Soy pecadora: tengo endometriosis
A pesar de la ley recientemente aprobada por el Gobierno, que permitirá a las personas con reglas incapacitantes disponer de una baja, la persecución y estigmatización de las enfermedades asociadas a la menstruación es un hecho instaurado en el seno de nuestras sociedades desde hace siglos.
A mi abuela, condenada a expiar a través del dolor por ser mujer.
La reciente aprobación por parte del Gobierno de una ley que permitirá a las mujeres disponer de bajas por reglas incapacitantes indudablemente representa una mejora en la calidad de vida de las personas menstruantes. Sin embargo, no podemos entender este pequeño avance sin el trabajo previo de activismo realizado por divulgadoras y pedagogas menstruales, así como de muchas de las pacientes y afectadas por enfermedades asociadas a la menstruación, como es la endometriosis.
Esta enfermedad afecta al 10 por ciento de las mujeres cisgénero en edad menstruante y tarda una media de siete años en diagnosticarse.
Resulta prácticamente imposible no relacionar los patrones que se dan durante toda la vida menstruante de una mujer con endometriosis con la falta visibilización y la ignorancia sobre esta enfermedad, así como con la persecución vivida y perpetrada hacia estas mujeres durante toda la historia, empezando por la caza de brujas de la Edad Media y que todavía se perpetúa hasta hoy.
Algunas profesionales de la salud y gente activamente movilizada por los derechos de las personas menstruantes coinciden en la gravedad del asunto y en la importancia de que todas las corporalidades y formas de vivir la menstruación se empiecen a tomar en consideración en la investigación médica y en las consultas.
El doctor Alexander Biterna, médico ginecólogo especialista en endometriosis, y la pedagoga, investigadora y divulgadora menstrual Erika Irusta insisten desde sus respectivos lugares en las carencias existentes en torno a la investigación y tratamiento de esta enfermedad, que afecta en mayor medida a mujeres (se han dado casos de esta enfermedad en casos de hombres cisgénero y, por supuesto, en hombres trans), y en la necesidad de romper el estigma en torno a la normalización del dolor en las mismas.
Para empezar a abordar este abandono e incomprensión que la mayoría de las pacientes de endometriosis soportan es imprescindible contextualizar sobre lo que significa habitar un cuerpo que no es considerado el cuerpo universal.
El dolor como expiación de la culpa
Erika Irusta habla sobre el peso de la religión judeo-cristiana, que “nos atraviesa más de lo que pensamos a pesar de no ir a misa”. Explica que el dolor actúa como una especie de liberación del estigma que se ha asociado a ser mujer, “el de ser este cuerpo que no es a la imagen y semejanza del dios padre creador, y que se limpia y se expía a través del dolor”. Un dolor infrainvestigado. “Un dolor que nos recuerda que hicimos algo mal. Es esta marca de nuestra génesis judeo-cristiana”, insiste Irusta.
El androcentrismo en la Medicina es algo que el doctor Biterna reconoce, corroborando esta idea instaurada en la sociedad de que “la mujer tiene que sufrir”. El dolor tal, y como afirma Irusta, “es lo que nos valida como mujeres”.
El trato a muchas mujeres desde que son muy jóvenes y acuden a su consulta ginecológica para quejarse de que la regla les duele instaura en ellas una visión e interpretación de su dolor como “normal” y de su poca tolerancia al mismo como símbolo de traición a su propia naturaleza, de debilidad, de locura y de la tan conocida histeria, históricamente asociada a las enfermedades del útero. Esto supone una minimización del dolor, una normalización del mismo y un menosprecio de los propios síntomas, según explica Biterna.
Y la cosa no es de ahora. Tal y como recoge Bárbara C. Martín en sus tesis ‘Análisis de los resultados reproductivos en pacientes con endometriosis’, existen descripciones y evidencias de mujeres que durante la Edad Media y la época de la Inquisición fueron acusadas de brujería y quemadas en la hoguera al presentar síntomas que fueron descritos como “menstruaciones aberrantes” con “convulsiones”, los cuales fueron considerados indicios de posesión demoníaca en la época. Estas mujeres pasaron a ser diagnosticadas de histeria durante los siglos siguientes, marcando un precedente en el tratamiento e investigación de las enfermedades relacionadas con desórdenes menstruales e infertilidad.
Las acusaciones por brujería se han utilizado como arma arrojadiza, no solamente para menospreciar e ignorar el dolor de las mujeres, sino también para anular su ímpetu y predisposición a saber más, a reconocerse y reclamar su derecho a vivir sin dolor, siendo víctimas de la persecución y el enfrentamiento, así como utilizadas a uso y semejanza del patriarcado, que en la era contemporánea adopta el disfraz de capitalismo.
En el nombre de la ciencia
La periodista Mona Chollet explica en su ensayo Brujas cómo la medicina sigue siendo uno de los ámbitos profesionales en el que una mayor hostilidad persiste todavía hacia los cuerpos de las mujeres: “Aunque cueste de creer, la medicina aún concentra en la actualidad todos los aspectos de la ciencia nacida en la época de las cazas de brujas: el espíritu de conquista agresivo y el odio a las mujeres; la creencia en la omnipotencia de la ciencia y de quienes la ejercen, pero también la separación entre el cuerpo y el espíritu y, en una racionalidad fría, desprovista de toda emoción”, expone Chollet.
“De todas las disciplinas médicas, es la obstetricia la que perpetúa de forma más evidente la guerra contra las mujeres a la par que los sesgos de la ciencia moderna”, explica. Y añade, citando a Carolyn Merchant, que “la bruja y su equivalente, la comadrona, se encontraban en el centro simbólico del combate por el control de la materia y la naturaleza, esencia para las nuevas relaciones establecidas en las esferas de la producción y de la reproducción”.
Asimismo, citando a la filósofa y teóloga feminista Mary Daly, Chollet expone cómo esta llega a considerar la ginecología como una continuación de la demonología por otros medios: “el médico, como el cazador de brujas, puede argüir que no hace más que intentar salvar a las mujeres de un mal al que su frágil naturaleza la expone especialmente; un mal llamado Diablo en otro tiempo y, hoy en día, la Enfermedad”.
A todo esto, la autora del ensayo afirma: “Ahora se sospecha que todos los males son de origen ‘psicosomático’. En pocas palabras, hemos pasado de estar ‘físicamente enfermas’ a estar ‘mentalmente enfermas’”. Algo que puede servirnos para definir perfectamente la incomprensión y patologías derivadas de ella a la que la mayoría de pacientes con endometriosis se exponen.
Y es que las histéricas tenemos más probabilidades de desarrollar otras enfermedades: existen ya algunas evidencias que relacionan trastornos por depresión y ansiedad e incluso enfermedades como la fibromialgia, al sufrimiento y sensación de indiferencia que experimentan muchas pacientes de endometriosis a lo largo de toda su vida, como explica el doctor Biterna.
La vida social, sexual y laboral de las personas con endometriosis se ve afectada porque esta patología puede causar una bajada del rendimiento y de la productividad en las personas que la padecen, por no hablar del dolor al mantener relaciones sexuales o de los problemas de infertilidad que conlleva, algo que supone una presión añadida que señala a muchas de las mujeres como “el problema” en el caso de las parejas heterosexuales.
“Por supuesto que esto puede conllevar a otros traumas, si entendemos que el dolor es una condición, que es lo que expía el pecado original, entonces aceptamos que no se investigue, que no haya un interés, que aquellas investigadoras que deciden emprender estas investigaciones no sean apoyadas y que sean luego tachadas de ‘brujas’ por querer saber demasiado”, expone Irusta.
Nuestro cuerpo no es el fallo, el fallo es el sistema
Crecer con esta percepción de que existen cuerpos que tienen una tara, que son incapaces y que, por tanto, tienen que trabajar el triple para poder encajar en un sistema que claramente no está diseñado para aquellas corporalidades que escapan del modelo universal es lo que provoca que en muchos casos las personas menstruantes terminemos habitándonos en torno a la rabia. Menstruar en esta sociedad se convierte, en muchas ocasiones, en un calvario y en un sufrimiento.
La percepción de nuestra propia naturaleza como un impedimento para ser “válidas”, para que nos contraten, para que nos reconozcan, nos obliga a esforzarnos por encajar en el sistema, siendo este en muchas ocasiones un argumento muy usado: el de parecernos, asimilarnos y trabajar (aunque tenga que ser el doble) para encajar en un modelo productivo que no nos ha tenido en cuenta desde el inicio de la era de la Modernidad.
Así, explica Erika Irusta: “Hemos pasado del concepto reproductivo, es decir, de lo que se entiende como ‘mujer madre’, al concepto productivo, de lo que se entiende como mujer trabajadora, que ya no rinde culto al marido, pero que rinde culto al jefe”.
Todos estos factores se interseccionan con unas formas de vida que del mismo modo nos perjudican: la contaminación y la alta exposición a tóxicos hace que, generalmente, los síntomas de las enfermedades inflamatorias se disparen, expone Biterna. Irusta insiste en el hecho de que solamente una parte de lo que es relativo a la responsabilidad sobre nuestra salud depende de nuestras propias decisiones individuales. Todo el porcentaje restante tiene que ver con el contexto y la cultura en la que vivimos. “El sistema reproductivista de clases y turbocapitalista es el que provoca y perpetúa más enfermedades. Es el sistema lo que nos enferma y las violencias que este genera”, apunta la pedagoga.
La mutilación de nuestras propias necesidades y unas políticas que nos niegan la conexión y el reconocimiento de nuestra propia naturaleza han sido factores claramente determinantes en esta construcción de la percepción hacia nuestros cuerpos como algo que debe ser modificado y repudiado. Parte de la persecución por brujería se ha basado en el juicio hacia las mujeres que deciden vivir al margen del sistema y que no quieren esforzarse en adaptarse al mismo.
“Nuestros cuerpos no son el fallo”, dice la divulgadora feminista. “¿Cómo podemos seguir cayendo en esta mirada capitalista de la individualidad, de que el problema somos nosotras, mientras que no nos permitimos ver que el problema es social, político y cultural y que tiene que ver con cómo categorizamos y qué cuerpos consideramos como válidos, qué funciones son las que validamos y cuáles son las que censuramos?”, se pregunta.
Menstruar es político
Hoy, la endometriosis es todavía un criterio de exclusión para acceder al cuerpo de la Guardia Civil. Este es solo un ejemplo que demuestra cómo las políticas menstruales, de las que hasta ahora nos lamentábamos por ser inexistentes, claramente están más presentes de lo que resulta visible. El problema es que están pensadas con el objetivo de establecer categorías y de perpetuar la mirada misógina hacia nuestros cuerpos.
“Necesitamos crear políticas que nos representen y que generen espacios de trabajo, que no enfoquen nuestro cuerpo como un capital productivo o reproductivo. Hay que entender la gravedad de discriminar por patologías e insistir en que la patología es una responsabilidad de cuidados: de investigación, tratamiento, diagnósticos… que trasciende lo personal y que debe ser de todo el entramado político, social y cultural”, reclama la pedagoga menstrual Erika Irusta. “Necesitamos crear políticas que nos representen y que generen espacios de trabajo, que no enfoquen nuestro cuerpo como un capital productivo o reproductivo”, añade.
La rabia, en este contexto, es necesaria, “especialmente en una sociedad que nos tiene precarizadas, adormecidas y agotadas”, afirma Irusta. Sin embargo, la mitología judeo-cristiana ha luchado por apagar esta rabia, por perseguirla. La mujer con ira siempre es temida y profundamente castigada, sus argumentos se consideran ilegítimos en el momento en el que esta se deja llevar por sus hormonas.
Entender la rabia como un motor de cambio y comprender nuestra legitimidad a reclamar nuestros derechos es imprescindible para dejar de abogar por una medicina paternalista, en la que hemos aceptado y acatado lo que nos ha dictado la autoridad médica sin cuestionar nada más que nuestro propio sufrimiento. Comprender que nuestras cuerpas nos pertenecen y que, por tanto, no tiene sentido acatar la imposición de un tratamiento por parte de profesionales que, según explica el doctor Biterna, tienen que “escuchar, apoyar y aprender de sus pacientes”.
“Las emociones no siempre nos pierden: a veces, por el contrario, cuando les hacemos caso, son las que nos salvan”, escribe Mona Chollet.