“Una madre ausente es algo impensable, imperdonable”
Sabíamos que elegíamos un tema complejo y difícil cuando nos planteamos escribir el artículo que tienes entre manos. Y, a la vez, nos pudieron las ganas de escuchar experiencias en primera persona y, quizás, encontrar a través de ellas algo de cobijo para tejer vidas más vivibles y respirables para todas. Allá vamos. Hablemos de las malas relaciones entre madres e hijas.
Sabemos que la maternidad como tótem todopoderoso es una de las instituciones más esencializadas, junto al amor romántico y la familia tradicional. Lo vemos a diario en los talleres y formaciones de nuestra escuela Adiós, Amores Perros, donde trabajamos para dejar de sufrir en nuestros vínculos significativos, para construir relaciones más sanas y donde disfrutemos más y nos cuidemos bien. Muchas mujeres que acompañamos traen a los talleres mucho sufrimiento en sus relaciones de pareja, y las ganas de cuidarse más y de aprender a ver banderas rojas.
Pero un número nada desdeñable de las mujeres viene a trabajarse sus vínculos familiares y, en especial, el vínculo con sus madres.
Sabemos que las maternidades en esta sociedad sostienen unas cargas inmensas, físicas, emocionales, energéticas y mentales. Mucho más si están acompañadas de situaciones de precariedad o de soledad no elegida.
Desde la conciencia profunda de lo que acabamos de mencionar, tenemos ganas de poner el foco en las que han sido o son relaciones difíciles, perturbadoras y con fuertes malestares entre madres e hijas. ¿Qué ocurre en ellas? ¿Qué historias de vida hay detrás? ¿Existen patrones reconocibles o que se repitan?
Deseamos abordar este tema sin obviar todo lo que lo envuelve, sabiendo que el patriarcado nos juega en contra: este mal sueño estructural con miles de tentáculos lo pagamos las mujeres ni más ni menos que con nuestros cuerpos, con nuestra salud mental y con nuestros recursos.
Puede ser un gran reto, como feministas, lidiar con la ambivalencia. Reconocer las dificultades vividas por parte de las mujeres que son madres. Y constatar que esto convive con que en ciertos casos, sencillamente, no ha habido un maternaje saludable o responsable.
Nada de maternidades Disney
Nos parece importante señalar que las malas relaciones entre algunas madres e hijas pueden desarrollarse en el marco de dinámicas familiares y sociales más complejas, que trascienden la propia relación. Un ejemplo son las paternidades irresponsables, que pueden manifestarse de muchas formas: padres que no están o que desaparecen, padres inmaduros, padres que ojalá no estuvieran, padres que juegan roles “amables” delegando la responsabilidad de los límites y los cuidados a la madre… Otro ejemplo serían las maternidades solas, sin arraigo, sin pareja o sin red familiar o comunitaria. Estas están expuestas también a muchas dificultades añadidas como la responsabilidad económica y de cuidados, la estigmatización o la soledad muchas veces no elegida.
Nos encontramos también como parte de esas dinámicas más complejas donde pueden enmarcarse las malas relaciones entre madres e hijas con conflictos y relaciones dañinas entre otras personas de la familia. También con empobrecimiento, situaciones de pobreza heredada, adicciones, dependencias físicas o emocionales… de la madre, padre o adre (palabra pensada para las figuras de cuidado de identidades no binarias).
La exigencia que recibimos las mujeres para convertirnos en madres -y así devenir seres completos y adecuados para la sociedad- y las dinámicas neoliberales e individualistas que dificultan la conciliación no ayudan en nada a vivir maternidades placenteras y alineadas con los ritmos de la vida.
Por otro lado, no podíamos dejar de nombrar las maternidades migrantes. Expuestas a dinámicas coloniales como las cadenas de cuidado transnacionales (tener -o no- a sus criaturas en el país de origen mientras se cuidan otras personas en el país de llegada), a la negación de la ciudadanía a través de la negación de los mal llamados papeles o a un mercado laboral excluyente encadenan dificultades extra en su tarea de maternaje.
Tampoco son en muchos casos maternidades Disney las maternidades lesbianas y de identidades disidentes. Estas, como sabemos, se enfrentan a la exposición continua a violencias simbólicas y estructurales, a una falta de reconocimiento y visibilidad o a desigualdades de acceso a tratamientos de fertilidad desde el sistema público de salud.
Nombramos y denunciamos este marco social para romper con la mirada individualista y sobrerresponsabilizadora de las maternidades, que genera una presión terrible a las madres, así como toda una serie de violencias que no permiten sostener las vidas de manera digna. A su vez reivindicamos la gran fuerza, resiliencia y voz de tantas mujeres en estos lugares de opresión y discriminación, así como la organización y las redes que sostienen espacios de pertenencia, de comunidad y de posibilidad.
Teniendo esto presente, queremos seguir mirando de cerca las dificultades en aquellos vínculos específicos entre madres e hijas que han generado mucho dolor. Hemos decidido abordar este tema a través de las experiencias de algunas mujeres que nos han compartido parte de sus historias de vida, que nos han abierto una ventana a sus dolores, retos y resistencias. Sus nombres han sido cambiados para preservar su privacidad. Les agradecemos de corazón su tiempo y su generosidad.
Mamá, ¿dónde estabas?
Tanto en las entrevistas realizadas como en historias de mujeres que hemos atendido en consulta, encontramos algunos aspectos comunes. Nos topamos con madres que, por diversas razones, no han estado disponibles para atender a sus criaturas. En algunos casos han rozado la negligencia, en ocasiones física pero, sobre todo, emocional.
Érica habla serena mientras nos relata su historia.
“En mi caso, la separación de mis padres fue determinante. Mi padre se fue, nos abandonó de un día para otro. Tras la separación, mi madre pasó un fuerte duelo y se volcó en conseguir dinero para casa. Se convirtió en un ente que existía, ya que traía dinero; pero que, en la práctica, no estaba tampoco. En estas circunstancias, te construyes a partir de ausencias. Al irse recuperando del duelo de la separación, mi madre, que seguía trabajando muchísimo, se dio cuenta de que necesitaba también disfrutar. Se iba por ahí y yo me quedaba sola. Me dolía inmensamente que me abandonara en su tiempo libre: el mensaje era que prefería irse con otra gente a divertirse que estar conmigo”.
En su testimonio, Damaris recuerda los últimos años de convivencia de sus padres con broncas constantes:
“Sentía una tensión que aparecía antes de llegar a casa y que no se me iba ni en la cama. Además, cuando mi madre se quedaba a solas con mi hermana y conmigo no estaba para cuidarnos. No paraba de llorar y de decirnos la suerte que tenía de tenernos a nosotras, que sin nosotras se moriría, y acabábamos sintiendo que la teníamos que proteger”.
Paula, por su parte, nos relata la soledad y el miedo con el que creció:
“Cuando mis padres se separaron, mi madre se quedó sin alma. Tenía energía para cosas contadas entre las que, sin duda, yo no estaba -recuerda con tristeza-. Lo más duro fue enterarme de que se había intentado suicidar y descubrir que eso pasaba de vez en cuando, sin previo aviso. Crecí con ese temor, sintiendo que yo no era lo suficientemente importante como para quedarse conmigo”.
En las mujeres entrevistadas, se repiten sensaciones de soledad y de sobrerresponsabilización, de tener que hacerse cargo desde niñas o en la primera adolescencia de ellas mismas e incluso de sus madres (siendo, especialmente, su sostén emocional).
También es común el no haber recibido apoyo emocional, el no haber tenido a disposición espacios para comunicarse, contar su día a día, sentirse vistas y reconocidas. Y con el agravio añadido de que la familia extensa u otros sistemas como el educativo o sanitario no toman en ocasiones su parte de responsabilidad en ello.
Secretos familiares y cómo estos pesan, y mucho
Uno de los grandes malestares y foco de sufrimiento en las relaciones familiares de varias de las entrevistadas es el secretismo en el seno de la familia en torno a temas tabú, vínculos ocultos, en cuanto a la salud mental de algún miembro o aspectos que la propia familia considera vergonzantes.
“Crecí entre unas cortinas de humo que no me permitían estar segura de la realidad -cuenta Paula-. Ahora entiendo que quizás mi madre estaba deprimida y la forma de protección que encontró la familia en lugar de asumirlo era disimularlo, hacer como si eso no estuviera pasando”.
Damaris señala, por su parte, la confusión que sentía al ser reclamada constantemente por su madre. En su familia no se abordó que su madre tenía un trastorno bipolar y lo que esto implicaba. Para Damaris, esa demanda continua suponía la ambivalencia de saberse importante y útil y, a la vez, el peso casi insoportable de la responsabilidad. Aún ahora, como adulta, se da cuenta de que, cuando alguien la necesita, conecta con ese lugar desesperado y poco centrado desde el que su madre la buscaba.
La madre de Sara mantuvo una relación extramatrimonial con otro hombre ante la cual el mensaje que siempre recibió fue: “Calla, no digas nada, somos una familia y aquí se nos tiene respeto”. Su infidelidad era tan tabú que, una vez conocida por Sara, no era posible hablar de ella. Incluso hoy ese elefante en la habitación sigue presente y en silencio. “Creo que para ella es mucho más tabú, mucho más difícil aún de nombrar”, afirma.
Vemos cómo esos secretos familiares se acaban convirtiendo en piedras. En esas piedras que no solo pesan, sino que están afiladas y cortan. Varias de las entrevistadas comparten que viven aún con esa incertidumbre e incomodidad: ¿voy a decir algo que no toca y seré inadecuada?, ¿preguntaré lo que no corresponde y se alejarán de mí? También llevan a cuestas la sensación de sentirse en una cuerda floja constantemente.
Mantener un secreto implica que la persona esté permanentemente alerta para que no se descubra, estableciendo lealtades disfuncionales y dificultando la creación de relaciones sanas fuera del sistema familiar.
Manipulación y deterioro de la comunicación
Tanto el secretismo como la manipulación o las dinámicas abusivas madre-hija pueden favorecen el aislamiento, la tristeza y la aparición de estados ansiógenos, tal y como nos relatan parte de las mujeres entrevistadas. Lo que más impactó a Damaris de la relación con su madre ha sido el no tener espacio para hablar sobre ella, lo descompensado de su comunicación.
“Nunca me preguntaba qué tal me iba o si me gustaba alguien, o cómo me sentía. No me dejaba hablar porque solo hablaba de ella y sus problemas. Alguna vez que intenté contarle algo que me preocupaba se agobiaba muchísimo. Así que me acostumbré a callarme y a comérmelo todo yo sola. También a ser yo la que siempre escuchaba y la que tenía que resolver. Mis problemas, mis ilusiones, mis alegrías… no importaban, y punto”.
Sobre la comunicación con su madre, Érica nos cuenta que le faltó una guía. “Mi madre no se hizo cargo de la guía emocional que toda criatura necesita. No había lugar con ella para la conversación, solo nos comunicábamos desde el enfado. A medida que crecí, las dinámicas fueron cambiando. De adulta esas dinámicas han tenido más que ver con utilizarme, por ejemplo montando una empresa a mi nombre o poniendo el piso también a mi nombre por razones que la convenían. Yo siempre había creído que mi madre lo hacía por amor; que, aunque lo hiciera mal, era por amor, pero hace poco fui capaz de ver que usar el amor de sus hijas para vivir como ella quiere es algo manipulativo y egoísta. Darme cuenta de esto me ha hecho pasar de un enfado adolescente a una frustración adulta”.
Las consecuencias de este vínculo: las heridas que (no) se ven
Las heridas en la infancia y adolescencia tienen un impacto emocional muy alto, precisamente por ser una etapa de mayor vulnerabilidad y de, todavía, gran dependencia de las personas adultas de referencia. Las entrevistadas nos cuentan algunas de las huellas que han dejado en ellas.
Érica traslada cómo la relación con su madre la hizo adulta antes de lo que le tocaba, sobre todo al sentirse perdida y sin tutela. Nos damos cuenta, además, de que esa es una falsa adultez. Desde una perspectiva sistémica lo llamamos parentalización: por un lado se atribuyen a la niña o adolescente unas responsabilidades que no le corresponden, como en este caso de cuidados, pero a la vez sigue siendo una niña y no tiene un poder real. Por tanto, es una adultez ilusoria.
“El impacto del abandono de mi padre lo veo muy claro en cómo he establecido mis relaciones afectivas con los hombres –sigue contando Érica-. El impacto de la mala relación con mi madre me ha llevado a crear relaciones desde la necesidad, por el simple hecho de tener compañía. Pero, paradójicamente, no me ha generado tanto una inseguridad interna ya que, al no contar con su presencia y cuidado, desarrollé muchas capacidades útiles. Es más bien algo externo: es sentirme insegura de asilo, en el sentido de poder asirme a algo. He trabajado durante nueve años de psicoanálisis la sensación de soledad que viví al no contar con ella ».
Tanto Sara como Damaris sostienen que el silencio de su madre les generó una desconfianza en su propia percepción. “Al no recibir explicaciones de lo que sucedía en mi casa me sentía muy desprotegida –cuenta Sara-. Después, en mis relaciones significativas, he estado comprobando y preguntando de manera recurrente el por qué de las cosas, si lo que me imaginaba era lo real. Cuando mis parejas no me han dado explicaciones he tratado de rellenar los huecos con la versión que me permitía seguir sin afrontar la realidad. Esto, a corto plazo, me evitaba el dolor; pero a la larga me ha hecho sufrir muchísimo”.
Encontramos en sus relatos cómo estas experiencias han contribuido a la dificultad de establecer vínculos de confianza, especialmente en las relaciones de pareja: “Siento que me bloqueo cuando hay reciprocidad, me siento en peligro y creo que si confío y después me traicionan no lo podré superar, tal y como lo vivió mi madre. Soy terriblemente monógama, en cuanto me enrollo con alguien dos o tres veces, soy incapaz de incorporar otra persona que conviva a nivel temporal y he necesitado acabar con relaciones cuando me he sentido atraída por alguien más. Esto tiene que ver con que vivimos en una sociedad que valora la monogamia, pero también con que he juzgado muy fuerte a mi madre por no serlo y yo no podía hacer lo mismo”, afirma Sara.
Por supuesto son muchos los factores que nos condicionan y construyen. Mirando el vínculo madre-hija, cuando este ha estado profundamente dañado, vemos esa lucha interna (y externa) por la supervivencia. En la base de esa lucha está el no parecernos a la madre (o no tener las relaciones que ella tenía) o, por el contrario, vernos iguales que ellas, sin diferenciarnos, solo pudiendo reproducir lo vivido. En cualquier caso, hay muy poco margen de libertad.
Por último, también nos encontramos en los testimonios con mucha ambivalencia en el sentir hacia sus madres. Amor, necesidad de tomar distancia, frustración, enfado, culpabilidad, o a veces incluso odio, son algunos de los sentimientos que coexisten en nuestras entrevistadas.
Nos encontramos distintas maneras de hacer frente al dolor derivado de esta relación: negando lo que pasa, haciéndose responsables de lo que no les correspondía como hijas, aliándose con la versión de una/o de los progenitores para proteger o autoprotegerse…
“Con ella he pagado el gran enfado –confiesa Dámaris-, mi madre ha sido en mi vida la gran culpable, la traidora, la mala de la película”.
Sara afirma que su familia ha juzgado mucho a su madre: “Yo pensaba que no había una relación machista en mi casa, ya que mi padre se hacía cargo de muchas cosas. Mi madre estaba como desaparecida, iba a trabajar, quedaba con las amigas, hacía formaciones… Y mis abuelos verbalizaban que ella no cumplía con lo que se espera de una madre”.
Érica cree que hay claramente una vara de medir diferente con las madres que con los padres: “En algún momento de la terapia tuve esa revelación. A las madres les damos la responsabilidad de nuestro bienestar siempre, el hecho de estar bien o no en este mundo es su responsabilidad. Hay algo tan intrínseco ahí… ¡tan construido!. Un padre ausente es algo terrible, pero una madre ausente es impensable, imperdonable”.