El sistema capitalista necesita nacimientos, pero no partos ni crianzas
Se analiza la natalidad como una cuestión de estado pero no como un problema social: muchas mujeres que eligen ser madres no podrán serlo.
Controlar la natalidad para elegir libremente ser o no madre ha sido una lucha histórica de las mujeres, a través de los derechos sexuales, el acceso a métodos anticonceptivos y la despenalización del aborto. Oponiéndose a este control nos hemos encontrado con sectores conservadores y religiosos y, en ocasiones, también con gobiernos supuestamente más progresistas de algunos países donde los nacimientos eran considerados un recurso para el país, pasando por encima de los derechos de las mujeres.
Sin embargo, el control de la tasa de natalidad no siempre ha sido una respuesta a la demanda de las mujeres, tal y como ocurrió con la política represiva de hijo único en China hasta el año 2015. Tampoco nos podemos olvidar de la relación histórica entre control de la natalidad, el racismo y la eugenesia. Esterilizaciones forzadas de grupos de población, como la realizada a mujeres negras o a las mujeres gitanas durante siglos. Esterilizaciones de personas con discapacidad y también de personas que habían cometido algún delito. El reparto de anticonceptivos exclusivamente para personas pobres. La experimentación con anticonceptivos hormonales para mujeres de países pobres argumentando el control de población como requisito para su “desarrollo”. El paternalismo cultural occidentalizado y el etnocentrismo que define cual es el modelo de familia óptimo.
En nuestro país hace tiempo que preocupa la natalidad, el bajo nivel de reemplazo, el problema de sostenimiento del sistema, el envejecimiento de la población. ¿Quién pagará las pensiones? nos plantean. La extrema derecha suele mantener un discurso catastrofista sobre el nivel de reemplazo, más relacionado con la construcción de una “patria” (por ejemplo no aceptan el reemplazo gracias a las personas migrantes) y con el mantenimiento de los roles de género tradicionales. Sin embargo, en el discurso de la izquierda también quedan fuera los deseos de muchas mujeres, al hablar de nacimientos en abstracto pero no de madres ni de familias, pues siguen pensando que son instituciones reaccionarias, como si las feministas no fuésemos también madres. En general, se analiza la natalidad como una cuestión de estado pero no como un problema social: muchas mujeres que eligen ser madres no podrán serlo.
Una de las causas es la incompatibilidad con el empleo. Aunque la mujer ha trabajado siempre y de forma invisible, la asimilación completa al sistema capitalista es relativamente temprana. Un sistema que necesitaba mano de obra precaria, que realizase trabajos muy duros, minuciosos, repetitivos, de largas jornadas, a cambio de poca remuneración y sin apenas derechos. Poco a poco, las luchas sindicales fueron consiguiendo derechos laborales, en un primer lugar sin tener en cuenta la situación específica de las mujeres. Hoy, la brecha de género se mantiene, porque transformar las dinámicas patriarcales de este sistema se antoja tan imposible como pretender que el capitalismo sea sostenible. Por lo tanto, a pesar de los pequeños logros que vamos consiguiendo, nunca se llegaría a una igualdad real, porque ¿qué significa igualdad real dentro de un capitalismo patriarcal?, ¿nuestra extinción?
Igualdad real ha significado obviar nuestros procesos sexuales y externalizar los cuidados. Por un lado, se nos ha culpado de estar sosteniendo el patriarcado: “Estáis criando mano de obra para el sistema” nos decían. Una huelga a lo Lisístrata podría haber sido interesante para conseguir derechos, recursos y reconocimiento para este trabajo invisible. Pero nos equivocamos y muchas mujeres tuvieron que hacer una “huelga” obligada para poder incorporarse al mercado sin que la maternidad estorbase, demostrar que podían quitarse la etiqueta “madre” para ser competitivas como productoras de capital. Al no haber existido apenas luchas por una maternidad con derechos, ésta se transformó en dobles y triples jornadas, la explotación de otras mujeres, de las abuelas o en dejar la crianza en manos del sistema.
La externalización de los cuidados ha sido y sigue siendo una demanda feminista (no de todo el feminismo) y está muy bien respaldada por casi todas las opciones políticas como una de las principales medidas de conciliación. Sin embargo, esta medida no ha tenido nunca un carácter antisistema: ha creado empleo precario y feminizado, ha apartado y recluido a un sector de la población no productivo (la infancia) sin atender a sus necesidades, se ha centrado en las necesidades del mercado sin cuestionarlas y, a la vez, ha puesto a las criaturas al amparo del sistema (rompiendo el vínculo materno). Una y otra vez escuchamos hablar de infancia en riesgo (siempre dentro de las familias) pero no se ha planteado el riesgo que supone para la infancia temprana la externalización.
Apostar por la institucionalización de bebés desde los cero meses significa comenzar con el adoctrinamiento sistémico patriarcapitalista desde prácticamente el inicio de la vida, eliminando a la madre de la ecuación. Con esta estructura tan bien definida podemos comprender por qué se promueve la natalidad: este sistema necesita nacimientos, pero no partos y mucho menos crianzas. Necesita números pero no experiencias.
Hablar de los riesgos de la externalización es interpretado por muchas personas como una vuelta al pasado, volver a antiguos roles de mujeres cuidadoras. Pero dejemos el pasado y vamos a observar nuestro maravilloso presente en esta sociedad hipermoderna: precariedad, soledad, aislamiento, consumismo, depresión, ansiedad, trastornos, estrés, homogeneización, globalización, desigualdad, ausencia de capacidad crítica, competitividad, violencia, prisa, jóvenes y no tan jóvenes naufragando en las redes, apariencia, falta de empatía, problemas de apego, individualidad, desesperanza, etc. La infancia hoy solo se tiene en cuenta como seres que consumen. ¿No requiere este presente una transformación? si apostamos por el decrecimiento con respecto al consumo y la economía, ¿no podemos optar también por el decrecimiento en los cuidados?, ¿podemos reducir los impactos que estamos provocando en la infancia?,¿redistribuir la riqueza con quienes ejercen los cuidados?, ¿relocalizar a los bebés en su hábitat (el cuerpo materno)?, ¿reestructurar el sistema para construir una sociedad basada en los cuidados?, ¿reutilizar y reciclar los saberes de las madres en lugar de eliminarlos?
El inicio de esta revolución decrecentista, de la recuperación de la humanidad como parte integrada y no depredadora de su ecosistema comienza, inevitablemente, con un parto. Como decía Michel Odent: “Para cambiar el mundo es necesario cambiar la forma de nacer”. La construcción de una sociedad respetuosa debe comenzar con un parto respetuoso y, por lo tanto, con el derecho de las mujeres sobre su propio cuerpo. Un parto respetado es un parto revolucionario, porque libera a la madre del estado patriarcal en el que quizás se encuentre y consigue hacer unión con su criatura para enfrentarse al mundo que la rodea. Por eso, violentar a las mujeres y separar a los bebés de sus madres es una estrategia de desvinculación que el sistema ha llevado a cabo desde hace mucho tiempo. Las madres desvinculadas se debilitan y son más permeables a las normas establecidas. Los bebés desvinculados se vuelven inseguros y, después de muchos llantos desatendidos, acaban aceptando las normas sistémicas sin rechistar.
Una sociedad donde la infancia es una patata caliente, incompatible con nuestras vidas desde su nacimiento, y vamos haciéndola saltar para que no caiga, sin darnos cuenta de la inestabilidad que supone estar siempre en vuelo y sin punto de referencia. Niñas que no conocen la seguridad del vínculo, que no conocen el buen amor, inseguras y siempre expectantes. Niños que no conocen la seguridad del vínculo, hijos sanos del patriarcado. El fin de la violencia machista también comienza con un parto.
El sistema no necesita partos, saliva con la idea de úteros artificiales. Tampoco necesita crianzas, por eso externaliza. Pero las madres no son culpables, sino víctimas. Jamás debemos echar este peso sobre ellas como aquel anuncio contra la violencia machista que decía “mamá, actúa”. Es el sistema quien nos maltrata, pongamos ahí el foco. No más libros para madres sobre cómo debemos hacer bien las cosas, no más expertos. Mejor más activistas en las calles, más desobediencia. Parir en casa es una opción maravillosa, pero muchas madres la eligen porque es la única forma de escapar de la violencia hospitalaria, no tienen otra elección. Muchas madres deciden abandonar su empleo o coger excedencias sin remunerar porque es la única forma de poder criar, no tienen otra elección. Todo recae sobre las madres. Solo nosotras protegemos el vínculo. Cuándo nos daremos cuenta de que esta protección debe ser social.
Como dice Adriana Guzmán, del feminismo comunitario de Bolivia, la crianza debe ser comunitaria. Que todas las personas ejerzan cuidados, tengan hijos e hijas o no, porque la infancia es comunidad. Pero eso no significa eliminar a las madres: queremos maternar dentro de esa comunidad que cuida. No más soledad, carga, ansiedad, invisibilidad. Pero tampoco precariedad: que las leyes dejen de proteger al capital y protejan nuestros vínculos. Que el trabajo de cuidados tenga tal importancia, que los demás trabajos se adecuen a él.
Como dice Casilda Rodrigáñez, una sociedad basada en el amor materno se centraría en el bienestar, en la complacencia frente a la dominación, en la confianza de la bondad innata frente al tánatos social, en la armonía frente a la rivalidad, en el don frente al saqueo. El amor materno es la base del amor. Si fuésemos conscientes de que este sistema quiere infancias desvinculadas, impidiendo partos respetados y crianzas libres y apegadas, para acabar así con el amor materno, todas las personas que defiendan el cambio deberían poner ahí el foco. La lucha de las madres debería convertirse en la lucha de todas las mujeres y de toda la humanidad. Ese es el principio de todo.