Recupera el amor que te arrebataron
El odio y el miedo son herramientas de control para evitar las narrativas del amor que son un potente contrapoder.
Hace años que las temáticas sociales dejaron de consumirse con avidez en nuestro mundo occidental. Parece que las audiencias no quieren dramas, no quieren contexto, no quieren historias cruentas, aunque estas representen la vida misma, sean necesarias para proteger a unas personas y evitar la impunidad de otras. ¿Por qué está sucediendo esto? ¿Qué nos está pasando? Recurrentemente se acusa al mensajero de ser el culpable: el periodismo es cada vez peor, las redes sociales son el problema, la desinformación en sí misma es la responsable. Sin embargo, las personas que consumen la información tienen agencialidad, pueden elegir y son las que finalmente deciden.
La realidad es que nuestras audiencias están inmersas en ciclos de duelo consecutivos, como los describe la socióloga Elizabeth Kübler-Ross. Cada vez que sucede algo que nos rompe la normalidad empezamos por negar la situación para luego buscar con un culpable escogido sobre el que descargar las responsabilidad. Finalmente, exhaustas, empezamos a negociar en el nuevo escenario del que potencialmente podremos salir reforzadas o quedarnos asumiendo la nueva situación con abnegación. Esta inacabable cadena de duelos que han generado miedo y hartazgo, como el terrorismo o las crisis económicas, se sublima con la llegada de la Covid, la distopía hecha realidad que nos ha quebrado. Estamos muertas de miedo y profundamente tristes.
Además de muerte e incertidumbre, la pandemia nos ha traído muchísima soledad. Nos encontramos, como peces fuera del agua, en una agonía dolorosa que intentamos gestionar con las herramientas que nos han dado desde hace años, las individuales que cada una poseemos. Margaret Thatcher lo dejó bien claro: “No existe eso que llamamos sociedad, hay individuos”. El individualismo es un forma de relación impostada muy conveniente para controlar las sociedades, como lo son el miedo y el odio, que se usan desde tiempos inmemoriales por aquellas que detentan el poder para no perderlo. Y esta narrativa individualista nos hace creer que si estamos mal lo tenemos que resolver solas, abrazando el famoso relato del héroe.
La realidad es que el ser humano coopera por naturaleza. Nos encontramos inmersas en un proceso de deterioro colectivo que necesita soluciones colectivas. Necesitamos desesperadamente a nuestra comunidad y no sabemos como llegar a ella. De hecho, por eso el odio ha penetrado con tanta fuerza, porque proporciona el espejismo de la unión a través del odio común.
“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”, señaló Eduardo Galeano.
Lo primero que tenemos que hacer es volver a creer que un mundo diferente es posible. Necesitamos relatos inspiradores que nos devuelvan la ilusión por los retos. Necesitamos sentirnos agentes de cambio y retomar la consciencia de que podemos construir modelos mucho mejores donde las personas vivamos con mucho más equilibrio. Tenemos que retomar el sentido positivo de la palabra humanidad y reivindicarlo.
Necesitamos soñar juntas, a través de narrativas inspiradoras, que nos proyecten hacía un futuro inspirador. Y todo esto debe darse respetando y protegiendo la unicidad y especificidad de cada de las personas que formamos parte de este movimiento. Diversidad es una de las palabras claves. Necesitamos crear sociedades unidas dentro de sus diferencias, como las que lleva años imaginando el polémico Oliverio Toscani. Gracias entre otras a él, la diferencia entendida como exquisita ya está de moda, como demuestran las últimas campaña de Benetton, Nudicome (2018), o la copia de Adidas, Now is her time (2019), pero sin embargo, cuesta encontrarla en otros espacios narrativos. Por eso son tan importantes los relatos que nos proyectan a sociedades unidas e interconectadas donde existen superseres producto de la suma de varios individuos.
Este tipo de uniones se consiguen a través del amor. No se trata aquí del amor romántico, sino del amor entendido como la argamasa que utilizan las personas de forma consciente para unirse a otras personas en procesos de cocreación colectiva, como lo entendía la pensadora feminista bell hook. El amor de bell hook no es un sentimiento o una emoción si no un acto consciente y voluntario que representa por lo tanto una acción. El amor es un acto político que apela a la unión cuyo interés es el bienestar colectivo, la comunidad. No se puede mercantilizar ni producir de forma planificada, y por lo tanto el amor es inalienable.
Esta fuerza que tiene el amor así entendido lo convierte en uno de los mayores contrapoderes que existen, lo que resulta muy poco conveniente para los poderes establecidos. De ahí viene que se haya denostado el concepto de amor desde la Edad Media, usando sus acepciones de amor romántico por un lado o ridiculizándolo como si se tratara de algo nimio. La propia bell hook reconocía en uno de sus texto que “en lugar de repensar el amor e insistir en su importancia y valor, el discurso feminista sobre el amor simplemente se detuvo”, cuando se enfrentó al debate del amor romántico y de las asimetrías de género que arrastra.
Y así las narrativas del control —heteropatriarcal, economicista, individualista— nos arrebataron el amor que nos era propio y necesitamos. Y la pandemia ha servido como excusa para arrebatarnos los espacios comunes y las herramientas más poderosas del amor como son la música en directo y la risa. Esto no es nuevo, Bárbara Ehrenreich, en su ensayo Una historia de la alegría, explica cómo desde la Antigüedad hasta la Edad Media las sociedades usaban libremente el éxtasis colectivo conseguido a través de la música y la danza para crear comunidad y unión.
Tenemos las herramientas, solo tenemos que identificarlas y usarlas. Debemos empezar por crear un marco narrativo que nos permita reivindicar el amor sin tapujos. Tenemos que contar historias llenas de diversidad que nos hagan soñar con un mundo más justo. Ya existen historias así, no muchas pero algunas son magníficas. Hay que ver la excepcional Sense8, de las hermanas Wachowski, una de las escasas series utópicas que encontrarás en tus plataformas de streaming. Indispensable también consumir música en directo. No se trata de ocio, se trata de salud mental. Gracias a la neurociencia sabemos que la música tiene un efecto físico en los seres humanos y está implicada en la emisión de endorfinas, dopaminas y serotonina. El profesor David Huron llega a relacionar la música con procesos de solidaridad grupal y altruismo. Y además la música es uno de los vectores más importantes de la diversidad, aceptamos sin miedo músicas de todo el mundo siento el mestizaje una característica intrínseca de este arte.
También tenemos que reivindicar la risa. Como la música, la risa es una herramienta endógena que poseemos las personas para crear comunidad. La risa se contagia, pero de verdad, se trata de un efecto físico. De hecho, en Tanganica en el año 1962, miles personas estuvieron tres días sufriendo un ataque de risa colectiva. Aunque en este caso se trató de un proceso de estrés postraumático, en la mayoría de los casos la risa o la sonrisa en su defecto nos ayudan a estar mejor y a crear comunidad y amor.
En definitiva, tenemos que recuperar el amor que nos han quitado, y para ello tenemos que unirnos, querernos, creernos, cantarnos y establecer las historias de las que queremos hablar. Se puede.
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