Agua dulce
Akwaeke Emezi publica 'Agua dulce', una novela editada por consonni en la que recoge su experiencia de vivir con un yo fracturado, en la que la cosmología nigeriana igbo, aprendida de su padre, dialoga con otras formas occidentales de construcción identitaria.
*Akwaeke Emezi
Capítulo uno
He vivido muchas vidas dentro de este cuerpo.
Viví muchas otras antes de que me metieran en él.
Y viviré aún muchas más cuando me saquen.
Nosotres
La primera vez que nuestra madre vino a buscarnos, gritamos. Nosotres teníamos tres años y ella era una serpiente enroscada sobre las baldosas del baño, a la espera. Pero habíamos pasado los últimos años creyendo en nuestro cuerpo, pensando que nuestra madre era otra, una humana delgada que se ponía colorete en los pómulos y llevaba unas gafas enormes de culo de vaso. Y, por lo tanto, gritamos. Los confines no están tan claros cuando se es nuevo. Existió un tiempo anterior a que tuviéramos cuerpo, cuando este aún se construía, célula a célula, dentro de la mujer delgada, produciendo órganos, creando sistemas meticulosamente. En aquel tiempo solíamos salir y entrar, fugaces, para comprobar cómo iba el feto, silbando por el agua en la que flotaba, en armonía con las canciones que entonaba la mujer delgada. Las canciones eran himnos católicos de su familia, cuyos cuerpos ahora eran ceniza almacenada dentro de los muros de una catedral de Kuala Lumpur. Nos divertía distorsionar el ritmo litúrgico de aquella música y enrollarlo alrededor del feto hasta que pataleaba de contento. A veces abandonábamos el cuerpo de la mujer delgada para ir flotando tras ella y explorar la casa que regentaba; la seguíamos a través de las paredes azul cáscara, la observábamos mientras formaba bolas de masa, mirábamos como le burbujeaban los chapatis bajo las manos.
Era menuda, de ojos y pelo oscuro y piel marrón claro, y se llamaba Saachi. Nació la sexta de ocho hijos en el undécimo día del sexto mes, en Malaca, al otro lado del océano Índico. Más adelante tomó un vuelo a Londres y se casó con un hombre llamado Saul entre ráfagas de saris, flores y velos blancos. Él era un hombre enérgico de piel marrón oscuro. Tenía sonrisa de vividor y la cabeza cubierta de prietos bucles negros cortados al ras. Cantaba canciones de Jim Reeves en un barítono exagerado, hablaba ruso con soltura, sabía latín y bailaba el vals. A Saul y Saachi los separaban doce años y, sin embargo, formaban una pareja bella y armoniosa que surcaba con gracia la ciudad gris. Para cuando se hubo implantado nuestro cuerpo en el revestimiento interno de ella, ya se habían mudado a Nigeria. Saul trabajaba en el hospital Queen Elizabeth de Umuahia. Ya tenían un niño, Chima, nacido en Aba tres años antes, pero para este bebé (para nosotres) era importante volver a Umuahia, donde nació Saul, y su padre antes que él, y antes de este, su padre. Era la sangre, que recorría senderos que se hundían en el suelo, lubricaba las puertas, transmutaba la oración en carne. Más adelante habría otra niña, nacida una vez más en Aba, y Saul les cantaría a las dos niñas con su voz de barítono, les enseñaría a bailar el vals y cuidaría de sus gatos cuando lo abandonasen.
Pero antes de que nacieran las niñas, ellos dos (la mujer delgada y el hombre enérgico) vivían en una casa grande del barrio de los médicos, la que tenía el hibisco fuera y el azul cáscara por dentro. Saachi era enfermera, una mujer sensata, con lo que juntándolos a los dos era probable que el bebé recién llegado sobreviviera. Cuando nos aburríamos de la casa, revoloteábamos y dibujábamos grandes arcos en el aire, jugando por el recinto y viendo como los tallos del ñame escalaban por las varas que los sostenían, como se secaba la seda del maíz al madurar, como se hinchaban los mangos y les salían manchas amarillas antes de caer. Saachi se sentaba a contemplar a Saul mientras él llenaba dos cubos de esos mangos y se los llevaba. Ella se los comía enteros, con piel y todo, toda la pulpa jugosa, hasta rascar la semilla con los dientes como un hueso seco. Después hacía mermelada de mango, zumo de mango, todo tipo de cosas de mango. Se comía como diez o veinte al día y, después, también unos cuantos aguacates de los grandes. Esos los rebanaba alrededor del hueso y sacaba la carne mantecosa y la engullía. Así fue como se nutrió nuestro cuerpo fetal y así eran nuestras visitas, y cuando nos hartábamos de su mundo, nos íbamos al nuestro. Por entonces todavía éramos libres. Pasábamos al otro lado como si
nada, siguiendo las amargas corrientes de tiza.
En aquellos años del Queen Elizabeth, el taxista de la casa era un hombre que tenía el interior de su coche empapelado con el eslogan NO HAY ATAJOS QUE LLEVEN AL ÉXITO. Eran siempre las mismas palabras, que se volvían cada vez más gruesas con cada nueva capa de pegatinas, algunas despegadas, otras nuevas y relucientes. Todos los días, Saachi dejaba a su pequeño Chima en casa, con la niñera, y el taxista la llevaba desde el recinto hasta la consulta de Saul, en el centro del pueblo. Una mañana (el día que morimos y nacimos) se puso de parto por el camino, en el coche que recorría el laberinto de carreteras rojas. El conductor dio media vuelta de un volantazo, siguiendo las órdenes que, entre jadeos, le dictaba Saachi, y la llevó al hospital Aloma en vez de al suyo. Mientras su cuerpo nos llamaba y se escurría, lo único que Saachi tenía para fijar la vista
eran esas pegatinas que como un enjambre rodeaban los asientos, recordándole que no existía el camino corto.
Mientras tanto, algo tiraba violentamente de nosotres, arrastrándonos a través de las puertas, obligándonos a cruzar un río y salir a hurtadillas del vientre de la mujer delgada, arrojades a las ondas del agua y al interior del pequeño cuerpo que flotaba dormido en su interior. Llegó el momento. Una vez estuviera alojado el feto, se nos concedería la libertad. Pero el feto se quedaría solo, ya no sería carne dentro de una casa sino una casa en sí mismo, y éramos nosotres quienes debíamos habitarla. Nos habíamos habituado al golpeteo sordo y cálido de dos latidos separados por paredes de carne y líquido, acostumbrado a tener la opción de marcharnos, de volver por donde habíamos venido, libres como los espíritus han de ser. ¿Ser elegides y encerrades en la conciencia difusa de una pequeña mente? Nos negamos. Sería una locura. El cuerpo de la mujer delgada era dado a partos rápidos. El niño, el primogénito, nació en una hora, y un año después de nacer nosotres, la tercera solo tardaría dos. Nosotres, en el medio, pasamos seis aferrándonos al cuerpo en contra del tirón. No hubo atajos. Era el sexto día del sexto mes. Al final, los médicos introdujeron una aguja en Saachi y la alimentaron por goteo, combatieron nuestra resistencia con fármacos y expulsaron el cuerpo que se estaba convirtiendo en el nuestro. Así fue como nos atrapó ese raro alumbramiento, esa abominación de lo carnal, y así fue como acabamos aquí.
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