Los lugares de la memoria como quehacer político
Los derechos de las mujeres son siempre frágiles y por eso construir lugares de la memoria puede ayudar a edificar los derechos como pilar de nuestra sociedad, para que no sean cuestionados una y otra vez.
El momento actual de auge del negacionismo del machismo como estrategia para normalizar al patriarcado e invisibilizar al activismo feminista es clave en la disputa por la narrativa. En ella es necesario que seamos nosotras quienes escribamos nuestra historia, para que nuestra voz, nuestra historia, no sea nuevamente silenciada, invisibilizada. Trabajar la memoria colectiva es comprender nuestro ahora pero también nuestro pasado y ser protagonistas de esa historia, que es nuestra, pero que, a su vez, debe de formar parte de la historia social, de la memoria histórica. En palabras de la historiadora Miren Llona: “Trabajar en la elaboración de la memoria histórica requiere ganar presencia y autoridad en el terreno en el que se dirimen las significaciones, los sentidos y los símbolos como referentes públicos”.
Una de las dificultades, entre otras, de la construcción de esta narrativa, de esta memoria feminista, es que no se corresponde a un único tiempo, momento o contexto, sino que es un hilo conductor en todas las sociedades patriarcales. Este continuum de opresión tiene un continuum de activismo porque las mujeres no hemos tenido solo un papel de oprimidas, sino que también nos hemos resistido y/o rebelado contra el papel asignado en la historia patriarcal. Si no fuera así, tú hoy no podrías leerme y seguramente yo no podría escribir este texto. No es por poner de relevancia este texto sino precisamente por el valor de conocer un pasado donde incluso lo pequeño era lo negado. La normalidad de lo cotidiano sexista, que es aquello que pasa diariamente y que, por costumbre, por repetitivo, deja de tener significado simbólico. No se ve, no importa, no deja huella emocional. Sin embargo, la historia del feminismo está llena de hitos, fechas, luchas significativas que nos cambiaron y cambiaron el mundo.
Aunque parezca mentira, tener una gran y diversa historia compartida es una dificultad para poder generar esos espacios de recuerdo porque, ¿a quién recordar? Algunas voces señalan que a veces se producen agravios comparativos porque hay situaciones concretas, mujeres concretas que se tornan en símbolos/referentes de la lucha feminista. Y no les falta razón, pero también lo es que toda lucha de transformación necesita de referentes, de símbolos que nos ayuden a reconocernos a nosotras y a empatizar, al conjunto, con esa lucha que nos interpela porque contribuye a la justicia social. A mí me marcaron las 11 mujeres de Basauri por el proceso de negación del derecho a decidir que vivieron y porque una de ellas era vecina durante mi infancia. También el asesinato de tantas mujeres que solo sus nombres serían las palabras que llenarían este texto. Eso es solo parte de mi pequeña biografía vital y no quiero, no puedo pensar en el olvido porque sería negar su propia historia, mi propia historia, a través de la cual entender(me). Y eso hablando solo de dos de los ejes que han vertebrado la agenda feminista: el derecho a decidir y el derecho a vivir una vida libre de violencia. Derechos que no tienen capítulo cerrado, en ningún rincón del mundo.
Los derechos de las mujeres son siempre frágiles y por eso construir lugares de la memoria puede ayudar a edificar los derechos como pilar de nuestra sociedad, para que no sean cuestionados una y otra vez. Por otro lado, reconocernos en nuestra genealogía es una parte imprescindible para generar vínculos intergeneracionales y poder subvertir las identidades de género atrapadas en el bucle de los estereotipos. En esa memoria deben de estar los agravios, las víctimas, pero también las vindicaciones y los logros feministas.
Hoy sabemos, gracias al trabajo de los centros de documentación y a historiadoras concretas, que el quehacer de dejar huella forma parte del quehacer de la transformación social. Ello supone trabajar en el conocimiento de las diferentes vulneraciones de derechos que a lo largo y ancho del mundo hemos sufrido las mujeres, así como, en la rebeldía feminista que hoy es una realidad global, intergeneracional e interracial, como nunca antes lo hubiéramos podido soñar.
Toda lucha política y la feminista lo es, está enmarcada en una identificación de la injusticia (el agravio) que conlleva la cartografía emocional de la rabia como motor de acción de la vindicación (agenda) fruto de esa conciencia de injusticia.
En el feminismo hemos teorizado, primero, sobre las violencias que sufrían las mujeres. Luego hemos comenzado a utilizar el plural no solo en las violencias, sino que nos hemos incluido en las mujeres que habían sufrido o sufrían dichas violencias. Hemos empezado a nombrar las violencias como “aquellas violencias que nos atraviesan”, reconociendo las múltiples expresiones de la violencia sexista y reconociendo otras vinculadas con los diferentes sistemas de opresión que operan al mismo tiempo en nuestros cuerpos, mentes y mapas emocionales. En la necesidad de acompañar las experiencias de dolor donde el agravio tiene el poder de construir identidad como es el caso de la violencia sexista. La persistencia del estigma de esta violencia ha estado siempre en las víctimas construyendo un estereotipo sobre las mismas que impedía poder reconocerse como víctima, porque eso suponía “aceptar” que te había ocurrido, y entrar en el estereotipo patriarcal. Las dificultades en torno a la categoría víctima, como papel pasivo asignado por el patriarcado, presuponían que restarían capacidad de agencia para poner en valor las capacidades de las mujeres de resistencia y rebeldía contra esta violencia. Se cerraba así una trampa perversa.
Considero que, desde las instituciones, profesionales e incluso, algunas veces, desde el feminismo se ha confundido ser víctima de la llamada violencia de género con ser débil, indefensa, no tener conciencia de tus derechos o no estar “empoderada”. Esos estereotipos de lo que es una víctima de violencia de género han contribuido a generar un mayor estigma en las mujeres víctimas de violencia, por lo que muchas de ellas no se identifican ni pueden identificar la violencia que sufren ya que ellas sienten que no responden al modelo de víctima en el que se las quiere encasillar. La pregunta podría ser ¿el problema es de las víctimas o de quién pone el estigma sobre ellas? Se da la paradoja de que uno de los problemas que tenemos hoy en día, en estas latitudes, es la no identificación de la violencia porque el patriarcado es un sistema metaestable, como nos recuerda Amorós [en La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias… para las luchas de las mujeres], en el que las formas de expresarse cambian. Es decir, no cambia el fondo, pero sí la forma. Ya no se toleran expresiones salvajes de la violencia sexista, sin embargo, las formas machistas del cotidiano siguen siendo objeto de chanza cuando no de ensalzamiento. Se invierte la realidad y se pone en cuestión una y otra vez el relato de las víctimas a las que pedimos que dejen de “victimizarse”. En el proceso de negación de los derechos de las mujeres se dan tres tipos de indefensión: la indefensión estructural derivada de la violencia institucional, la indefensión aprendida , pero además hay una indefensión radical, como señala Elsa Dorlin en Autodefensa una filosofía de la política, cuando te niegan el derecho a defenderte de las situaciones que vulneran tus derechos como ciudadana. Recuperar nuestra memoria implica salir de esa indefensión para reconocer los aportes de las mujeres contra la indefensión impuesta.
Tomar conciencia del agravio; transitar de víctima a activista
En el recorrido de tomar conciencia del agravio y pasar a la vindicación hay, bajo mi punto de vista, tres categorías diferentes sobre las que voy a intentar dar las pinceladas matriciales de sus definiciones. Estas tres categorías son: la categoría víctima, la categoría sobreviviente y la categoría activista/agente social. No son estancas, ni sin influencias o permeabilidad entre las mismas. Además, una mujer, a lo largo de su vida, puede ser víctima de diferentes violencias materiales. Es lo que tiene vivir en una sociedad patriarcal, que se expresa en cada poro del sistema porque es constituyente del mismo. Necesitamos enmarcar dichas categorías en el propio contexto sociocultural en el que vivimos y en el que se está produciendo, de manera constante, una disputa por la construcción del relato. En esa disputa la creación de los lugares de la memoria son parte ineludible. Las categorías, como las palabras, tienen significado en sus contextos, a veces extrapolable a otros contextos, como yo creo que es el caso, pero seguramente sujetas a revisión. Sin saber qué y por qué recordar es difícil conseguir el peso significativo en lo cultural para poner en valor las vidas de las mujeres. Comenzaré por la primera.
Ser víctima comprende tres elementos: haber sufrido un daño, que el mismo fuera evitable y que sea reconocido como una ruptura de las normas de convivencia. Ser víctima solo reúne estas tres condiciones que tienen más que ver con el externo que con lo que hace la víctima porque en ese momento el problema es el daño externo que se le está infligiendo mediante la imposición; cabe recordar que la violencia sexista es siempre una imposición. Recientemente he terminado un curso para profesionales, en el más alto nivel institucional, que partía de la premisa de querer homogeneizar el discurso de cada agente que interviene en la hoja de ruta de la atención a mujeres víctimas de violencia de género. Uno de los ejes de intervención que se proponía era no ver a las mujeres como víctimas sino como “afectadas por la violencia”. Suena raro pensar en la violencia sexista como algo que nos afecta cuando está en la base constitucional del propio sistema.
Precisamente, que la violencia contra las mujeres suponga una ruptura de la norma de convivencia sigue estando en cuestión y por eso resaltamos que no es una cuestión del único culpable, sino que hay una responsabilidad social, institucional porque esta violencia ha pertenecido siempre al “orden de las cosas”. Todos los sistemas de opresión necesitan de la violencia para su mantenimiento, por eso, tienen un imaginario simbólico que recrea el modelo de relaciones de poder asimétrico, a través del cual se establece la otredad y la violencia, legítima, como elemento coercitivo y corrector para el control de esa otredad.
Quisiera recordar varias características de la violencia sexista, en el marco de las relaciones de pareja, que la diferencian de otras violencias genocidas. Uno: en la mayoría de los casos de la violencia, el maltratador no busca como objetivo hacer daño, ese es un “daño colateral” para conseguir el objetivo que no es otro que el control. Dos: es amotivacional de la conducta de la víctima, se ejerce por lo hecho y por lo no hecho porque esa es la manera de conseguir el desequilibrio psicológico de la víctima. Ahora bien, cuando una mujer decide poner fin a esa relación, puede que no solo no salga de la violencia, sino que la vea incrementada al entender el maltratador que ha perdido el control sobre la víctima.
Otro análisis frecuente es relacionar la baja autoestima de las mujeres con el riesgo de sufrir violencia. Hoy sabemos que la baja autoestima puede ser más la consecuencia que la causa de la violencia. Además, seguimos pensando que las mujeres tienen el control sobre la violencia, como si la violencia no fuera una imposición. El problema es que continuamos analizando la violencia como si en 40 años no hubiera cambiado nada en las relaciones de género, o en las propias mujeres. Pongo esa etapa cronológica porque en 2021 se cumplieron 40 años desde que las feministas de América latina y el Caribe reclamaron el 25N como día internacional para recordar el asesinato de las hermanas Mirabal, asesinadas por su activismo político. Hoy son tantas las compañeras activistas y no activistas que han sido asesinadas, mujeres que fueron asesinadas en un vano intento de ser calladas para siempre. Tenemos, yo creo, un deber de que su lucha no se extinga con ellas y de que sus asesinatos no sean olvidados.
En los últimos años hemos empezado a hablar de justicia restaurativa, de la necesidad de reparación de las víctimas. Es decir, el centro de cualquier acción es la víctima a la que hay que reparar desde diferentes ámbitos para que pueda ser una sobreviviente con dignidad y respeto a sus derechos. Otras, las asesinadas, no sobrevivirán, pero sus relatos de vida, de ilusiones, deseos, deben de sobrevivir a través de su recuerdo como ejercicio de reparación social.
Reconocerse como víctima es parte ineludible para poder comenzar el camino de la reparación, pero es que, además, sin víctima no hay agresión ni agresor. La reparación supone el reconocimiento del daño y se produce tanto a nivel individual, como a nivel colectivo, como parte del compromiso de no repetición, puesto que esta es una violencia que excede a los sujetos materiales y busca un objetivo político independientemente de los intereses particulares de cada agresor. La reparación, independientemente de cómo sea la víctima, de su condición, es un deber ético de cada sociedad. Además, facilita poner en valor el duelo social, de la capacidad de empatizar con el sufrimiento ajeno que no nos puede ser ajeno. Tener espacios de la memoria posibilita generar espacios materiales para la expresión de ese duelo social donde acompañar el dolor. El reconocimiento contribuye a la reparación, al empoderamiento y a la ruptura de estereotipos, facilitando la transmisión de nuestros valores sociales a las futuras generaciones.
Ser sobreviviente supone haber sobrevivido a algo que ya ha pasado o a condiciones adversas. En este caso, el centro se pone sobre la resiliencia que ha podido desarrollar la víctima para pasar a ser sobreviviente. El centro ya no es el daño ocasionado sino las capacidades de la sobreviviente. Una puede ser sobreviviente de situaciones pasadas, haya o no elaborado una conciencia sobre ello. Se puede ser sobreviviente del Holocausto nazi, de la dictadura española, de los diferentes genocidios que han recorrido el horror humano. Se puede ser sobreviviente a una vivencia episódica de violencia. Cuando una está inmersa en la situación de violencia directa, someterse, luchar o buscar ayuda son ejercicios para poder sobrevivir, pero sin duda una es víctima. Podría darse la paradoja, no deseada, de que queriendo centrarnos en las capacidades de las mujeres nos olvidemos de señalar dónde está el origen de esta violencia. Que además no es un fenómeno, sino que ha sido, y en parte es, el modelo relacional entre hombres y mujeres. Con todo un sistema institucional de ratificación, véase el caso de Ángela González, Juana Rivas, Irune Costumero, de la violación en Valencia a una menor y nuevamente el listado no tiene fin. Centrarse en las capacidades de resistencia, de sobrevivir, puede hacer que centremos la mirada en las capacidades de las mujeres, a las que pedimos actos valerosos sin poder digerir la violencia en toda su dimensión y que muchas veces no termina tras la agresión material, sino que continua a nivel institucional.
Ser activista/agente social implica un paso que no necesariamente tiene que haber transitado por el de ser víctima de violencia material, pero sí por el de reconocer el agravio en una misma o en otras mujeres. Para muchas feministas, entre las que me incluyo, ser activista no es solo una forma de vida, sino que es un ejercicio constante de reparación y de sororidad para que ser mujer no sea un factor de riesgo vital. Para reparar, desde un concepto de justicia restaurativa, es necesario el reconocimiento del daño. Cuando las violencias exceden a los sujetos materiales como es el caso de la violencia sexista no podemos solo actuar en el ámbito punitivo, en la búsqueda del único culpable. Contribuir a la disputa de la narrativa cultural es parte del quehacer feminista. A veces, queriendo romper con el estigma hemos contribuido a él o al menos no hemos dejado el espacio suficiente para elaborar los daños y la reparación sobre las violencias vividas, al pedir o nombrar a las mujeres como sobrevivientes, como si la violencia patriarcal se extinguiera.
La memoria como lugar político
Ningún movimiento político transformador puede articular su propuesta sin tener en cuenta los agravios, sin saber su propia historia de vindicación. Además, como señalaba al inicio, queremos que nuestra lucha no solo forme parte de nuestra memoria colectiva, sino que pase a formar parte de la historia en mayúsculas, reconociéndose el gran aporte social de las mujeres, del feminismo, para la justicia, la democracia y la libertad del conjunto.
Cuando comenzamos la campaña para que Bilbao tuviera una plaza en recuerdo a las víctimas, pero también a las mujeres y a las organizaciones feministas que habían luchado muchas veces desde la más absoluta precariedad contra esta violencia, una de las resistencias que tuvimos que vencer fue al interno del feminismo donde muchas compañeras no veían la necesidad e incluso nos cuestionaban y se negaron a firmar la petición porque consideraban que con ello promovíamos lo que el sistema había dicho siempre de las mujeres, el papel de víctima, de sumisión. Se daba la paradoja, aunque no fuera nuestra intención, que sin querer reconocer a las víctimas impedíamos que las propias víctimas pudiesen reconocer el daño como injusto y transitar desde lo personal a lo político. Posiblemente, no supimos hacer llegar bien nuestro mensaje. Además, 2010 era un momento en el que el tema de la memoria de las mujeres, del feminismo, no entraba en el imaginario que sí soportaba otras memorias y, con ello, la construcción del relato histórico como parte de la lucha de cualquier movimiento político o grupo social agraviado. De hecho, a nivel institucional se decidió poner un subtitulo a la plaza 25N, que rezaba “de las mujeres”, justo lo contrario de lo que nosotras queríamos trasladar. Para nosotras era fundamental que el conjunto de la ciudadanía sintiera esa plaza como suya. Que fuera un reflejo de nuestros valores sociales, que las futuras generaciones recordaran el horror de la violencia sexista y pudieran sentir como propia la responsabilidad de su erradicación. No queríamos que se trasladase el mensaje de siempre, que “la violencia es cosa de las mujeres”. Otra argumentación era que el 25N no era una fecha conocida. Han pasado ocho años desde que la plaza 25N se convirtiese en realidad. Hoy ese argumento se caería por su propio peso. Pese a todo esto, estoy convencida de que la plaza 25N abrió un antes y un después. A veces se necesita tiempo para reflexionar y argumentar, máxime con una tradición feminista en la que el trabajo de la memoria no ha sido un eje de trabajo hasta hace unos años. La lucha feminista, quizás por la socialización en género, quizás por el deseo de escapar a nuestra propia historia o porque sin duda, no es una lucha que ensalce las individualidades, sino que es un movimiento político profundamente colectivo. Quizás por todo ello nos haya costado poner en valor una historia sin la que ya no se podría entender ninguna sociedad actual.
En el grupo de autodefensa feminista estable reivindicábamos este último 25N que “lo que no reparan las instituciones lo reparamos nosotras” y no tengo ninguna duda de que el feminismo y ser activista feminista es un ejercicio de reparación, en lo individual y en lo colectivo, para millones de mujeres. Ahora bien, al menos que consideremos que la violencia contra las mujeres no es un problema social o bien que las injusticias y violencias que nos atraviesan a las mujeres solo nos importan a nosotras, solo en esos casos se podría entender no luchar por la memoria, por el relato y la disputa cultural como una de las herramientas para transformar el mundo. Si la violencia sexista importa, hagamos que importe. Hagamos que los espacios de la memoria ya existentes en lugares como México, Bilbao, Chile, Peralta y así un largo etc. sean espacios de recuerdo, de solidaridad, del reflejo de nuestra responsabilidad de recordar para cumplir con el compromiso de no repetición.
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