Descolonizar las maternidades
Ensayar estrategias de comunicación con les peques desde la horizontalidad es una de las claves de la crianza, pero también la propia descolonización de afectos y deseos y la desobediencia de mandatos euroheterocentristas.
En mi cumpleaños número 26, mi amiga Kara Lynch artista negra, lesbiana y feminista, me regaló la autobiografía de Angela Davis. Con Lynch y varias artistas y escritoras fronterizas (Tijuana – Estados Unidos) formamos en 2002 el primer colectivo abiertamente feminista en Baja California (México): el Interdisiplinario la Línea (colectivo feminista con integrantes estadounidenses y mexicanas escritoras, artistas, y teóricas), con el que pretendíamos, desde un feminismo al que María Galindo llamaría ahora intuitivo, visibilizar el trabajo de escritoras y artistas mexicanas en un momento donde la invisibilización era la regla.
Recuerdo que, al entregarme el libro, Lynch me dijo que era un texto indispensable “for us, as women of color” (“Para nosotras como mujeres de color”). Al principio no entendí si se había equivocado y su “nosotras” era un para mí. Yo tenía 26 años y hasta ese momento no había entendido que yo era una mujer de color. Una mujer racializada. “But I´m not a women of color, Kara” (“Pero yo no soy una mujer de color, Kara”). Ella me vio con sorpresa y algo de ternura antes de contestar “Honey, you are not a white woman” (“Cariño, no eres una mujer blanca”).
Como en el cine, empecé a ver en mi cabeza imágenes de mi vida hasta ese momento: la diferencia de color entre mi madre, mis hermanos y yo; los comentarios de familiares y vecinos sobre lo bonita que era mi hermana la güerita (güero o güera es el adjetivo que se utiliza en México para designar a las personas de piel blanca y/o pelo rubio); la preferencia de las maestras hacia las niñas y los niños rubios de la clase; el uso del “morenita”, “morenito” como eufemismo hacia las personas marrones, prietas, negras. Burlas sobre mi apellido materno. El prieta se presentó como el insulto original, incluso antes que el machorra.
Aquel verano Kara se quedó en mi casa un par de semanas, esos días se convirtieron en mi curso inmersivo sobre racismo y colonialidad. Hablamos entre tacos y chelas, en el comedor de mi casa, en el malecón de playas de Tijuana y en la cantina el Dandys del sur sobre Kara Walker, el activismo negro, el feminismo chicano y de color, endorracismo, blanqueamiento, interseccionalidad. Hablamos de problemáticas que hasta ese momento creía que no me atravesaban.
México, como el resto de las excolonias europeas, es un país profundamente racista y clasista, pero al mismo tiempo es un país negacionista del racismo.
El 90 por ciento de la población mexicana es mestiza o descendiente de pueblos originarios. Solo el 10 por ciento restante es de ascendencia mayoritariamente europea y, sin embargo, toda la publicidad y la mayoría de la televisión está llena de personas blancas. Ser blanca es parecerse al amo, al patrón, es una posibilidad aspiracional apoyada por las estadísticas; de acuerdo a la Encuesta de Movilidad Social 2017 del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) en México, tanto el nivel socioeconómico, como el índice de riqueza e ingreso económico es mayor en los mexicanos con tez clara.
En mi casa, como en la mayoría de los hogares mexicanos, nunca se habló de racismo. Yo era la morenita, mi hermana la güerita y mi hermano el benjamín blanquito. No se habló de racismo, tampoco se habló de machismo o de homofobia. Heredamos prejuicios y prácticas violentas sin cuestionarlas. Prejuicios y prácticas que se convirtieron en violencias que, a su vez, dieron forma también a nuestro deseo colonizado (hago aquí referencia a la activista e investigadora Lucrecia Masson y su reflexión en torno a la descolonización del deseo).
Mis hermanes, primes y yo, procedemos de una línea de madres solteras; los hombres de la familia han sido rubios con ojos de color claro y, las mujeres, descendientes de pueblos originarios o mestizas. De ahí que, a día de hoy, la nuestra sea una familia tuttifrutti. Hablo de la misma familia que aún repite la frase “hay que mejorar la raza” en conversaciones con les primes sobre posibles hijas o hijos. La misma familia donde el abuelo güero cruzó al gringo para conseguir trabajo y mandar dinero a su esposa e hijas que se quedaron en Jalisco (esperando al padre y los dólares que nunca llegaron).
Cuando mi pareja Paula y yo empezamos el proceso de reproducción asistida, deseábamos originalmente llevar a cabo la inseminación con donante conocido; por motivos de salud esta primera opción quedó sorpresivamente descartada y, por el estado de avance de nuestro tratamiento, fue necesario decidirnos por una muestra de donante anónimo, procedente del propio banco de semen del hospital.
Después de meses de análisis sanguíneos, ingesta de anticonceptivos, inyecciones diarias en el abdomen con medicamentos para la estimulación ovárica llegó por fin el día en que la bióloga a cargo de nuestro proceso de fecundación in vitro, vía método ROPA (sigla de recepción de ovocitos de la pareja) me citó en su consultorio para programar la punción ovárica con la que se buscaba extraer la mayor cantidad de ovocitos para fecundar y posteriormente transferir embriones a Paula, que sería la madre gestante de nuestres hijes. Tras explicarme a detalle el procedimiento para la punción ovárica, llegó el momento de hablar sobre la selección del posible donante de semen.
En México, a diferencia de otros países, existe muy poca regulación en torno a los procesos de reproducción asistida, lo que permite que la elección de donante sea decisión de la posible persona gestante o, en su caso, futures padres o madres.
Paula se encontraba fuera de México por motivos laborales. Así que aquella tarde fue la primera vez que me encontré con la doctora Karla G. a solas. “Hola Abril, ¿cómo estás? no te pongas nerviosa, el procedimiento va muy bien, así que tú tranquila. ¿Cómo está Paula? Por cierto, ¿dónde se conocieron? ¿cómo le hiciste para ligártela, suertuda?”.
Su pregunta me sorprendió –o como dicen acá, me descolocó–; de pronto estaba yo ahí ante una médica especializada en reproducción asistida cuya mirada me convertía en una caza fortunas, salvo que aquí la fortuna era ser la pareja de una mujer euroblanca. Bajo su mirada yo era una suerte de malinche contemporánea. La pregunta me incomodó pero, dadas las circunstancias, preferí no mencionar nada.
“De acuerdo con el tipo de sangre de Paula, he seleccionado a los posibles donantes para su procedimiento. Hay un par que son guapísimos; uno es rubio y tiene los ojos verdes. No tenemos donantes españoles, pero si ustedes quieren podemos comprar una muestra a otro banco, pero claro que eso tendría un costo adicional para ustedes”.
La doctora estaba siguiendo el mandato racista que tenemos internalizado la mayoría de mexicanes: mejorar la raza pariendo hijes blanques. Para ella, era lo “lógico y lo deseable” si una pareja de lesbianas estaba en la posibilidad de elegir, era elegir un donante rubio, ¿por qué elegir a un donante prieto? Le expliqué que no estábamos interesadas en una muestra de semen de un donante rubio ni con ojos de color verde, que era importante que ese fuera el primer criterio de preselección. Pregunté por muestras de donantes morenos.
“Eso sí es más difícil, es que es muy raro que las parejas deseen donantes morenitos o negritos entonces como no hay demanda no solemos tener oferta, pero déjenme revisar el catálogo de nuevo y mañana mismo les comento las propuestas”.
Al final elegimos la muestra del donante compatible “más moreno” del catálogo, al que la bióloga describió como “un poco más claro” que yo.
Después de la punción ovárica y la inseminación fue posible transferir al útero de Paula tres embriones. En octubre de 2014 nacieron nuestres hijes en el Hospital Universitario de Salamanca, España. Su nacimiento nos ha significado un continuo aprendizaje, criarles nos ha enfrentado a nuestros prejuicios más arraigados en torno al género, el colonialismo, el propio feminismo e, indirectamente, ha cuestionado también nuestro deseo.
Nuestres hijes son una niña marrón y un niñe al que le faltó un poco de horneado; es decir, un chique con passing blanco. No puedo mentir y decir que esta diferencia de color no me preocupó desde el primer momento. Asumir que justo el cuerpo que es leído como masculino es el más blanco me llevó a preocuparme por cómo nuestra niña iba a percibir o no esa diferencia. Y no me equivoqué.
Es alucinante cómo les adultes hacen observaciones tan básicas y profundamente racistas a les xadres de niñes racializades, incluso cuando eses xadres son racializades también: “La niña es mucho más morenita ¿verdad?”. “Parece oaxaqueñita”. “La niña es más morena que tú, que raro”. “No te preocupes que puede pasar como española”.
Paula y yo, como pareja mexiñola, tuvimos claro muy pronto que el racismo y el colonialismo no era un tema que podíamos permitirnos obviar en nuestra familia. Negar estas realidades solo produce que les peques carezcan del lenguaje para nombrar las violencias y el racismo al que seguramente se van a enfrentar.
En el 2020 fue necesario mudarnos de la Ciudad de México a España, en pleno confinamiento mundial ocasionado por la crisis por la Covid-19. Tuvimos que dejar la casa donde celebramos nuestra boda, los cumpleaños nuestros y de les hijes, encuentros y fiestones con la familia extendida. El hogar donde les peques caminaron y hablaron por primera vez, el espacio donde vivieron con sus tías y tíos de corazón. El patio cuyo suelo besó mi hije al despedirse de la casa que acunó su primera infancia. Yo dejé mi empleo, mi comunidad y mi familia elegida.
Llegamos a Madrid cuando aún existía el toque de queda, los grupos de convivencia estaban reducidos a cinco personas y las mascarillas eran de uso obligatorio en todos los espacios interiores y exteriores. Vivimos en una burbuja los primeros meses tras nuestra llegada. Fue justo después de esos meses, cuando la vida pública poco a poco regresaba a la “normalidad”, cuando viví en mi piel lo que es migrar a Europa como latinoamericana. Si en México yo era consciente de mis propios privilegios y opresiones, acá las reglas del juego cambiaron. Aquí, como ha dicho Gabriela Wiener en su libro Huaco retrato, “Migrar no es volver a nacer, es volver a nombrar lo que ya tenía nombre”. Aquí ya no importa mi experiencia profesional o mi formación al momento de buscar empleo. Ser marrón, desempleada y tener NIE en lugar de DNI me convierte inmediatamente en una ciudadana de segunda, incluso cuando tener NIE es ya un privilegio.
He ido entendiendo, desde el cuerpo, cómo opera el racismo en España hacia las migraciones procedentes de sus excolonias. Aquí me han exigido abrir mi mochila para mostrar al cajero del Día (ese traidor de clase) que no llevaba ningún producto oculto, me han llamado “sudaka de mierda”, me han tratado con humillación y condescendencia al intentar hacer un trámite en las oficinas de la policía nacional. Aquí me han “invitado” a leer sobre la conquista en México, intentando convencerme de que el mestizaje fue producto de matrimonios reconocidos por la iglesia entre españoles e indígenas.
Pero también, justo aquí, he encarnado la urgencia de descolonizar mi maternidad y la crianza de nuestres hijes. Sí, he buscado abrazar la contradicción de estar casada con una mujer española mientras explico a les peques que la fiesta nacional de España celebra el inicio del genocidio y exterminio en las colonias europeas en Abya Yala, y que nunca la celebraremos en casa. También la necesidad de señalar actitudes racistas y/o coloniales incluso cuando se generan dentro de la propia familia. Negar el racismo es negarse a combatirlo.
Es aquí, en el Madrid de la “libertad”, donde he podido imaginar la posibilidad de que sean las amigas sudakas, las prietas, las negras y marrones las que se convertirán en mi segunda matria. Es en este país que niega la ciudadanía a les hijes de migrantes sin papeles, aunque hayan nacido en territorio español, que he reconocido la urgencia de Regularización Ya!
Dentro de la comunidad de xadres del Colectivo Familias HD (colectivo heterodisidente que busca visibilizar modelos familiares que no responden al heteronormativo) he acuerpado que la descolonización de la maternidad y la crianza no tiene que ver exclusivamente con ensayar estrategias de comunicación con les peques desde la horizontalidad y la escucha profunda, sino que también tiene que ver con la autoenunciación, con la propia descolonización de afectos y deseos, con desobedecer mandatos euroheterocentristas. Y, sobre todo, con generar comunidad –a pesar de que en ocasiones existan posiciones coloniales dentro de esta colectividad– he podido reconocer que a todes nos sacuden nuestras contradicciones y que descolonizar la crianza, los afectos, el deseo e incluso la tristeza es un proceso de hackeo hormiga al s(c)istema que solo será posible generando interconexiones e interdependencias individuales y colectivas, que tienen lugar empezando por recodificar(me) y distinguir la labor no como un destino estático sino como un tránsito continúo y sin retorno.