Prevenir el suicidio pasa por facilitar vidas vivibles
Tenemos muchos aprendizajes pendientes como sociedad antes de que el suicidio y sus cifras vayan a dejar de ser un problema. Aprendizajes a la hora de acompañar el sufrimiento psíquico, la locura, el dolor, en cómo escuchar y sostenernos juntas.
(Aviso de contenido: suicidio, autolesión, muerte, menciones explícitas a violencias psiquiátricas, deshumanización en espacios sanitarios, desatención, abandono…)
En septiembre numerosos medios de comunicación y actos institucionales recuerdan que es el mes para la prevención del suicidio. Desde el año 2003 una fecha concreta, el 10 de septiembre, es el día designado por la Organización Mundial de la Salud y la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio para recordar la necesidad social de acompañar de otra forma a quienes convivimos con ideas suicidas, a quienes hemos intentado matarnos, a quienes tenemos vínculos que han seguido ese camino.
A menudo las noticias que leemos en estas fechas, los actos institucionales, las charlas, los titulares… tienen un discurso que las propias afectadas podemos sentir inmensamente lejano, vacío, hueco. En ocasiones hasta peligroso y dañino. En este texto quiero intentar explicar por qué lo podemos llegar a sentir así desde mi propia experiencia como mujer psiquiatrizada, como mujer a quien este mundo hostil y sus violencias le dificultan mucho la supervivencia y que ha pasado tanto por varios intentos suicidas como por la pérdida de vínculos que se suicidaron sin encontrar otras formas de anclarse a la vida.
A mí la vida me duele tantas veces demasiado, demasiadas veces tanto, que quedarme en el mundo llega a ser una batalla cotidiana para la que no siempre tengo energías. He estado, vuelvo a estar cada cierto tiempo, en ese sentir que solo morirme es lo que necesito, que esa sería mi única manera de descansar de tanto daño y tanta lucha. He sobrevivido a varios intentos de suicidio en mis 42 años de vida, he desarrollado también un puñado de estrategias de supervivencia aunque no siempre me hayan sido suficientes. Por rachas siento que sobrevivir es mi principal tarea cotidiana, a la que dedico la mayoría de mis esfuerzos y energías. Intento sortear los obstáculos que me pone en el camino el propio sistema de atención a la salud mental; me he comido innumerables violencias psiquiátricas (que me han dificultado aún más poder mantener a salvo mi vínculo vital) por el mismo hecho de que vivir no me resulte fácil. Hoy, aún, estoy viva para contarlo y creo que entre tantos artículos, opiniones sesudas y certezas pretendidamente científicas que estos días se escuchan y se comparten (que vienen principalmente de profesionales de salud mental), quizá podría sumar compartir parte de mi experiencia, aprendizajes, límites, dudas, necesidades, deseos. Haciéndolo, sí, desde esta otra posición que habitualmente no tiene los altavoces ni las portadas que tienen profesionales a quienes se considera únicos expertos y expertas.
Facilitar vidas vivibles previene el suicidio
Parece una obviedad decir que facilitar vidas vivibles previene el suicidio pero quizá no lo sea tanto si atendemos al contenido de los planes de prevención del suicidio o de los planes regionales y estatales de salud mental. Facilitar desde los ámbitos institucionales, comunitarios, afectivos… que las vidas de las personas sean, en efecto, vivibles, disminuye el sufrimiento psíquico, previene el suicidio y podría constituir la mejor herramienta de protección de la salud mental de la población.
¿A qué me refiero con este “facilitar vidas vivibles”? Como base, tener cubiertas las necesidades materiales sería un mínimo. Cuando esas necesidades no están garantizadas, a menudo los malabares que tenemos que hacer para cubrirlas conllevan someternos a situaciones que nos ponen en riesgo: intentar mantener trabajos precarios que nos cuestan la salud que no tenemos; gastar nuestra escasa energía en encontrar nuevas fuentes de ingresos; hacer innumerables trámites para solicitar ayudas a las que tenemos derecho pero que implican exponernos continuamente, recibir juicios de valor y peregrinar de ventanilla en ventanilla, de burocracia en burocracia.
Más allá de esas necesidades materiales unas vidas vivibles deberían estar exentas de violencias institucionales y deberían encontrar comprensión, escucha, justicia y reparación colectiva ante otras violencias que nos encontremos en el camino. Tener vidas más vivibles pasa por construir una sociedad más igualitaria y con menos desequilibrios de poder en la que opresiones y violencias machistas, racistas, LGTBfóbicas, capacitistas, cuerdistas y otras no sean constantes.
Una imagen que compartía en Instagram la cuenta de @crazyheadcomics plasmaba gráficamente parte de esto que intento explicar. La prevención del suicidio abarca (o debería hacerlo): el acceso a la vivienda; el respeto a la comunidad LGTBQIA+ en todos los espacios; garantizar una educación pública y gratuita y una atención sanitaria universal, pública y de calidad; establecer políticas que erradiquen la pobreza; dar apoyo y eliminar trabas y violencias específicas que sufren las personas racializadas y migrantes; tener leyes y conciencia social que prevengan cualquier tipo de discriminación; establecer salarios dignos y buenas condiciones laborales para las trabajadoras; garantizar el derecho al aborto protegiendo los derechos sexuales y reproductivos; promover lazos comunitarios fuertes y desarrollar la empatía con las vivencias, sufrimientos y necesidades del resto de seres sintientes. Podríamos añadir más cosas (me parecería clave, por ejemplo, instaurar una renta básica universal incondicional para toda la población, que ya ha demostrado efectos beneficiosos sobre la salud mental allí donde se ha experimentado con esta herramienta), pero esta parece una buena base sobre la que trabajar; aunque la mayoría de estos puntos han estado ausentes del discurso de estos días sobre prevención del suicidio.
Tener garantizadas nuestras necesidades materiales, todos estos derechos sociales y laborales y contar con apoyo social e institucional ante situaciones de violencia que podamos vivir no va a eliminar todo sufrimiento psíquico, desde luego. Hay una parte de sufrimiento inherente a la vida y a los propios acontecimientos vitales. No pretendemos en absoluto instituir una felicidad obligatoria 24 horas al día siete días a la semana. Eso sí, sería igual de oportuno que no tuviéramos obligación de ser productivas esas 24 horas al día siete días a la semana. O que ese sufrimiento que forma parte de la vida humana no corriera el riesgo de ser patologizado y medicalizado a la mínima que entrase en conflicto con la necesidad de productividad que impone el capitalismo (para lo que siempre ayuda tener como cómplices unos manuales diagnósticos en salud mental que acortan en cada nueva edición el tiempo que uno puede sentirse triste, por ejemplo por un duelo, sin que esta tristeza se considere patológica con su correspondiente epígrafe y tratamiento farmacológico asociado).
Más medios para la atención en salud mental: ¿más de lo mismo, la panacea?
En la mayoría de textos y discursos de estos días se recuerda la importancia de pedir ayuda profesional como principal herramienta a la hora de enfrentar la ideación suicida. Se difunden las líneas de ayuda telefónica. Se insta a hablar con tu terapeuta, a acudir a urgencias. Se piden también más medios para atender esta crisis de salud mental (la nueva pandemia, leemos en algunos titulares, reforzando la idea del sufrimiento como virus incontrolable que no se liga a nuestro contexto). Se señala que las consultas están desbordadas y que, sin duda, se requieren dotaciones presupuestarias que permitan contar con más profesionales, más unidades de ingreso, más camas en esas unidades. Este discurso hoy coge fuerza pero siempre ha estado ahí. “La salud mental es la hermana pobre de la sanidad pública”, he oído innumerables veces.
No está en mi ánimo despreciar que la sanidad pública que defiendo contase con más recursos, desde luego, ni que estos llegasen a la parte que se encarga de atender la salud mental de la población. Pero sí creo que es imprescindible una crítica si no se da un cambio de paradigma radical. Si la experiencia de muchas personas psiquiatrizadas es que el proceso de psiquiatrización nos ha dañado, nos ha sumado violencias y trauma mientras nos ha restado derechos y voz, nos ha complicado más la vida, en definitiva… me echo a temblar ante la idea de que la solución esté en más recursos, más profesionales, más unidades, más fármacos. ¿Queremos más financiación sin el imprescindible análisis previo de qué violencias se dan en el sistema de atención, qué se está patologizando y con qué sesgos, qué sucede cuando esos diagnósticos marcan nuestras vidas de forma indeleble, qué pasa tras los muros de los psiquiátricos, qué fármacos se están imponiendo contra nuestra voluntad y con qué efectos indeseables sobre nuestras mentes y cuerpos, dónde quedan los consentimientos informados en salud mental, cómo se vulneran los derechos humanos más básicos de las personas psiquiatrizadas entre encierros, correas, inyecciones, electroshocks, pastillas, tutelas…? ¿O necesitamos hacer ese análisis, escuchar a las personas que gritan estos riesgos desde colectivos activistas, conocer alternativas de cuidado respetuoso que se van implantando casi siempre fuera de nuestras fronteras y cómo formarnos para construir otras maneras de acompañar el sufrimiento psíquico que no impliquen nuevas violencias, daños y retraumatización?
Las violencias psiquiátricas dañan y dificultan el vínculo vital
“Cuando una persona psiquiatrizada se suicida se dice que ha sido a causa de su enfermedad pero nunca se habla de todas las violencias psiquiátricas que ha vivido esa persona. Si te dicen que eres una enferma mental, que es biológico, que es genético, que te tienen que atar porque te alteras, que debes probar un fármaco detrás de otro que te destrozan el cuerpo y te impiden pensar. Si pensaras que tu futuro solo va a ser un ingreso en el sistema de salud mental tras otro, una enfermedad mental crónica, recursos con disciplinas y normas, donde no te dejan plastilina porque creen que te la vas a comer. ¿No tendrías unas enormes ganas de desaparecer?”. Así sumaban desde Orgullo Loco Madrid su voz al debate de estos días. “Nos psiquiatrizan, nos atan a la cama, nos diagnostican una enfermedad mental o varias, nos dicen que no tienen cura, nos quitan derechos por ello y luego la Organización Mundial de la Salud inventa el Día de la Prevención del Suicidio para preguntar que por qué no queremos vivir”, remarcaban con ironía desde sus redes sociales.
Veo fundamental rescatar estas vivencias, más aún cuando una parte importante del discurso de la prevención se enfoca en que pidamos ayuda profesional. Es duro decirlo y es más terrible aún sentirlo así en carne propia por las experiencias que los entornos sanitarios nos han brindado, pero para muchas de nosotras los espacios sanitarios, los servicios de urgencias, las profesiones psi- y ni siquiera muchas de las líneas teléfonicas para prevenir el suicidio son espacios seguros donde acudir en un momento de crisis en salud mental, incluso aunque nuestra vida esté en riesgo. Y esto no es así porque seamos unas exageradas ni unas histéricas, porque nos inventemos cosas o seamos demasiado sensibles. No son espacios seguros porque pisar esas consultas, esos servicios de urgencias, incluso hacer esas llamadas, puede conducir (y de hecho, así está sucediendo) a que según verbalices algo que el otro considere que te deslegitima para tomar las mejores decisiones para tu cuidado, tu voz, tu deseo y tu necesidad pasarán a no tener ninguna importancia. Sin que ya puedas oponerte se habrá iniciado una cascada de decisiones sobre ti que tomarán terceras personas y que pueden incluir toda clase de violencias: encierros, aislamientos, correas para atarte a la cama, inyecciones y demás medicación forzosa, impedirte contactar con tus vínculos o con la asistencia jurídica a la que tenemos derecho en esas situaciones, desnudarte, retirarte tus pertenencias y tus objetos de seguridad… y todo esto por el tiempo que consideren independientemente de tu voluntad, deseos y necesidades sentidas y expresadas.
Me gustaría que esta idea quedase clara: transformar los supuestos recursos de apoyo para prevenir suicidios en espacios de control y coerción que conllevan perder nuestra capacidad de decisión y volver a sufrir violencias retraumatizantes (encierros, aislamientos, medicación forzosa y otros ya mencionados) NO nos cuida, NO fortalece nuestro vínculo vital, NO nos ayuda en la supervivencia y en definitiva, NO previene el suicidio.
Para quienes leer la vivencia de las propias locas no les resulte suficiente (ya sabemos que nuestro discurso se recibe desde la deslegitimación que nuestra psiquiatrización y diagnósticos instauran en el imaginario social) esto no lo decimos solo nosotras, las locas. Podéis consultar, por ejemplo, un estudio sobre cómo la coerción percibida durante los ingresos en unidades psiquiátricas aumenta el riesgo de intentos de suicidio tras el alta (2019, Joshua T. Jordan y Dale E. McNiel) que señala cómo eso sucede incluso en quienes no habían ingresado por nada relacionado con ideaciones suicidas, ni estas habían sido parte de su biografía antes del ingreso y sus medidas coercitivas y violentas.
El propio paso por urgencias cuando no has encontrado otras alternativas y has intentado acabar con tu vida no está exento de violencias. El trato que allí recibimos -recordemos: siendo una persona que despierta en urgencias tras un intento suicida por no poder soportar más el sufrimiento cotidiano con que convive- pone en cuestión dónde queda no ya la profesionalidad y el código deontológico sino la misma humanidad, la mínima empatía. Es habitual recibir comentarios despreciativos, ver tildada de tontería tus sentires, como tampoco es raro que te sometan a un lavado de estómago innecesario (es una medida superflua si ya han pasado más de determinadas horas desde la ingesta medicamentosa, como se menciona en el capítulo ‘El trauma del cuidado’, del podcast De Grietas y Luces) y que la sonda nasogástrica que se usa para ese lavado sea puesta y retirada bruscamente, con violencia “para que aprendas a no hacer estas cosas”. También es usual que te reprochen que estés “llamando la atención” de esta manera. Aquí me detengo un momento, porque esto de las llamadas de atención lo han marcado a fuego también en el discurso social construido como imaginario colectivo alrededor del suicidio. Desde luego, no todos los suicidios ni los intentos suicidas son llamadas de atención. Pero pongamos que alguno sí lo sea. ¿Acaso una llamada de atención no sería una petición de ayuda? Quizá no hecha de la mejor forma, pero seguramente sí de la única forma que se ha podido encontrar, o la única forma que el entorno sí ha podido escuchar si no hubiera sabido hacerlo con peticiones de ayuda previas. Entonces, ¿a qué tanta campaña de “pide ayuda” y de “cómo ayudar a quien tiene ideas de suicidio” y a la vez demonizar las llamadas de atención como si no estuvieran ambas ideas fuertemente entrelazadas?
Siguiendo con el paso por urgencias tras un intento suicida mi última experiencia en este sentido, tristemente reciente y de la que aún me estoy intentando recuperar, incluyó a la psiquiatra responsable espetándome: “Para hacer estas chapuzas, la próxima vez pides la eutanasia y nos dejas tranquilas”. Al tiempo, a la parte de mi red de apoyo que esperaba fuera mientras se organizaban para evitar un ingreso que hubiera hecho aún más traumáticos esos días, les intentaba convencer de que las tengo manipuladas, del daño que les estoy haciendo y les sumaré en el futuro, de la necesidad de protegerse de mí y alejarse. Puso todo de su parte para que pasara algo que, no se preocupe, ya sucede habitualmente cuando sobrevivimos a un intento de suicidio: que al regreso nos encontramos más solas, con menos red, más aisladas. El miedo, la impotencia, el enfado, la falta de herramientas y los prejuicios alrededor del suicidio se encargan de ello.
“Salvar vidas” frente a “sostener vidas”. Apoyo mutuo, escucha y cuidados colectivos.
Tenemos muchos aprendizajes pendientes como sociedad antes de que el suicidio y sus cifras vayan a dejar de ser un problema. Aprendizajes a la hora de acompañar el sufrimiento psíquico, la locura, el dolor, en cómo escuchar y sostenernos juntas. También para dejar de asumir que tanto intentos de suicidio como autolesiones son agresiones y ataques al entorno (por favor, basta de preguntar “¿cómo nos haces esto?” ante estas situaciones). O sobre qué valor absoluto le damos a la vida, como si no fuera al menos tan importante como vivir las condiciones en que lo estemos haciendo.
Estos días he leído en estos artículos alrededor de la prevención del suicidio que lo que hagamos cuando una persona nos exprese su malestar o que su dolor le está haciendo valorar el suicidio, puede “salvar una vida”. Creo que sería buena idea intentar desplazarnos del discurso de salvar vidas (que puede ser tramposo, sobrerresponsabilizador, individualista y crear falsas neblinas que confundan cuidado con control) al de sostener nuestras vidas. Hacerlo juntas, en red, desde el apoyo mutuo, la escucha, el respeto a la autonomía, con cuidados colectivizados. Pensar en ese sostener vidas también debería hacernos pensar en nuestros límites, aprendizajes pendientes y dificultades en los vínculos con quienes han/hemos sobrevivido a un intento de suicidio, o con quienes han/hemos perdido a seres queridos así. Quien vuelve a casa de urgencias (o peor aún, de un ingreso en psiquiatría) tras haber necesitado con tanta fuerza morir que ni su instinto de supervivencia ni sus anclajes ni las posibles herramientas desarrolladas para quedarse en el mundo le han servido para evitar intentar matarse… tiene también días muy duros por delante. Su vida se ha “salvado” por ahora, sí, ¿pero podemos ayudar en algo a sostenerla, a facilitarle ese futuro del que necesitaba escapar, a intentar que su día a día sea más vivible? ¿En qué medida podemos estar cerca sin traspasar tampoco nuestros propios límites y necesidades? ¿Qué hacer con las posibles sensaciones de miedo, enfado, impotencia, frustración, culpa, preocupación… combinadas con alivio, alegría, esperanza u otras que podamos estar experimentando? ¿Cómo transitarlas, trabajarlas, con quién tener estas conversaciones, en qué lugares podemos hablar fácilmente de todo esto cuando seguimos teniendo pocos espacios y personas con quienes poder abrirnos desde la honestidad y la vulnerabilidad? Todo esto son aprendizajes a nivel social, personales y colectivos, que siguen pendientes. Ojalá podamos poco a poco iniciar estas conversaciones en nuestros entornos y permitirnos ensayos de prueba y error que nos sirvan para experimentar y aprender juntas al respecto.
Por nuestra parte, muchas de las personas que convivimos con ideas suicidas, las que hemos intentado morir y hemos sobrevivido, las que seguimos sobreviviendo también a las prácticas psiquiátricas y sus violencias… seguiremos mientras podamos en el camino de aprender a desarrollar herramientas de supervivencia a este mundo hostil, de intentar encontrar cómo anclarnos a la vida. Tenemos pendiente aprender a confiar más en la potencia de nuestras vulnerabilidades compartidas y poder cultivar la esperanza en que, con nuestros gritos y acciones desde los activismos locos, nuestra lucha por la transformación social y por hacer un mundo habitable para todas donde vivir deje de ser batalla diaria y no solo valga la pena sino también la alegría… con todo este esfuerzo, trabajo y ganas compartidas estamos sembrando semillas tangibles que acabarán por brotar y enraizar fuertes, espero que antes de que nos rompamos todas en el camino.
Que no digan que no lo intentamos, y ojalá para entonces hayamos encontrado cómo estar aún aquí, compañeras, cuando hagamos realidad ese futuro habitable. Que nuestra venganza por todo el daño sufrido pueda ser disfrutar de ese futuro más amable juntas, en red, con momentos felices en un día a día en que podamos simplemente vivir, mejor que sobrevivir. Soñemos con que nos dará tiempo a verlo y disfrutarlo juntas. Ojalá así sea.