Refranes medievales, universidades actuales

Refranes medievales, universidades actuales

Los agravios y los delitos éticos, como la adjudicación de plazas a dedo, el rechazo a cualquier crítica proveniente del alumnado o la explotación de las personas con becas predoctorales se van normalizando en la conciencia individual y colectiva y se admiten como formas naturales de funcionamiento.

Texto: Ana Domarez
09/03/2022
Equipo de arte de 'El Salto': Byron Maher, Sancho Somalo, David Fernández y Álvaro Minguito.

Equipo de arte de ‘El Salto’: Byron Maher, Sancho Somalo, David Fernández y Álvaro Minguito. Trabajo hecho para el especial #AcosoEnLaUni

“Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Qué mejor que un refrán medieval para empezar a hablar de la universidad actual. Es posible que si pensamos en endogamia nos venga a la mente por asociación la idea de monarquía, una institución añeja y anquilosada que tiende a rechazar cualquier atisbo de renovación porque, en su propia definición, está implícito ese espíritu conservador. Es cuestión de poder, cuando hay privilegios y dominación sobre otras personas suele repelerse la apertura, la mezcla, ya que supone una pérdida en tanto en cuanto ese poder se reparte entre más manos, ergo se sitúa sobre menos cabezas. Cuando se habla de endogamia académica en el sistema universitario español siempre existe una cierta sensación de resignación, como si no se pudiera esperar otra cosa. Así funciona aquí, las instituciones son cortijos, masías, pazos, caseríos o palacetes de uso señorial y carácter nepotista.

La universidad es otra de esas formas de organización alrededor de una serie de capitales, público y privado, social, humano, económico y simbólico. No siempre el económico es el más importante, aunque por supuesto allí se mueven los dineros. Lo que pasa es que cuando se intercambian más valores que exclusivamente el monetario, los modos y dinámicas de manipulación se hacen más sofisticados. Así ocurre respecto a la promoción del talento y al reconocimiento de méritos. En un informe llevado a cabo por la Fundación Conocimiento y Desarrollo, de datos correspondientes al año 2019, un 75 por ciento del personal docente de investigación trabaja en la misma universidad donde leyó su tesis. Este hecho no resultaría problemático si los procesos de selección y adjudicación de plazas fueran abiertos y estuvieran exentos de previos tratos y dedazos potestosos. Resultaría anecdótica la proporción de plazas de docencia abiertas a concurso público que no están ya más que asignadas a la persona que en su trayectoria haya sabido calentar el asiento convenientemente. Esto significa básicamente haber callado discrepancias, asumido labores más allá de las funciones encomendadas, sacrificado lo suficiente para mantenerse como discípulo o discípula predilecta de aquella persona que detenta el cargo de investigador o investigadora principal, quien lleva la batuta y dejará en herencia el gran sillón, la plaza del privilegio, la responsabilidad, por supuesto, pero sobre todo el poder y la seguridad de un sueldo jugoso y un estatus aún mejor. Son innumerables las personas que, habiendo crecido en España, con brillantes carreras académicas en el extranjero, con currículos intachables y menciones especiales, no se plantean la vuelta a este país por el hecho imposible de encontrar una plaza de docencia e investigación en nuestras universidades. Y es así como la calidad de la enseñanza universitaria se devalúa y empobrece, cuando se premia el amiguismo y se rechaza el talento, el bagaje y la experiencia más allá de fronteras patrias, más allá de identidades vinculadas a su alma mater. No ocurre de modo tan flagrante en las políticas universitarias de otros lugares, especialmente en el mundo anglosajón, donde la movilidad del personal docente es mayor.

Se ha aludido a otra ilustre y tradicional institución pero, no hay que olvidar que, en lo que a la universitaria se refiere, es un tipo de sistema que hunde sus raíces nada menos que en la cristiandad de los siglos XII y XIII. En aquellos tiempos medievales estas comunidades eran gremios que recibían sus derechos de los gobiernos de turno. No es de extrañar, por tanto, que surgidas en periodos de fuerte división estamental algo de aquel funcionamiento de clases haya sobrevivido. En este sentido la idiosincrasia del Estado español es particular, siendo un entorno geográfico en el que la conjunción Iglesia y Corona adquirió un valor extremo por razones de sobra conocidas y que no procede explicar aquí. Sí conviene resaltar cómo el control del miedo en manos de los crucifijos y la supuesta libertad académica de las universidades, que no es más que el control del conocimiento, están íntimamente relacionados. Esas condiciones sociales, políticas y religiosas en las que se fraguó el modelo universitario desemboca en nuestros días en un funcionamiento con una estructura fuertemente jerarquizada y en cuyas cotas de poder han dejado de estar los ápices estratégicos del organigrama, los rectorados.

Hace tiempo ya que las universidades, tanto públicas como privadas, han adquirido los usos de las empresas. Así pues, en el mundo empresarial el poder está en el capital y ese capital en el universo académico está en la producción científica. A mayor número de publicaciones, más prestigio, más capital simbólico, y también objetivo, ya que las subvenciones y demás dotaciones económicas se reparten siguiendo el criterio de cantidad, de artículos, patentes u otros logros. Por lo general ocurre que, los grupos de investigación bien consolidados, es decir, muy productivos en el sentido más neoliberal del término, adquieren especial poder en las universidades. Esa productividad se mide en la cantidad, que no la calidad, de su producción científica. Una adquisición de prestigio y poder que se traduce en una autonomía malsana respecto de la función de los rectorados. Ocurre pues que aquellos grupos de investigación muy productivos y consolidados se convierten en los brazos armados de la universidad en cuestión, su poder de acción sobrepasa incluso los derechos laborales o los estatutos de trabajo. Siguiendo la metáfora de sociedades, aparentemente, de otros tiempos, el alumnado sería el tercer estamento, los puestos intermedios la baja nobleza y clero y estos grupos de investigación devenidos poderosos serían como aquella burguesía que empezaba a comerle la tostada a las cúspides estamentales, decanatos, rectorados y otros galones. El sistema de validación externa a través de likes y retuits asimilado del funcionamiento de las redes sociales ha calado también en las formas de comunicación y refuerzo entre la comunidad científica. A más citas, mejor posicionamiento, puede que un artículo muy mencionado sea una basura, pero tal vez tiene muy bien establecidas sus palabras clave para los motores de búsqueda y ofrece un par de afirmaciones interesantes para el ámbito en cuestión y, como el método científico implica que en la producción literaria aceptada por la comunidad no se puedan expresar ideas si no están secundadas por referencias académicas, ahí está el cóctel perfecto para la generación de bolas de nieve informativas envueltas en un supuesto rigor para el que la ley hizo la trampa.

Llegar a formar parte de estas estructuras, la pertenencia a la nobleza académica, permite tomar el ascensor social, incluso a pesar de las dificultades de no pertenecer en origen a una clase acomodada, pero supone un alto precio a pagar. Ese precio es el sentido moral, el criterio propio y la independencia. El egregor de la institución irá absorbiendo todos esos tintes de soberanía personal para transformar al individuo en un acérrimo representante de la identidad corporativa. Es por ello que, de manera paulatina, los agravios y los delitos éticos, como la adjudicación de plazas a dedo, el rechazo a cualquier crítica proveniente del alumnado o la explotación de las personas con becas predoctorales se van normalizando en la conciencia individual y colectiva y se admiten como formas naturales de funcionamiento. Como siempre ocurre ante las disonancias cognitivas (esos desfases entre el esquema de valores y las pautas de conducta) se elaborarán mil y un argumentos de autoengaño para sostener la mentira. Comparaciones con quienes lo hacen de manera aún mas agresiva, mensajes con tintes paternalistas sobre cómo funciona el mundo y un largo sin fin de complacencias para no plantearse mover el status quo. Es cierto que el acceso a una educación superior facilita el desarrollo de capacidades y el acceso en unas mejores condiciones a un mercado laboral precario, lo mires por donde lo mires. El espíritu evaluador de competitividad y de nunca es suficiente ha calado hondo en todos los niveles educativos del sistema público de enseñanza. Hablar de las bonanzas de la cooperación con aulas dispuestas en mesas de a uno y mientras se lucha por la mejor nota llega a ser, hasta cierto punto, psicotizante, son mensajes opuestos por diferentes canales.

Desde luego que la experiencia universitaria sigue siendo una fuente inconmensurable de aprendizaje y crecimiento, pero son muchas las ocasiones en las que se convierte también en un nicho de frustración y decepción. Gracias a la digitalización y a internet, el acceso a la información se sitúa ahora en un ratio de uno a uno sin docencias mediante. Tal vez por todo lo expuesto, y un sinfín de razones más, la aspiración universitaria ha dejado de estar en los corazones de millones de jóvenes que prefieren demostrar sus potenciales y desarrollar sus competencias en un mundo que ha cambiado y que permite abrirse camino y aportar valor a la sociedad sin pasar por el aro adoctrinador de los crucifijos y las cátedras.

 


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