Si hubiera sido un tío…

Si hubiera sido un tío…

Las agresiones y el acoso sexual no siempre parten de los hombres. En ocasiones, las mujeres reproducimos dinámicas y estereotipos machistas que hieren transformando espacios seguros en lugares hostiles. Frente a la falta de referentes, reclamo y reflexión.

Texto: Aida Acero
27/07/2022

— … y entonces me pegó un sobeteo de flipar. Si hubiera sido un tío…
— Le habrías calzao una hostia.
— Tal cual
— Pero no lo hiciste.
— No…

Nunca lo hacemos. Nunca sueltas ese tortazo porque no es un tío. Es una compañera o incluso una hermana y estabais en lo que pensabas que sería un “espacio seguro”. De alguna manera cuesta asimilar que ellas se comporten como ellos. De ellos cabe esperárselo, o no esperar nada. Quiero decir: es un relato habitual. Aunque bueno not all men, decían por ahí.

Cuando una mujer agrede a otra utilizando las dinámicas patriarcales como “tomar lo que se quiere sin preguntar a la persona que se tiene en frente”, mi fe en la humanidad y en el feminismo como elemento reconductor de la misma pierde cinco puntos. Todas las que acudimos a ese lugar lo hacemos porque precisamente estamos hartas de que nos traten como ganado. Como un producto de alimentación más que pudieras coger del estante en cualquier supermercado. Por lo visto, hace falta algo más que un cartel abjurando sobre las violencias machistas para que un espacio seguro lo sea realmente.

Supongo que, salvando las distancias y el abanico de diversidad que acude a dichos lugares, sin ese cartel, ese espacio bibollero sería como una fiesta lésbica más en la que las asistentes son consumidoras y producto a partes iguales. (Una vez más, gracias capitalismo por mercadear con nuestra identidad y nuestro deseo.)

No hay que olvidar que los espacios los conforman las personas que acuden a ellos. Al final nos influyen las dinámicas que llevamos mamando toda la vida en cada serie, película o libro que hemos leído, y que a falta de otros referentes, buenas son galletas.

A fin de cuentas, según esos mismos referentes, una mujer está legitimada para darle un sopapo al gañán (que no galán) de turno cuando este se sobrepasa. Me fascina la palabra “sobrepasarse” en este contexto. También me alucina ese cachete con el que la agredida, a pesar de la mala leche de la que parece estar haciendo gala en ese momento, apenas sí es capaz de despeinar a su agresor. Es una ostia, pero no mucho, como diciendo: “no me gusta que me toquen sin mi permiso, pero oye, quién sabe, a lo mejor a base de repetir la experiencia lo mismo me enamoro”. La acción resultante suele ser que tras la torta el tío se lanza a comerle la boca. (Guau)

La primera vez que una chica me agredió fue hace ya diez años. Lo que empezó siendo un baile (un baile normal y corriente sin posterior pedida matrimonial, un baile y punto, joder) acabó convirtiéndose en un desmedido afán de aquella chica por desvestirme en medio de la pista. Fue en ese punto cuando sus amigas me la quitaron de encima. No antes, cuando me estaba intentado comer la boca o cuando me andaba tocando por debajo de la ropa. Supongo que ahí vieron que mi paciencia y mi buen hacer habían tocado a su fin. “Está muy borracha”, dijeron sus colegas. Y a mí me recordó a lo de siempre. En aquella ocasión me volví a casa divida entre la habitual sensación incómoda y el estupor de una chica de pueblo casi recién llegada a la gran ciudad que vive su primera entrada en el ambiente lésbico.

“Si hubiera sido un tío…”, pensé por primera vez. No es por presumir, pero confiaba, y confío, en la eficacia disuasoria de mis puños, que no tortazos, la cual a aquellas alturas de la vida ya había sido testada en varias ocasiones.

Tenemos un problema serio con el consentimiento tanto a la hora de interpretarlo como de limitarlo. En primera instancia porque aún hay quien entiende que es mejor pedir perdón que pedir permiso. En segundo lugar, porque seguimos interpretando cualquier tipo de contacto físico, no hablo ya de compartir un baile, como una señal de deseo sexual de la otra persona. Tenemos un problema serio a la hora de limitar a la mujer que tenemos en frente porque acostumbramos a identificar las agresiones con el lado macho de la sociedad. Porque somos más empáticas y comprensivas entre nosotras y porque en cuanto nos revolvemos un poco de repente estamos recibiendo el calificativo de “estrecha” de los labios de una dama.

 

Escuchar cosas como “hay que ver cómo te pones”, “tampoco es para tanto”, “estamos entre amigas”, “es coña, mujer”, de boca de otra mujer es lo que te falta pa’l duro. No sé de qué videoclip de reguetón te has escapado y lo siento mucho, pero tu fluir a mí me ahoga.

Ahoga la concepción romántica de conocer a una persona y que cuando estés en un proceso de ligoteo todo tenga que ser perfecto, fluido y fantabuloso. Además, por lo visto, todas tenemos un radar de serie que nos hace identificar perfectamente los deseos y el estado emocional en el que la otra persona se encuentra en todo momento. Pues mira, yo no. Soy una parda y generalmente vivo en la inopia. Me cuesta identificar cuando gusto, y peco de cuestionar demasiado la intencionalidad que se esconde tras un contacto físico inesperado, aunque esto tiene que ver más bien con mi genética castellana. Y a pesar de que a mis amigas les suelo decir que “o me empotran o no me entero”, la realidad es que tampoco es algo que me resulte del todo apetecible.

Preguntar y que me pregunten para mí es un alivio: “¿Te importa que te toque?”, “¿puedo besarte?”, “¿te apetece que te entre?”, “¿cueces o enriqueces?”. Se rompe la magia sí, pero a cambio se gana en salud mental y emocional. Y bailar deja de ser deporte de riesgo.

El punto a favor que tiene ese espacio bibollero que no tiene la mejor lesbian party de España es que hay una conciencia puesta en que esas dinámicas existen y que nadie está legitimada para tirar la primera piedra. De ahí el famoso cartelito y la presencia de los puntos violeta, arcoíris, o “inserte aquí el color de preferencia”. Lugares de denuncia y mediación en caso de que las agredidas se vean con chicha y ganas para revelar un acoso.

Porque esa es otra, a pesar de la existencia de estos puntos muchas veces no se hace. Los motivos son diversos: no quieres montar el pollo en la fiesta, justificas a la otra mujer, no quieres pasar por un cuestionamiento, te sientes en inferioridad de condiciones porque sabes que la otra va a utilizar su influencia en el espacio, o directamente no se identifica ese comportamiento como una agresión o manipulación hasta que ya es demasiado tarde.

Tenemos una falta grande de otros referentes que nos lleven a dinámicas más sanas, somos permeables a la concepción del sexo como baremo de éxito social, y a veces nuestra deconstrucción no es todo lo perfecta que nos gustaría. Como resultado de esto, alguna sale herida y parece que no se pudo evitar. Pero, eh, aquí hay un espacio para hablar de ello, para que te desahogues, para mediar y buscar una reparación. En ese sitio de color específico es donde mi fe en la humanidad y en el feminismo se restaura de vuelta. Y decido guardarme los puños para recibir un abrazo.

No, tía, no te daría un guantazo porque tu conducta agresora no parte desde el mismo lugar que la de ellos, ni está legitimada por todo un entramado social y cultural, ni existe un desequilibrio de poder entre nosotras. Eso, a pesar de que tu percepción de este espacio seguro sea la de un corral del que te has autoproclamado gallo mayor.

Si te lo diera, yo también pasaría a formar parte de esa dinámica patriarcal de castigo, de linchamiento público y posterior expulsión, que tapona una reflexión que te permita reparar el daño. Y aunque darte una patada no deja de ser tentador, quizá no sea esa la respuesta que merece esta agresión. Yo, desde luego que no voy a querer saber nada de ti, al menos en un tiempo, pero confío en que el espacio y la gente que lo habita te den la oportunidad que necesitas para crecer en él. A fin de cuentas sobre eso van estos espacios, sobre de-construirse.

 

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