¿Y tú qué miras?

¿Y tú qué miras?

Gabourey Sidibe, nominada al Oscar por 'Precious', escribe sobre su vida con sentido del humor, sobre gordofobia, clase obrera y racismo. Sobre los haters en redes y sobre quererse a una misma. Publicamos un extracto del libro.

16/03/2022

*Gabourey Sidibe

Sirena con cola en una bañera con patas

No os metáis con Gabby. Es guapa… a su manera.
—Prácticamente todas las niñas de mi clase de séptimo.

Noche de Halloween hace un año. Hacía meses que no estaba en casa, así que, cuando mi amiga favorita, Kia, me dijo: «Venga, ¡A DORMIR! Deja el móvil en el cuarto de baño de invitados y mete ese trasero en la cama», sabía que tenía razón. Nos habíamos hecho amigas durante el rodaje de la película Precious. Kia era la ayudante de producción y su trabajo, básicamente, era hacerme de niñera. Con el tiempo se ha convertido en una de mis mejores amigas, además de en mi socia productora y en una de las pocas personas que me conoce mejor que yo misma. Por ejemplo, en aquellos momentos sabía que, aunque dijera que estaba bien, no lo estaba. Lo cierto es que estaba cansada. No me apetecía deambular por la ciudad borracha. El correo electrónico que acababa de recibir decía… ¡joder!, que en dos días tenía que volver a tomar un vuelo. Apenas había tenido tiempo para ver a mi madre y a mi hermano o para almorzar con mi Gay Preferido.

Lo más duro de quedarse en casa el día de Halloween es ver todos los tuits, fotos de Instagram y mensajes de texto de personas más molonas que tú disfrazadas y de fiesta. Todo eso resulta más divertido para esas personas que para mí porque ellas no se dedican a disfrazarse para ganarse la vida, como hago yo…, o al menos de eso intentaba convencerme, aunque no lo estaba consiguiendo. La verdad es que disfrazarme me sigue pareciendo muy divertido. Escuché mi teléfono vibrar. Tendría que haberlo dejado en el cuarto de baño, como me había sugerido Kia, pero… No es que sea adicta al teléfono ni nada de eso… ¡Claro que lo eres! ¡Cierra el pico! Da igual, el caso es que, entre las fotografías de disfraces golfos que aparecían en mi canal de contenidos, había mensajes de amigos que me preguntaban: «¿Cómo que te quedas en casa? ¡Ven aquí con nosotros, capulla!». También había unas cuantas fotografías y vídeos de personas disfrazadas de Precious para Halloween. Precious, el personaje que había interpretado en mi primera película. El personaje que a la gente le parecía hilarante confundir conmigo… Iban disfrazados de MÍ.

Alguien me envió una fotografía de un hombre negro con tejanos y un jersey. Llevaba una almohada remetida por debajo de la camisa y más almohadas bajo las perneras para simular que estaba embarazado y era gordo. Llevaba la cara maquillada de un tono más oscuro que el suyo, ese tono de «negro como el tizne que casi nunca se ve». A modo de atrezo, en una mano sostenía una libreta y, en la otra, un cubo de pollo frito vacío. Estaba de pie junto a una mujer negra con un chándal gris que fumaba un cigarrillo y sostenía una sartén como si fuera un bate. Era Mary, la madre de Precious. Tronchante. Cuando estaba en cuarto curso, me puse un vestido de fiesta de mi madre y salí a jugar al truco o trato disfrazada de Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó. Jamás se me había pasado por la cabeza, jamás de los jamases, que algún día alguien se disfrazara de mí para Halloween. Menudo honor, ¿no?

Pero yo no me sentía halagada. Me sentía ofendida. Tan ofendida que me propuse ignorar durante unas cuantas semanas a los «amigos» que me habían enviado aquellas fotografías. (Soy bastante organizada con mis actos de mezquindad; me gusta planearlos con antelación). El problema es que lo que me ofende no es que la gente se disfrace de «mí». Sé que lo único que están haciendo es disfrazarse del personaje al que di vida. A su manera, Precious es un personaje icónico y probablemente tenga más significado para la gente que se disfraza de ella que para mí. Soy perfectamente consciente del hecho de que, aunque interpretara a Precious, no soy ella. Podemos tener la misma cara y el mismo cuerpo, pero representamos dos cosas completamente distintas. Precious es una superviviente y yo me niego a ser la superviviente de nadie porque prefiero pensar en mí misma como una ganadora. Así que, aunque las caras negras pintadas más oscuras y los disfraces de gorda con almohadas me impactaron como si me hubieran dado un sartenazo en la cara, en realidad no es eso de lo que hablo. Entiendo que el espectador medio pueda considerarlos un homenaje, una fantasía o algo original. No me quejo de eso; de lo que me quejo es de que mis amigos se rían de esos disfraces y pretendan que a mí también me hagan gracia. Me quejo de sentirme obligada a reírme de mi aspecto. ¡Y no me da la gana, joder! Antes de conocer a Lee Daniels, que me seleccionó para el papel de Precious y me dirigió, mi vida era muy distinta. Conocerlo tuvo un efecto dominó tan potente que puedo trazar muy fácilmente hasta él el origen de la vida que llevo ahora, el hecho de estar tecleando en mi MacBook en mi apartamento del Upper West Side. Todos los síes que consiga en la vida a partir de ahora serán la consecuencia de que él pronunciara aquel primer sí. Fue el primer hombre en el mundo que me dijo: «Eres bella y esto es lo que vamos a hacer con tu belleza». Ha hecho más por mí que mi propio padre. Me ha enseñado más con gruñidos de lo que ningún maestro me ha enseñado nunca con palabras. Todos sus cumplidos me saben a gloria y cada crítica que me hace es como si me clavara mil cuchillos en las entrañas. (Suelo decirle que lo que me pasa con él es que tengo síndrome de Estocolmo).

(…)

Muchas veces, cuando salía del ascensor en la planta de Lee escuchaba su música disco a todo volumen a través de la puerta cerrada de su apartamento o bien lo oía gritándole emocionado a alguien algo sobre una de sus películas. En aquella ocasión escuché una voz estentórea a través del manos libres chillando: «¡Esa puta gorda va a salir en portada!». Las palabras procedían del apartamento de Lee y seccionaron por la mitad mi fantasía. Me quedé paralizada.

—¿Me has oído bien, Lee? Voy a poner a esa puta gorda en la portada de Vogue. Me flipa. ¡Esa gorda va a ser PORTADA! —gritó André.
—¡¡¡¡SÍ!!!! ¡¡¡Lo tiene TODO!!! —gritó Lee, dándole la razón.
—Me da igual lo que tenga que hacer, ¡pero esa puta gorda negra va a salir en portada!

Entre carcajadas, hicieron planes para mí, para mi culo gordo y para la portada. No era la portada de una revista cualquiera, sino de Vogue. Permanecí allí de pie en silencio, escuchando a hurtadillas una conversación que no debía oír sobre cómo colarme en un mundo del que supuestamente no debía formar parte. Y no me sentía mal, pero tampoco ya superemocionada. Esperé a que acabaran de hablar. Me habían llamado «puta gorda» antes. Y también me habían llamado «puta gorda negra». Pero aquello era distinto. A André le había encantado mi papel en la película, le había encantado mi interpretación y quería sacarme en la portada de su revista. Pero yo seguía siendo una puta gorda. Una puta gorda negra.

 


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