De abuelas y nietas
La relación nieta-abuela, al contrario que la de madres e hijas, está poco explorada. Quizás no es tan estructural ni tan presente, pero sí esencial para la tierra y las raíces de nuestra infancia, para el abono de nuestra identidad y para la melancolía de nuestra adultez.
Es diferente la madre a la abuela. A la abuela se le permite, porque es la abuela. A la abuela se la entiende porque es de otra generación; con la madre hay una exigencia, una exigencia de cuidado y de entendimiento, casi de complicidad, y cuando eso falla es cuando saltan los nervios. Y los plomos, adiós a la luz. A la madre se le exige que te entienda o se le exige entenderla. Cuando ya nos hacemos grandes, debemos tomar la misma perspectiva y asumir que nosotras sabemos y pensamos cosas que nuestros padres y madres no. Lo difícil es asumir. Mi madre no sabe que criticar los rasgos físicos es cuidar mal, pero yo sí. Asumir. La madre representa la exigencia, las verduras; la abuela, el helado. La abuela que te compra siempre las mismas galletas porque una vez (¡una vez!) le dijiste que te gustaban, pero las dos te compran calcetines. Son menos apreciados.
La abuela encarna el amor puro. De un lado a otro, recíproco. De un lado a otro y del tuyo al mío, las dos. De la nieta a la abuela y de la abuela a la nieta. La nieta que la escucha hablar de los nietos más pequeños, de sus gracias, que la escucha en la queja de sus hijos en paro, en la sobrepreocupación, en la sobretristeza, en la pesadumbre eterna de una posguerra que no vivió mal, pero también de una época que le pasó por encima, sin verla, sin contemplarla, y que de alguna forma se le ha quedado impregnada en los huesos, en la sangre, en el útero y en el silencio del abuelo. La abuela que se impresiona porque la nieta resuelve crucigramas, porque distingue el inglés del alemán, porque se va lejos. Las dos se quieren sin criticar, pues han llegado a la conclusión inconsciente de que ellas se pueden querer sin esperar más de la otra, ellas son así, cada una es de su generación y no tienen que entenderse para quererse.
La abuela es el amor más puro porque acepta a la nieta tal cual, porque ya no tiene que criar ni educar, solo cuidar. La madre, como educa, tiende a moldear a la persona, la abuela quiere y acepta. Si nos cría, la abuela asume el papel de la madre y hasta luego el “yo lo voy a malcriar, yo ya te eduqué, ahora me toca hacer de abuela”. Los papeles los asumimos, los papeles los aceptamos. Los comentarios hirientes de la madre, como hemos visto recientemente en Cinco lobitos, a veces vienen de la madre, de la suya, de la anterior y en cadena. La relación madre-hija es tema de novelas y foco central de maternidades; ese vínculo tortuoso, enrevesado y repleto de apegos feroces, que decía Vivian Gornick. La relación nieta-abuela, sin embargo, está poco explorada. Quizás no es tan estructural ni tan presente, pero sí esencial para la tierra y las raíces de nuestra infancia, para el abono de nuestra identidad y para la melancolía de nuestra adultez. Como el algodón donde enraizaba una única lenteja, como una piscina y una higuera, como un escarabajo dando vueltas sobre un dedo de leche.
Son pocas las obras culturales en que nos encontramos la relación abuela-nieta y me encantó verlo en la novela gráfica Estamos todas bien de Ana Penyas, donde la ilustradora valenciana ensalza el cariño y la vida de sus dos abuelas, el entorno rural y la guerra, las costumbres y los casamientos. El reflejo de la vida de dos abuelas a quien nunca nadie ha reflejado. El enaltecimiento del amor de una nieta a sus abuelas y a sus sillas al fresquito de la tarde, a sus anécdotas, a sus ideas. Punto de partida de una persona.
Con nuestros padres y madres, luchamos por ser la adulta que no ven; con los abuelos y las abuelas, es como volver a la infancia, dejarnos cuidar de la forma más desenfadada posible. Lo malo es que cuando más los necesitamos, cuando nos hemos convertido en adultas responsables con problemas, ellos seguramente ya no estén. Y cuesta asumir. Lo que a nosotras nos cuesta asumir es que pasamos de niñas a adultas y nuestros padres y madres, a abuelos y abuelas. Cuesta asumir la tolerancia, el papel que nos toca, que ya están viejos y no van a cambiar y que padres e hijas, igual, no tienen que entenderse para quererse ni ofenderse para entenderse.
Hace poco leí que escuchar también es cuidar y eso es lo que hacía hace años sin saberlo: escuchaba a mi abuela hablar por teléfono, su día a día y su preocupación, porque no podía hacer más que escuchar. Yo le daba respuestas vacías como el que le quita importancia a una cosa que no tiene remedio o como el que dice: qué se le va a hacer, es la abuela. La abuela nunca pide y la abuela se preocupa. Y esa es ella. Últimamente eso es lo que hago, escuchar a mi madre hablar por teléfono, porque parece que en estos días necesita más escucharse a sí misma que escucharme a mí. Que la escuchen es lo que necesita, que la escuchen es mi cuidado. Supongo que ya hemos llegado a ese punto en que se solapan los roles. En la treintena ya tengo edad de madre y mi madre, cada más de abuela.
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