguen, a vista de que la violencia se reproduce y se escotomiza de manera proporcional. A los peones del tablero, las fichas que ejecutamos el trabajo de campo, nos queda un ejercicio íntimo de responsabilidad y un apoyo horizontal para reconocer y extinguir la violencia desde abajo. Ojalá esta lectura ponga en disposición de actuar a todas las lectoras que se hayan sentido interpeladas en no seguir legitimando la violencia.

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