La legitimidad de la palabra

La legitimidad de la palabra

¿A qué discursos damos mayor veracidad? ¿Cuáles son escuchados y tenidos en cuenta? ¿Y cuáles son silenciados? Hay ahí una dinámica muy fuerte de poder, que las mujeres hemos vivido desde hace siglos. Nuestros discursos han sido y siguen siendo considerados como emocionales, carentes de coherencia lógica y argumentativa, infantiles y un largo etcétera.

Texto: Ruth Portela
09/02/2022

Recuerdo que hace tiempo organice con unos y unas compañeras un congreso sobre el poder y su legitimidad, en el cual se dio una discusión sobre qué consideramos qué es un poder legítimo. La legitimidad descansa en la razón, pareció que fue la conclusión a la que llegamos las personas que participábamos en ese debate. O quizás deberíamos decir que la legitimidad debería descansar en la razón, en una razón práctica, en el sentido que le da Kant al término, es decir, en una razón moral, que pone el respeto a las personas como centro de todo.

Pero en la sociedad no ocurre así, la legitimidad parece vendida al mejor postor o reducida a una esclava del sistema capitalista heteropatriarcal y racista. De ahí que se den situaciones donde no es la razón ni la ética la que sirven de base a un determinado discurso o conducta, sino el mero poder, mejor dicho, el abuso del poder y la ostentación del privilegio. Este tipo de situaciones suelen pasar desapercibidas para quien no ha afinado sus vista para ver las injusticias del sistema y suelen colarse como lo normal. Pero ahí precisamente se muestra la fuerza que tiene este sistema capaz de construir sujetos dóciles que aceptan lo que él quiere que acepte como norma. No hay que olvidar que la palabra normal significa lo que se ajusta a la norma. Y esta norma pone a algunos sujetos por encima de otros, al varón por encima de la mujer, al blanco por encima de cualquier persona racializada, al hetero por encima de la persona con otra orientación, al sujeto con una funcionalidad considera normal por encima de las personas con diversidad funcional. Las discriminaciones que se sufren no siempre son visibles o más bien el sistema se encarga de invisibilizarlas, de esconderlas, ya que lo que no se ve parece que no existe.

Una de estas discriminaciones sutiles, silenciosas, pero constantes es la que se ve en el uso del lenguaje y la legitimidad de este. ¿A qué discursos damos mayor veracidad? ¿Cuáles son escuchados y tenidos en cuenta? ¿Y cuáles son silenciados? Hay ahí una dinámica muy fuerte de poder, que las mujeres hemos vivido desde hace siglos. Nuestros discursos han sido y siguen siendo considerados como emocionales, carentes de coherencia lógica y argumentativa, infantiles y un largo etcétera. Me podrán decir algunas voces que esto ya no es así, que ya no se considera que la razón sea un rasgo exclusivo del varón, pero en el fondo la legitimidad de la palabra sigue en sus manos y nosotras tenemos que luchar para hacernos escuchar, para que se tome en cuenta lo que pensamos y las ideas que tenemos. Una lucha agotadora por mostrar que nosotras también valemos y que no somos criaturas a las que haya que explicar las cosas como si careciéramos de entendimiento. No se trata solo del conocido mansplaining, sino también a quien se da voz, a quien se escucha y a quien se silencia. El silencio puede convertirse en un ejercicio de poder desbastador.

De estas situaciones no me faltan ejemplos, como no deben faltarle a muchas mujeres (yo diría que, a todas, pero el poder se interioriza y nos vuelve ciegas ante sus efectos). Uno de estos ejemplos más reciente es el que me ocurrió hace unas semanas en una discusión con un hombre mayor que yo, en la que me empezó a gritar por no estar de acuerdo con mis ideas, cuando, en realidad, no me dejaba mucho espacio para exponérselas. Ante su actitud le dije que yo así no seguía, pero no pareció escuchar ni siquiera esa llamada a la calma. De repente intervino otra voz en la discusión, mi primer interlocutor se calmó por arte de magia y escuchó. La tercera voz, como no, era de otro hombre. Pasmada e irritada me levanté y me fui. Hubiera dicho algo ante esa injusticia, pero lo más posible es que ninguno de ellos dos hubieran dado crédito a lo que yo les achacaba. Me habría dicho, como ya lo han hecho otras veces, que no se debe a que yo sea mujer que se me ignora o silencia, que se me infantiliza en la discusiones o se me interrumpa constantemente, sino a que no sé explicarme o a que no tengo razón o que esa persona tiene mal genio y suele discutir con todos sus interlocutores. Esas respuestas no hubieran hecho más que ahondar en mi enfado e impotencia, ya que lo que hacen es justificar su conducta y tallarme a mi de loca o de exagerada.

Lo cierto es que a los hombres se les ha educado para considerar que su palabra, sus ideas, aunque sean a veces estúpidas o impliquen una discriminación, deben ser consideradas y tienen que exponerlas; mientras que las mujeres y otras personas oprimidas hemos sido socializadas justo al contrario, para no confiar en lo que pensamos ni creemos, para escuchar al otro, al sujeto privilegiado, para, al final, hacer de auditorio de sus discursos, tengan o no coherencia y razón. Como decía Simone de Beauvoir a la mujer se la ha educado en relación al varón, ella es siempre lo otro y él es la norma. Y estas conductas no se dan solo en los hombres, acostumbrados a alzar la voz y a que se les escuche, sino en nosotras que mantenemos, mal que nos pese, estas dinámicas. Nos callamos, les escuchamos, nos sentimos como impostoras cuando logramos que se nos reconozca, nos subordinamos nosotras mismas a ellos. Pero esto no es algo tan extraño, ya que no hay que olvidar que el sistema se mete en nosotras y nos construye, como ya describió el filósofo Foucault. Ellos, al final, se quedan con la legitimidad de la palabra y nosotras seguimos en las sombras o luchamos en nuestro día a día para ser oídas y tenidas en cuenta.

 

En una ocasión le pregunté a un amigo que, si se había dado cuenta de esto, si era así, cómo se había sentido cuando se percató que su opinión no era escuchada por ser interesante ni racional, sino por ser varón. Esto obviamente no quiere decir que los hombres no tengan opiniones valiosas, sino simplemente que parten de un privilegio que se da a todos los niveles y el de la palabra es uno de ellos y, a mi juicio, bastante importante. El lenguaje es poder y con él se puede controlar el mundo, como se muestra en la novela de 1984 de George Orwell.

Chimamanda Adichie en su conferencia ‘El peligro de la historia única’ habla de este silencio impuesto no ya solo a las mujeres, sino a cualquier persona, grupo o cultura que no pertenezca al sujeto privilegiado. En esa conferencia expone precisamente cómo creemos una sola historia, como la legitimamos por encima de otras o, mejor dicho, en detrimento de otras, como, en conclusión, se silencian ciertas voces en favor del discurso que ostenta el poder. Efectivamente no solo las mujeres sufrimos esta práctica del poder, sino las personas racializadas, las que tienen diversidad funcional, las inmigrantes y, a la postre, todas aquellas que son aplastadas por el sistema.

Si no se permite a los sujetos hablar, contar su historia, defender sus ideas, al final lo que se está haciendo es una práctica del poder. Mantener en la sombra, invisibilizar es una herramienta más para que los privilegios no desaparezcan. De ahí la importancia de la lucha por la libertad de expresión y de pensamiento no solo ante una prohibición explicita o una represión directa, como la que ha sufrido Pablo Hasél y otras personas, sino también ante ese poder sibilino que se cuela en nuestra interior legitimando ciertas voces por encima de otras.

Si queremos acabar con esto el primer paso esencial es que los hombres y todo sujeto privilegiado se dé cuenta de cómo toma la palabra, a quién silencia o interrumpe, a quiénes escucha, en definitiva, quién tiene de facto la legitimidad de la palabra. Si el feminismo o cualquier otra lucha quiere triunfar necesita que se le deje espacio y se le dé voz. De ahí el hincapié que se ha hecho desde el feminismo porque las mujeres tomen la voz. La historia única, el pensamiento único, sólo termina cuando se abre a otros y se acaban las jerarquías que colocan a una voces por encima del resto.

 

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