Más allá de la interseccionalidad. Creatividad estratégica
Urge la articulación de socialismos feministas antirracistas y ecologistas. Las diferentes luchas deben unirse en grandes alianzas por la destrucción del estatus social.
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Las luchas sociales llevan siglos combatiendo las desigualdades que apuntalan nuestro mundo: el clasismo, el heteropatriarcado, el colonialismo… Desde finales de los años 80, la teoría de la interseccionalidad sostiene que estos diferentes ejes de opresión (clase, género o raza) están interrelacionados y crean múltiples niveles de injusticia social. Esta teoría ha impregnado completamente los discursos y las prácticas de los movimientos emancipatorios -especialmente del feminismo- permitiendo comprender la base multidimensional de la desigualdad. No obstante, durante los últimos años han surgido voces críticas con el marco de la interseccionalidad, como las lecturas que ofrecen Tithi Bhattacharya, Himani Bannerji o Lise Vogel. Las revisiones del concepto señalan que se basa en una suma de opresiones y de privilegios que preservan la autonomía de los sistemas específicos dentro de la unidad de interseccionalidad. Pero es fundamental comprender que solo existe una estructura única e imbricada que se manifiesta de múltiples maneras como el machismo, la desigualdad económica o el racismo. Si pretendemos caminar hacia la destrucción del estatus social, es clave comprender que no estamos sometidas a diferentes sistemas de dominación sino a uno solo, poliédrico y que se manifiesta de múltiples formas.
En las fases iniciales del capitalismo las reivindicaciones se centraban en el factor de la clase y de la redistribución económica ignorando el heteropatriarcado, el racismo y las opresiones derivadas de la reproducción social. Con la irrupción neoliberal, las luchas hasta entonces consideradas secundarias focalizaron sus demandas en la representación para visibilizar otras identidades más allá del sujeto único (mujeres, racializadas, sexualidades disidentes, etc). Pero el neoliberalismo recibió un golpe durísimo con la crisis financiera del 2008: estamos en un contexto de crisis multidimensional del capitalismo y el nuevo escenario que vendrá aún no se ha cerrado de forma definitiva. La única salida posible será centrar el péndulo entre la redistribución y la representación y unir las diferentes vertientes de la lucha tejiendo grandes alianzas. En el futuro, el foco no debe ponerse en aquello que somos sino el proyecto común que podamos articular.
En defensa del análisis integral
En un plano estratégico, se necesitan marcos que partan de la unidad en la diversidad. Es clave comprender que en el desarrollo y la consolidación del capitalismo, otras injusticias como el colonialismo, el patriarcado y la destrucción de la naturaleza tuvieron un papel protagonista.
En primer lugar, la relación entre el capitalismo y la cuestión colonial ha sido y sigue siendo muy estrecha. Sabemos que gran parte de la riqueza acumulada en el Atlántico norte durante las industrializaciones se basó en la explotación y la esclavización de la mano de obra nativa, en el expolio de recursos naturales (caucho, petróleo, carbón o gas) y en la apertura de nuevos mercados en las zonas colonizadas. El colonialismo moderno fue clave para la primera industrialización y el imperialismo de finales del XIX lo fue para la segunda. Pero con las independencias formales y la nueva fase neocolonial, la supeditación sur-norte continúa. Gran parte de los recursos autóctonos siguen en manos de grandes empresas transnacionales del norte global.
En segundo lugar, estas relaciones de desigualdad tienen también efectos nocivos para la naturaleza. Amplias zonas vírgenes que aún se mantenían en el sur global se han destruido para roturar grandes extensiones de monocultivos como la soja o para extraer otros recursos naturales. Parte de esta producción intensiva a gran escala se exporta a países ricos mientras los pueblos autóctonos son desplazados de sus tierras y abocados a la miseria. La desposesión les obliga a trabajar en empresas europeas o estadounidenses deslocalizadas en sus países en regímenes de explotación o dejar su entorno y emigrar a zonas más enriquecidas. Y sobre todo cuando se trata de migraciones sur-norte, muy probablemente sufrirán diferentes formas de racismo en las zonas de destino, empezando por las políticas racistas de los Estados del norte global, que les dificultan regularizar su situación.
El capitalismo y el ecocidio también van de la mano porque se utiliza la naturaleza como fuente inagotable de recursos y como vertedero de los residuos del hiperconsumismo. El modo de producción capitalista se ha fundamentado en un dualismo propio de la modernidad: la separación entre el terreno económico (como esfera de valor asociada a la riqueza) y el terreno natural (ámbito no humanizado y sin valía que se capitaliza y aporta únicamente materia prima). Esta distinción ha abierto una distancia insalvable entre nosotras y nuestro entorno que hace posible que depredemos nuestro planeta y caminemos hacia el colapso. Con el nacimiento del capitalismo neoliberal se ha dado un paso más allá en el Antropoceno (también llamado capitaloceno) y un nuevo impulso en la mercantilización de la naturaleza. La biopiratería de la que habla Vandana Shiva continúa avanzando: el agua ha pasado a cotizar en Wall Street y se permite la privatización de semillas tradicionales para transnacionales como Monsanto. Como sostenía Chico Mendes, recolector de caucho, sindicalista y defensor de la Amazonia asesinado, “la ecología sin lucha de clases es solo jardinería”.
En tercer lugar, el patriarcado también ha funcionado como condición sine qua non del capitalismo. Como ha expuesto Silvia Federici, la separación entre producción y reproducción en el nacimiento del capitalismo creó una clase de mujeres proletarias que estaban tan despojadas como los hombres, pero en una sociedad cada vez más monetarizada casi no tenían acceso a los salarios. Se iban desmembrando las formas de vida precapitalistas y privatizando las tierras y los recursos comunales pero no se creaban nuevas vías de subsistencia. Por tanto, se veían forzadas a una condición de pobreza crónica y de dependencia del salario masculino. La capacidad de generar riqueza se fue desplazando (paulatinamente y de forma desigual) de la tierra a la fuerza de trabajo humana para fomentar la producción. El capital necesitaba controlar el cuerpo femenino para continuar acumulando: el destino de las mujeres debía ser la reproducción de la especie para crear más fuerza de trabajo y que la rueda continuara girando. Partiendo de esta necesidad del capital se reforzó el modelo de la mujer doméstica y ángel del hogar.
Paralelamente, la potencia de la investigación científica se puso al servicio de los nuevos modelos de género. Círculos de intelectuales, reformadores y científicos trataban de buscar explicaciones biológicas y la diferencia sexual empezaba a documentarse desde la anatomía y la fisiología. Es decir, la diferencia entre hombres y mujeres se llevaba al extremo y se fundamentaba en una nueva verdad científica: la diferencia biológica entre el cuerpo femenino y el masculino. A ellas se las asociaba con la reproducción, la sensibilidad, los cuidados y la esfera privada; a ellos con la producción, el trabajo, la fuerza y la esfera pública. El capitalismo fomentó nuevos roles de género muy polarizados porque cada sexo tenía su papel en el engranaje de la sociedad capitalista.
En este marco, el sistema cisheteronormativo era clave: cualquier disidencia sexual o de género era castigada porque rompía el funcionamiento del capital y los modelos de género que lo hacían posible. La categoría ‘mujer’ adquirió una ontología propia, basada en un sustrato biológico que la volvía inmutable y al margen de los procesos históricos. Es decir, se inició un proceso de delimitación radical de la diferencia sexual que negaba —y continúa negando— que la identidad de ‘hombre’ o de ‘mujer’ se define socialmente y se construye a través de la historia. De hecho, la polémica actual sobre el “borrado” de las mujeres puede considerarse una consecuencia de esta polarización sexual que promovió el capitalismo para ser más eficiente en su proceso de acumulación. Fue el propio sistema el que se encargó de delimitar las identidades sexuales; atrincherarse en una interpretación únicamente biologicista es reconocer su triunfo y favorece, como señala Silvia L. Gil, el programa de la derecha.
No hay duda de que las mujeres y las personas no heterosexuales sufrieron un proceso excepcional de degradación que fue fundamental para la acumulación del capital y que inauguró una nueva fase en el sistema patriarcal. Y también en la actualidad se abre un nuevo escenario de despojo femenino que aún necesita análisis profundos. Se está tratando de desmantelar el Estado del bienestar y de privatizar algunos aspectos de la reproducción social cubiertos por la función pública. Si se reduce la provisión estatal de servicios de cuidados, seguirán siendo las mujeres las encargadas de atender a las personas mayores, a las enfermas y a los niños y las niñas reforzando el modelo de la domesticidad femenina.
En defensa de la unidad política
Es evidente que el capitalismo obtiene beneficios a través del cisheteropatriarcado, del neocolonialismo y de la destrucción de la naturaleza y que son condiciones de posibilidad para el funcionamiento del sistema. De hecho, las grandes multinacionales que controlan el mundo fueron las primeras en entender que la fuerza de trabajo de los más desposeídos es más barata, cuestión que explica la deslocalización industrial y la feminización de la pobreza. Por eso el proyecto de transformación debe partir de la idea de que vivimos en una realidad compleja y fragmentada pero que la única respuesta posible es la unidad en la lucha. El horizonte de cambio social no puede plantearse únicamente en clave redistributiva o en clave feminista. Esta propuesta implica reconocer la interdependencia en las opresiones para luego hacer coaliciones urgentes por responsabilidad con el resto de luchas políticas.
Por todos estos argumentos, las posturas obreristas intransigentes tienen que desbordarse y superarse, así como las de las feministas, LGTBI o ecologistas que no tienen en cuenta los marcadores de clase. Urge la articulación de socialismos feministas antirracistas y ecologistas. Las diferentes luchas deben unirse en grandes alianzas por la destrucción del estatus social. Caminos como los que se están abriendo en asambleas de barrio y sus coordinadoras muestran nuevas vías para la imaginación política. Al mismo tiempo, urge un feminismo dialogante y humanista que sea capaz de trascenderse a sí mismo y caminar hacia la emancipación universal. Apostar por una política de coalición que sea capaz de acoger la diversidad y de articular un proyecto de lucha común para lograr la justicia social, la igualdad radical y la vida plena. Aunque lo parezca, el futuro no ha desaparecido y las nuevas utopías nos ayudarán a proyectarlo. Necesitamos creatividad estratégica: si las viejas formas de movilización de masas han dejado de ser operativas, ¿a qué esperamos para idear proyectos emancipadores unitarios y adaptados a nuestro tiempo?