Vacaciones en el bar

Vacaciones en el bar

En un crucero como el que te puedes permitir está “todo incluido”. Todo lo “quiero y no puedo” que puede ser algo en el capitalismo. Ilusión y lujo que no provoca mucha ilusión ni es, en realidad, muy de lujo.

27/07/2022

No fue un encargo de Pikara Magazine, pero me vieron como la nueva Foster Wallace y al final me pidieron que escribiera un remake de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer en versión apocalíptica (¿no lo es ahora todo?). Soy una niña que creció viendo Vacaciones en el mar y que se ha convertido en una señora que responde a casi todo con un “¡vale!”. Las restricciones para viajar por la pandemia y las amistades con tendencia al experimento, lo hicieron parecer un reto. Y ya estaría. Tres mujeres y un hombre en el núcleo familiar que implica compartir camarote. Y empieza la aventura. O el crucero.

No te recibe el capitán, ni una guapísima Julie McCoy, ni nadie sonriente. Cola para confirmar que existes y has pagado, cola para que te den la pulsera que te hace ciudadana de la ciudad flotante, cola para entrar, cola para todo.

Pasillos largos en los que te pierdes aunque haya planos en cada esquina idéntica de cada planta idéntica. Les han puesto nombres de pintores (con o, no empieces) para que no te quedes para siempre en una de las plantas sin encontrar la vuelta, como en una de Saramago. Estamos en Goya. Sí, la firma en 3D plateado en el hall, para que te enteres cuando se para uno de los seis ascensores idénticos. También está Dalí y algunos italianos. No usar números en las cosas que se suelen describir con números, para que no te sientas un número. Planta Goya, llegamos. Y te aprendes el camino a tu cuarto al cuarto día, siguiendo los cuadros. Ni “pinturas negras” ni “Saturno devorando a sus hijos”, claro. A ver, son pósters y son para que seas feliz.

Aprendimos enseguida que la clave para disfrutar de esta experiencia extraña era definir las rutinas. Encontrar la zona de la piscina de popa en la que las ganas de asesinar a todo el mundo y de arrancar con un hacha la megafonía no son constantes, solo intermitentes; encontrar la mesa del buffet en la que te acuerdas de que estás en un barco, no en el megabar de autopista atestado que soportas en nombre de las vacaciones que vienen; encontrar una mesa en la que poner a prueba los límites de la barra libre sin pensar que ojalá ese cocktail de verdad, en un sitio de verdad, en vez de mucho azúcar y mucho hielo con una guinda y alcohol salido de una manguera en un render.

Aprendimos más cosas.

Lo barato sale caro

Si no vas a poder pillarte la barra libre ilimitada y el camarote con balcón al mar, no vayas. La misantropía aguda que vas a desarrollar en esos ocho días de la marmota solo tiene la recompensa de poder pedirte todos los proseccos que quieras, sin pensar en que te van a clavar un mástil en la tarjeta de crédito y poder fingir que eres Mariantonieta y eso es champán y que no te importa el huso horario, que son las mejores vacaciones (el champán de verdad no está incluido, porque la barra libre ilimitada es como la libertad, tiene límites).

Si no gozas de un leve alcoholismo funcional, no vayas.

Lo del balcón es importante, porque seguramente es lo único que vas a recordar en noviembre, cuando llueva de lado y se te haya quitado el moreno y las ganas de vivir. Dormir con el ruido y la furia de la mar de fondo, ponerte el despertador para ver amanecer en alta mar desde la litera o ver con legañas (y una taza de café del buffet libre 24/7) la entrada en el puerto de La Valeta, eso te lo llevas. Y en los camarotes sin balcón, pues no te lo llevas. Para eso, te quedas en Marina D’or, que es como esto pero con WiFi todo el rato y sin simulacros de catástrofe a la hora de la siesta.

La antropóloga farsante, la clavas

Garantizado el pack básico de experiencias que exagerar a tu vuelta, entre el alcohol y el balcón te puedes dedicar a lo que te diferencia de los turistas (porque tú viajas, no haces turismo. Aunque sea en un decorado flotante con pulserita magnética), que es la observación crítica de la realidad y el análisis de los comportamientos humanos desde un interés sociológico. O sea, bichear.

Es fundamental creerse mejor que el resto del pasaje y así poder hacer juicios malvados, poner motes acertados (o sea, malvados) y compartir con tu camarilla de camarote todas tus maldades. Porque si no son compartidas, te hacen mezquina y mala persona, no divertida y sarcástica como si las cuentas. La frontera entre Pat Bateman y Dorothy, de Las Chicas de Oro es el silencio, amiga. Así que, cada vez que se te ocurra una maldad, la sueltas. Verás qué risas.

La gente te lo pone fácil: looks inverosímiles, autoestimas aparentemente injustificadas, “paquetes” demasiado evidentes, sobredosis de hidratos de carbono en las bandejas del buffet, conversaciones a gritos. No hay espacio para el aburrimiento. Tampoco para el silencio, el relax o la calma.

El sistema de castas funciona

Como no solo de maldad vive la viajera, te pones con el análisis político y tratas de evaluar las condiciones laborales de las y los habitantes no coyunturales del barco. Que dirás: “la tripulación”. Pero a mí eso me suena a la gente con galones y uniforme como el de las películas que se pasea por el barco hablando entre ella y con aire de que ya nada les impresiona. Bien, esa gente es blanca. Y la ves poco. Sabes que no vivirán muy mal, porque tienen un jacuzzi en el extremo de proa y zonas privadas donde no hay colas y sí privacidad.

Las personas a las que ves constantemente también llevan uniforme y una placa con su nombre, para que hagas como si las conocieras, y una placa con su nacionalidad, para que hagas como si las exóticas fueran ellas. Están ahí cuando te vas a dormir y están ahí cuando te levantas prontísimo a pillar sitio en las hamacas buenas.

Como si el colonialismo hubiera botado un barco en el que hacerse una utopía, género, raza y clase se funden en un sistema jerárquico en el que la gente es más blanca cuanto mayor cualificación se le suponga a su trabajo, más normativa según su nivel de exposición al público de esa pantomima de disfrute, y más feminizada y racializada cuanto más invisible -literalmente- sea su trabajo. Y hay mucha gente trabajando en ese no lugar que flota en el océano. Pero está todo pensado para que solo veas a los camareros.

Ni hablar de confraternizar. Las castas son más evidentes desde dentro. De hecho, tú formas parte de la única clase social que parece ser posible en ese contexto: cliente.

Si no vas a poder abstraerte de eso -como harás a menudo en tu casa, seguramente- no vayas.

Hay que contarlo, grabarlo, fotografiarlo todo

Supongo que Alphonse Karr se tiraría por la borda de la piscina de popa si viera en lo que hemos convertido su “No sé viajar por viajar, sino por haber viajado.” Aquí no importa cómo te lo estás pasando sino cómo lo estás contando.

Yo, que soy una señora que tuvo proyector de diapositivas, que iba de viaje con su cámara analógica y elegía cada foto con cuidado, proyectando cómo se vería esa imagen en el proyector que nunca se montaba para las sesiones de diapos que nunca sucedían (y qué bien, porque así te librabas de aguantar las de los viajes ajenos); que he sido capaz de devenir en pureniall que se conforma con selfies en los que salga mínimamente idealizada y que hay que mirar en la info de la foto dónde se sacaron, porque no se ve el contexto, yo, me he hartado de la retransmisión de la vida en directo.

Y eso que en alta mar no hay WiFi. Bueno, si lo pagas sí. Ahora que lo pienso, igual hay gente que prefiere datos ilimitados en vez de prosecco ilimitado. Gentuza.

La cuestión es que cada rincón del barco -menos, si tienes tino eligiendo amistades, tu camarote con balcón- es un photocall perpetuo en el que siempre hay alguien sacándose una foto para Instagram, haciendo una llamada por Facetime, bailando para un tiktok, grabando para un storie, fingiendo para un público que fingirá también que le importa qué está haciendo la mamarracha del quinto de vacaciones.

No creo que sea casualidad. Bueno, obvio que no es casualidad, porque cada micra de eslora está creada para ser fotografiable. Todo el barco es un decorado en el que posar y todo el pasaje admite con estoicismo recíproco las colas y los atascos en las zonas de paso por las que la gente no pasa si no es a hacerse una foto. Bueno, las que hagan falta hasta que salgan como son en su cabeza.

Poses imbéciles, espontaneidades coreografiadas y broncas de pareja por no aparecer felices te entretienen muchísimo mientras esperas para hacerte una foto fingiendo subir (o bajar) las escaleras de Swarovski.

La heteronorma flota

El cistema es más obvio que en tierra (o puede que, como cuando te apuntas a la autoescuela, entres en contacto con una normatividad menos selectiva que en tu vida terrenal) y cualquier distanciamiento minúsculo de los teatros de género será condenada a la estupefacción juiciosa. Los caretos de la gente mirando a mi amiga pintarle las uñas de negro a mi amigo en una hamaca de la piscina de popa, mientras hacían sociología sobre quién follaría con quién en nuestro camarote libre de coitos, rozaban la llamada al 112. Pero en alta mar no hay cobertura.

Parejas y familias aburriéndose heteramente alrededor, mientras los grupos de amigues bailan y duermen el prosecco y las risas en una hamaca o planean una visita al aquapark o al casino o algún plan potencialmente divertido porque no va a consistir potencialmente en ver la misma cara que llevas viendo las últimas interminables y reiterativas horas y que se supone que quieres ver potencialmente el resto de tu vida.

Para el segundo día no queda una pareja que no intente secuestrar una amistad con la pareja de la mesa de al lado, de la hamaca de al lado, que pase por al lado.

Si no vas a poder ir con gente con la que emitáis un mensaje implícito pero eficaz que diga “no me gusta hablar con víctimas anónimas del aburrimiento”, no vayas.

La cosa es que se pasa rápido y las resacas se pasan bañándote en la piscina de popa y, para cuando te das cuenta, han sido siete tardes dejando el puerto que tocara con Por ti volaré, de Andrea Bocelli, sonando a tope por la megafonía que no has arrancado con un hacha, y es ya la última mañana y haces cola para que te quiten la pulserita magnética y tengas que volver a pagar lo que bebes mientras la tripulación (o una grabación de gente blanca y joven que finge serlo) te dice adiós sonriendo como si se alegraran de que te fueras desde la bóveda-pantalla gigante que finge ser el cielo de la galería comercial por la que entraste y por la que sales, en la que hay tiendas y una farmacia que vende protector solar, laxante y antiácido, sobre todo.

Y te lo has pasado bien. Porque resulta que solo hay una norma para viajar: si no vas con la gente acertada, no vayas.

Y te despides del holograma del capitán, pero no haces la cola para hacerte una foto con él.

 

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