Racismo tipo Torrente

Racismo tipo Torrente

He colaborado con Moderna de Pueblo en una ilustración que dedicamos al verano y en la que contamos las bromas sobre si el color de la gente negra se debe a que nos ha dado mucho el sol y las preguntas como la de que si nuestro pelo se moja.

22/06/2022

Viñeta de Moderna de Pueblo, con la colaboración de Lucía Mbomío.

Iris Sastre Rivero, una amiga afromadrileña que decidió irse a vivir a Londres, dice que “en España el racismo es tipo Torrente” y creo que tiene toda la razón. A mí también me recuerda al policía protagonista de la saga de películas de Santiago Segura: es soez, antiguo, con olor a Barón Dandy mezclado con sudo, bestia y a gusto en su bestialidad.

Hace no mucho colaboré con Moderna de Pueblo en una ilustración que le dedicamos al verano. Contamos que en “la estación del humor” empiezan las bromas sobre si el color de la gente negra se debe a que nos ha dado mucho el sol y las preguntas marcianas, como la de que si nuestro pelo se moja. Pues bien, una vez más, se ha liado en Instagram.

Por recurrentes, he decidido clasificar los comentarios, más de 800, vertidos en la publicación:

1. Los tipo CEO. Los escriben personas blancas no aliadas que deciden cuáles deben ser nuestras prioridades, qué debe fastidiarnos y cuánto. Nunca se han interesado por nada que tenga que ver con el racismo pero aquí mandan ellas.

2. Los estilo coach. Parten de gente que nos invita a que trabajemos nuestros complejos y nuestra autoestima. Abogan por la risoterapia porque, aun reconociendo que la vida no es un camino de rosas, nuestra actitud y optimismo son definitorios para encontrar la felicidad. Gracias por vuestros superconsejitos, bebés.

3. Los que son pura fragilidad blanca. Escritos por personas ofendidas que nos llaman ofendiditas, un must. A sus ojos, somos de cristal, así que nos recomiendan que apretemos los dientes y que, de paso, cerremos el pico. Ahora bien, ellas tienen derecho a preguntarnos lo que sea, incluso sin conocernos, y a quejarse de nuestro tonito.

4. El orgullo de la RAE. Parten de gente que pertenece a una religión monoteísta cuya diosa es la Real Academia Española de la lengua. A ella se remiten constantemente para desmontar lo que decimos, obviando las definiciones de racismo nacidas en el seno del activismo y de la sociología.

5. Los de la opinión imbatible. Desde el antirracismo adquirimos conocimiento leyendo y escuchando con voracidad a expertas. Y sí, aparte, recolocando vivencias tras pasarlas por el tamiz del corpus teórico generado por la comunidad afro. Nosotras vamos pertrechadas con más bibliografía que tomos había en la biblioteca de Alejandría y al otro lado responden un “es mi opinión”, que vale para todo. Es como si yo, periodista, de letrísimas, pensara que puedo debatir sobre medicina con personal sanitario por haberme tomado un gelocatil.

6. Los tipo “y yo qué, ¿eh?”. Escritos por mujeres de tez muy clara que, además de compararse, reclaman que también les hagan una ilustración a ellas. Para una vez que hablamos de lo que nos pasa a las personas negras, no soportan no ser las protagonistas. Si bien es cierto que no está bien que opinen sobre el cuerpo de nadie y que, por supuesto, tienen derecho a quejarse, las causas de que nos lo digan a unas u a otras son distintas.

Hablando de causas, allá van.

El racismo es estructural y, como tal, se expresa de muchos modos, igual que el machismo. Algunos más violentos y tangibles que otros, pero todo viene de lo mismo.

Pondré un ejemplo. Machismo no es solo que tu pareja te mate ni racismo únicamente que un policía asesine a George Floyd. Machismo es también que asuman que, por ser mujer, cuando estás tomando algo con un amigo, la cerveza se la sirvan a él y a ti el zumo. Como mujer, ¿te destroza la vida que algo así suceda? o ¿piensas que el camarero es Lucifer por hacerlo? No, en absoluto, nein, pas du tout. Lo pongo en varios idiomas con el fin de dejarlo claro, que luego me llaman llorica. Sin embargo, no pasa nada por aclarar que no es correcto. Es más, decirlo puede ser útil para iniciar pequeños cambios. Los grandes requieren mucho más trabajo colectivo y activarse desde otros espacios que no sean solo las redes o las conversaciones cotidianas.

Así pues, no es tanto el acto sino por qué se produce. ¿Por qué hay tanta gente que piensa que somos extraterrestres? Vayamos al origen.

Tiene que ver con la deshumanización de los cuerpos negros que se utilizó para justificar la esclavitud. En una época tremendamente teocrática, se dijo que las personas que raptaban en África no tenían alma y, por tanto, que no eran como el resto que, de hecho, eran menos que el resto.

Siglos después, con la la Ilustración, la religión perdió peso y ya no valía hablar de alma, por lo que se apeló a otras diferencias: la raza blanca era la de la creación y el pensamiento y la negra la de la fuerza bruta, los instintos irrefrenables y las bajas pasiones. De ahí bebe la hipersexualización actual y la concepción de las personas negras como excelentes en términos físicos y deportivos (no olvidemos cómo antes, en los mundiales de fútbol, siempre se hablaba de las selecciones tácticas a las que se comparaba con las del poderío muscular).

Durante mucho tiempo, esa división ha sido validada por lo que se denomina “racismo científico”, cuyo padre fue Gobineau. Se hacían mediciones de genitalidades y de cráneos con el fin de demostrar, basándose en una suerte de pseudociencia, la inferioridad de las personas no blancas.

Obviamente, en la actualidad, no estamos en ese punto. Todo avanza, pero quedan flecos que provocan que el racismo se manifieste de otra manera. Prueba de ello es la alterización (y subalternización) de lo que somos. Se nos considera seres exóticos, da igual de dónde vengamos, y se nos aducen cosas rarísimas, como si no fuéramos tan humanos como el resto.

 

 

Llegada a este punto, creo que ya es hora de contestar a algunas de esas preguntas existenciales que no dejan dormir a quienes las formulan, tanto que se enfadan si respondemos bordes o les ignoramos: sí, las pieles más oscuras también reaccionan al sol y sí, los cabellos rizados y afro se mojan. Cuando les confesemos que, además de lo anterior, respiramos, lo mismo se quedan sin aliento del susto.

Hablando en serio, la denuncia no parte de algo aislado sino de un todo que actúa como la tortura de la gota, lesiva por cantidad y por repetición.
“Si es que lo que importa es la intención”, repiten en bucle como descargo. Y yo que creía que, según el refrán, lo que importaba era participar, no ganar, me encuentro que se agarran a esa intención tan fuerte que los nudillos se les quedan blancos . Más blancos. Se aferran a esa única respuesta , escrita muchas veces y por muchas personas por si, de tanto usarla, suena la flauta y deviene verdad.
El problema es que sumando y sumando buenas intenciones nos toca convertimos en sacos de boxeo. Aguantamos cualquier golpe hasta que nos rompemos, no porque sintamos dolor, puesto que los sacos de boxeo nacieron para recibir puñetazos y ni saben qué es es el padecimiento, sino porque, tras mucho tiempo, se le han reventado las costuras. Como a la camiseta de Hulk.

Supongo que debe fastidiar que, pese a ser lo más lógico, quienes expliquen que algo es racista sean personas racializadas con un discurso sólido. De entrada, una parte de la población ni imagina que existimos y, si lo sabe , nunca se ha interesado por lo que tenemos que decir. Por eso, les explota la cabeza cuando no nos quedamos calladas o no se nos dibuja en el rostro una sonrisa forzada ante los chistes zafios que hacen sobre nosotras año tras año . Con todo, dado que ser racista es algo muy malo y nadie quiere estar en ese bando, la gente (racista por aprendizaje, por nacer y crecer en un sistema que te esculpe para que lo seas -y también machista , clasista , homófoba, etc…-) se siente dolida por nuestros comentarios y redefine el término hasta que lo adecua a lo que necesita que sea .

Prosiguiendo con lo de las intenciones, las personas que escuchamos las mismas preguntas y frasecitas cada verano ya sabemos que, en general, no se hacen a malas, pero también que no están bien. ¿Y qué pasa cuando decimos “basta ya” a chistes con solera aunque sin gracia? Pues que, en un giro inesperado de los acontecimientos, quienes nos pedían que no fuéramos tan “pielfinistas” lo consideran un ultraje. A base de escribir mensajes en redes hasta que se quedan sin huellas dactilares, nos exigen que dejemos de lado nuestras reivindicaciones y nos piden que nos cosamos los labios.

Esa gente no debe saber quién fue Anastasia y por qué no podemos callarnos.

Cuenta una de las miles de versiones de su historia, que fue el producto de la violación de un hombre blanco a una africana bellísima a la que arrancaron de algún lugar en la cuenca del río Congo y llevaron a la fuerza a Brasil. Su hija heredó su condición de esclavizada, su físico imponente y los ojos azules de un padre que jamás la reconoció.

Al igual que su madre, fue violada, maltratada y la hicieron trabajar sin cesar pero, a diferencia de ella, encontró una vía de emancipación fugaz y placentera: siempre que podía gritaba orgullosa que ella no era esclava, que era libre y, por más que la azotaban, no la enmudecían. Su naturaleza indómita, en el país que más tardó en abolir la esclavitud de América, escocía y por eso le impidieron hasta replicar. Cansados de su osadía y de escucharla, le pusieron un bozal de hierro para que ni su lengua ni sus palabras ni su voz fueran libres.

Lo llevaba todo el día y solo se lo quitaban para comer, hasta que se le clavó en la carne de la cara provocándole gangrena o quizá fuera tétanos. Sea como fuere, acabaron con la vida de una mujer negra, valiente y respondona a la que todavía hoy se rinde culto.

Contestar hartas, con ironía, firmes o secas no nos hace antipáticas ni malas personas. Implica, aún sin ser conscientes de ello, honrar a Anastasia y arrancarle el bozal.

 


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