Fuera de lugar

Fuera de lugar

A quien como yo no tiene ni un coche, ni un trabajo reconocible, ni una fuente de ingresos, ni una relación estable, le es difícil no sentirse una outsider todo el rato en un universo pensado para la identidad productiva.

Texto: Mar Gallego
28/09/2022

Fotograma de la películoa ‘Tiny Furniture’.

El mundo temblaba cuando, cada martes, quedábamos las amigas para almorzar.

Mantuvimos nuestras citas semanales hasta que, como ocurre con los afectos menos legítimos para la norma, se fueron dejando para después alcanzando el limbo de la indefinición.

Otras prioridades se pusieron por delante. Se impuso la realidad reglada que, entre otras cosas, se caracteriza por dar hora, agenda y certeza. Esos lugares que excluyen a otras y a los que les damos el centro casi sin darnos cuenta.

A quien como yo no tiene ni un coche, ni un trabajo reconocible, ni una fuente de ingresos, ni una relación estable, le es difícil no sentirse una outsider todo el rato en un universo pensado para la identidad productiva. Nosotras mismas acabamos reservándonos un discreto segundo plano en las aburridas vidas de las personas a las que queremos hasta casi desaparecer para no molestar.

La pérdida del encuentro fijo en mi mundo sin nada fijo desembocó en un mar de futuros planes sin presente alguno. Todos ellos sostenidos en frases del tipo “de este verano no pasa que…”, “este año la navidad nos la tenemos que montar de otra manera”, “quedamos cuando encarte” (tú eres el descarte).

Planes todos. Fecha ninguna.

Cerrar con días concretos los encuentros hace que estos no naden en un mar de posibilidades tan abiertas como remotas. No hacerlo es no darles un lugar, y la diferencia entre darnos espacio y darnos un lugar es grande.

Un espacio es la distancia que hay entre dos puntos. Lugar, sin embargo, viene del latín localis. El sufijo -alis significa relación y pertenencia. Poner algo en su lugar es, al menos para mí, ponerlo en relación a: darle un sentido relacional. Es priorizar las historias desde los vínculos que hacen que pertenezcamos al mundo y que el mundo, desde ese pegamento, nos pertenezca.

Cuando sentimos que no tenemos un lugar, nos vivenciamos fuera de la red de significados que nos hacen ser un eslabón de una cadena compartida. De una red de afectos.

Este agosto intenté hacer eso: darme un lugar ante el sentimiento de que las previsibles dinámicas estacionales me aíslan cada vez más. Sin un parejocentrismo con el que lidiar aparecer en escenas que, por ejemplo, no están programadas para singles o para quienes no somos vistas como un núcleo relacional reconocible. Puede llegar a ser cómico. Creo que vamos a empezar a necesitar un pluralfriendly: apto para personas que no forman parte de ningún vínculo normativo.

La cosa es que fui con la familia (donde cada vez me siento más el elemento discordante) a un parque acuático para hacerme valer. Optaron por alquilar las colchonetas de a dos y me convertí en Martirio, la rompedora de cadenas.

Lejos de hacerme a un lado y optar por un perfil bajo, ahí estaba yo manteniendo mi posición de merecimiento existencial mientras todas las relaciones previamente establecidas se venían abajo por tener las parejas que turnarse, alguna vez, para que yo tuviera oportunidad de tirarme al tobogán con alguien con quien no mantenía una relación sexoafectiva.

Tras coger el gusto a esto y experimentar la fragancia de la descentralización y el desapego, mi familia se vino arriba en un gesto de comprensión colectiva y, abriendo los chakras de la disidencia, se les ocurrió que bajáramos la atracción de la cascada todas juntas y a la vez. Formamos una cadena tan humana como poliamorosa con cuatro colchonetas de a dos pegadas en trenecito la una a la otra, gracias a la rústica maniobra de sostener con las manos los pies de quienes teníamos detrás.

Aquello no salió del todo como lo teníamos pensado. Salí disparada en una cuesta. La cadena humana más colchoneta se rompió en la segunda bajada y el caos se impuso ante la atónita mirada de un personal que no podía creer lo que estaba viendo. Personas adultas mezcladas con personas no adultas jugando y maquinando. Masa inclasificable más mujeres riéndose a carcajadas igual a fallo del sistema.

El juego como mecanismo inclusivo. La imaginación puesta al servicio de la no exclusión.

Generamos atasco, se nos cayeron encima varias parejas que no nos pertenecían y que también resultaron rotas durante el acto del divertimento y todo por haber contado aquel día con un elemento extraño en las dinámicas familiares del heteroparque: yo, una colchoneta individual en un mundo de colchonetas dúo.

Lo que sí tuve fue un lugar y muchas risas, claro. Muchísimas risas. Nunca recordaríamos ese día si no hubiera sido por la alegría y el jolgorio que nos proporcionó cambiar las cosas de sitio. Darnos un lugar de otra manera. Un sentido de pertenencia que se vio alterado en pos de un cuesta abajo más expansivo. Eso sí, de seguridad dudosa.

Cambiar los centros relacionales y de pertenencia es enriquecedor. Sin embargo, el miedo a la exclusión nos impide hacerlo más a menudo. Como en ese juego en el que la gente baila alrededor de un número determinado de sillas. Cuando la música para, siempre hay alguien que se queda fuera. La música puede ser una relación, un trabajo, una identidad… Ese seguro finito que hacemos infinito para seguir dando vueltas y no quedarnos sin el asiento.

Estaría bien preguntarnos qué personas de nuestro alrededor van abandonando los espacios y por qué.

Al hilo de los lugares, también en agosto visualicé Tiny Furniture. La primera película dirigida y protagonizada por Lena Dunham en la que ya puede intuirse lo que luego sería Girls. El filme refleja muy bien esto de sentirse fuera del mundo al narrar la vuelta de una estudiante a la casa de su madre tras acabar su ciclo en la universidad.

El espacio que habita ha dejado de estar pensado para su existencia. Ella se convierte en una identidad en el limbo. Vive de prestado y a la espera y hace malabares que giran en torno a la producción que usa de pantalla para ser aceptada por su entorno: “Estoy buscando trabajo. Mereceré existir en cuanto me salga uno”.

La incertidumbre, unida a la exigencia por convertirse en estrellas de redes sociales, ahogan a unos personajes que compaginan las dudosas visitas que reciben sus canales de YouTube con no tener un sitio para pasar la noche.

El miedo a generar vínculos y la presión porque no se note que necesitas. El cuento de la autosuficiencia y un hambre disimulado de intimidad y conexión. El éxito entendido como un hito que les hace independizarse hasta de la vida. La no pertenencia, nuevo paradigma, es el nuevo sentido de pertenencia. El desapego apegado a la soledad y el desarraigo. En fin. Mogollón de cosas.

Los muebles diminutos de Tiny Furniture son, al menos para mí, la percepción de una prota que se siente cual elefante en una cacharrería. Ahogada en la constante de sentirse una sobra, la protagonista deambula de un sitio a otro mendigando el derecho a su propia existencia, con la esperanza de que un golpe de suerte la saque de ahí y la rescate con un lugar en el mundo como premio. Tiene un espacio, un pequeño hueco, pero no un lugar. Ninguna red de significados la vincula.

Asimismo, la cinta refleja las inquietudes de parte de generaciones actuales que ven cómo mutan cada dos segundos las reglas del juego menguando casi sin hacerse sentir sus lugares de existencia y sus espacios. Cada vez hay menos sillas y el aislamiento se cobra sus números.

Pertenecer y no pertenecer, estar fuera y estar dentro, es una inercia infinita y macabra que copa toda nuestra existencia.

Con todo, sentirse fuera de lugar también es un lugar en el que pasan y nos pasan cosas. Validar esos circuitos no oficiales nos devuelve una particular y necesaria visión de los mismos y de quienes vagamos por ellos. Como contaba Alejandra Pizarnik, “una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”.

 


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