Misoginia, precariedad y tecnocapitalismo en Silicon Valley
Más allá de la valoración literaria de la obra y de las enormes diferencias con el mundo laboral estadounidense, las cuestiones que aborda Anna Wiener en 'Valle inquietante' son una excusa perfecta para derivar hacia viejas cuestiones no resueltas.
No conozco a nadie que trabaje para una startup tecnológica. Ninguna de mis amigas va en monopatín por la oficina ni se toma copas en el bar de la empresa. Mi referencia más cercana es un grupo de traductores de una de las gigantes de los videojuegos, que reciben como bonus los nuevos lanzamientos y un par de veces al año acuden a fiestas organizadas por sus empleadores. Pero estamos en Europa y alicientes como un buen seguro médico o disponer de días libres pagados no cotizan en el mercado laboral.
Para Anna Wiener, autora de Valle inquietante (Libros del Asteroide, 2021) y neoyorquina veinteañera que trabajaba precariamente en el mundo editorial, incorporarse a una empresa que ofreciese derechos tan básicos como la sanidad o las vacaciones era toda una oportunidad. A la que se sumaban incentivos en forma de barra libre de cerveza fría y aperitivos ultra procesados y ultra azucarados, sesiones de cine con palomitas y viajes de fin de semana para esquiar con el resto de la plantilla. A nadie se le escapa el verdadero objetivo de estos extras, ni a la autora de estas memorias ni, por supuesto, a los propios emprendedores que los impulsaban.
El abismo cultural que sentía respecto a mi experiencia y expectativas laborales (y las de mi entorno) se acrecentó mientras tomaba notas para esta reseña en un bar de menú del día donde la oferta de postres estaba compuesta por melón-sandía-flan-natillas-y-cuajada. Sin embargo, el Valle inquietante del que nos habla Wiener acecha más próximo de lo que parece. No es necesario ir al Sillicon Valley de San Francisco a mediados de los dosmildieces para conocer la desilusión respecto al potencial revolucionario de internet, sentir la frustración respecto a un inestable mercado de trabajo o experimentar la misoginia rampante en ciertos ambientes laborales.
Entre 2013 y 2017, la autora deja su Brooklyn natal y su entorno de jóvenes con expectativas altas en lo cultural y bajas en lo salarial para mudarse al San Francisco de la innovación y el capital riesgo. Ocupa puestos no tecnológicos relacionados con la atención al cliente y la comunicación en startups dirigidas por postadolescentes que dejaron la universidad para convertirse en CEO. Intenta encajar, adaptarse a esas oficinas diáfanas en edificios antiguos rehabilitados, con plantillas altamente masculinizadas y con una media de edad en la veintena que, a la vez que trabajan, toman café, ligan y se emborrachan en esas mismas instalaciones. Spoiler: no lo consigue.
Ciberfeminismo y tecnoactivismo en el siglo XXI
Más allá de la valoración literaria de la obra y de las enormes diferencias con el mundo laboral estadounidense, las cuestiones que aborda Anna Wiener en Valle inquietante son una excusa perfecta para derivar hacia viejas cuestiones no resueltas.
Por ejemplo, ¿cuánto tiempo hace que no navegas a través de Firefox o que tomas las actas de la asamblea en un pad colaborativo de código abierto? Dependiendo de tu edad, puede que la respuesta sea “nunca”. Hubo un tiempo, allá hacia la primera década del siglo XXI, en que uno de los frentes más activos de transformación social dirigía sus esfuerzos a construir nuestras propias herramientas tecnológicas para derruir la casa del amo. Por supuesto, sigue habiendo encomiables excepciones, reductos de hacktivismo y software libre. Pero, reconozcámoslo: la gran mayoría hemos caído en la opiácea facilidad de la empresa que nos instaba a no ser malvadas.
Incluso el software libre ha sido fagocitado por el capitalismo. La empresa en la que la autora trabajó durante tres años y medio no es otra que GitHub, una plataforma social de desarrollo de software libre a la que Wiener nunca nombra de forma directa. Sabemos, a través de su descripción, que la mayoría de la plantilla usa la sudadera con el logo del gato-pulpo como uniforme de trabajo oficioso y que la sala de espera es una réplica del despacho oval con unas banderitas que afirman que “En la colaboración confiamos” y “En la meritocracia confiamos”, como si estos términos no perteneciesen a universos diametralmente opuestos. La empresa, fundada por “cuatro programadores veinteañeros imberbes [que] revolucionaron —y monetizaron— el sector” era una de las startups de más éxito (“un caramelito para inversores”). Y, simultáneamente, “seguía el ejemplo de la comunidad de software libre, con sus valores subversivos, contraculturales y profundamente tecnoutópicos. (…) Los socios no creían en la dirección sino en la meritocracia”.
Mucho antes de la época dorada de la contrainformación y la seguridad digital, muchas feministas vieron en internet un potencial revolucionario repleto de posibilidades. Era una época previa a las redes sociales y a la banda ancha, una época en la que internet, además de un medio, era un fin en sí mismo. No se trataba únicamente de difundir un mensaje sino de controlar los medios, de reinventar las relaciones humanas y la forma de tomar decisiones, de organizarse para la acción política. Como proclamaba el eslogan de Indymedia “Don’t Hate the Media, Be the Media” (no odies a los medios de comunicación; conviértete en uno). Solo han pasado unas pocas décadas y los hacklabs se han quedado reducidos a un hobby romántico o a un congreso de fin de semana organizado por empresas como GitHub. La realidad de internet ha cambiado tanto que ahora llamamos ciberactivismo a que un vídeo de una performance se haga viral en YouTube y tiktokers de todo el mundo lo repliquen. Quizá la tecnoutopía de internet siempre fue capitalista, aunque Sadie Plant no lo supiera.
Sempiterno patriarcado de oficina
El ambiente laboral en el que vive inmersa Wiener, en donde hay “más adolescentes que mujeres”, es tan patriarcal como el retratado en la serie Mad Men. Ahora, en lugar de traje y corbata, llevan sudaderas con el logo de la empresa y calzado deportivo. Han cambiado el omnipresente cigarrillo por el aún más simbiotizado móvil. Y siguen bebiendo alcohol (gratis) en la oficina.
“Le hablé por correo electrónico a mi madre del compañero de oficina que tenía una app en el smartwatch que no era más que una animación GIF de los pechos de una mujer brincando a perpetuidad, y de los comentarios que había ido recopilando sobre mi peso, mis labios, mi ropa y mi vida sexual. Le conté que el influencer había hecho una lista donde ponía por orden a las mujeres más follables de la oficina. (…) Me contestó al email casi de inmediato. ‘Nunca pongas por escrito quejas sobre sexismo’, me escribió. ‘A menos que tengas a un abogado a mano, claro’”.
Además de la ausencia de mujeres en los puestos de programación, de la imposibilidad de conciliar cualquier tipo de vida personal con la laboral y de las explícitas situaciones de sexualización de las mujeres, el patriarcado impregna Silicon Valley en todas sus facetas. Las soft skills (esas habilidades laborales que no se adquieren mediante una formación reglada o autodidacta, sino que son características aparentemente naturales y fuertemente marcadas por la clase y el género), cacareadamente tan apreciadas, no merecen el reconocimiento económico de otras. Cuando un antiguo jefe contacta con ella para ofrecerle volver al proyecto le pregunta si sigue “sintiendo algo por la idea”. Como bien señala la autora, parece que su trabajo, sus habilidades laborales, el medio por el que se gana la vida se deslizaba (y, a ojos de esos emprendedores veinteañeros, se rebajaba) a la categoría de amor. Una presunción que se aplica a casi cualquier tarea realizada por una mujer, ya sea analizar macrodatos o cuidar a personas ancianas.
Detrás de esas apps también hay clase obrera
Además de cuestiones en torno al tecnoutopismo, el machismo no tan sutil en las empresas tecnológicas y la segregación del mercado laboral, Anna Wiener lanza bengalas sobre otras cuestiones que dan mucho de sí, como el sinhogarismo fruto de la gentrificación, la (ausencia de) privacidad de los datos personales, el auge del neofascismo, el solucionismo tecnológico o la imperante obsesión con la productividad y la optimización de cada faceta de la vida. Procesos que, desgraciadamente, en Europa no nos resultan tan ajenos como nos gustaría.
“Por desgracia para mí, me gustaba mi vida ineficiente. Me gustaba escuchar la radio y cocinar con demasiados trastos. (…) Rellenar formularios. Llamar por teléfono. Hasta me gustaba la oficina de correos y el predecible descontento que me provocaba su burocracia. Me gustaban los álbumes completos y darle la vuelta al disco. Las novelas largas sin apenas trama; las novelas minimalistas sin apenas trama”.
Sin embargo, y esta es una de las pegas principales de todo este testimonio, la autora no lleva su reivindicación de la ineficiencia más allá de esta nostalgia indie y ñoña, de filtros vintage y novelas de Sally Rooney. El intento de organización sindical en las startups que relata Wiener resulta tan paradigmático como desalentador. Cuando se empieza a hablar en el sector de un convenio laboral para las empresas tecnológicas, un programador se pone a diseñar un prototipo de app para facilitar las acciones colectivas en el lugar de trabajo, aun sabiendo que se le puede acusar de estar “monetizando la organización de la mano de obra”. Y cuando la autora comparte con un compañero portorriqueño de origen pobre su ilusión ante la creación del sindicato, este le recuerda que “la gente necesita sindicatos por seguridad [en las cadenas de montaje o ante la exposición al amianto]. ¿De qué nos protegería un sindicato a nosotros? ¿De las conversaciones incómodas?”.
El valor y las limitaciones de las memorias
Soy de la opinión de que si vas a contar tus miserias, especialmente si son colectivas, más te vale regodearte en ellas. Pero Wiener convierte la necesidad de no utilizar el nombre propio de las empresas en las que trabajó (presumiblemente por los acuerdos de confidencialidad firmados) en la virtud de extender ese anonimato a todos y cada uno de los nombres propios. Se convierte en una cuestión estilística que acrecienta la sensación de inquietud a la que alude el título. Pero que, también, ha dividido al público: por un lado, quienes se lo han tomado como un reto detectivesco y, por otro, quienes les ha sacado de quicio (y del libro) que hable de “una película de ciencia ficción sobre unos hackers que descubren que la sociedad es una realidad simulada” en lugar de nombrar Matrix, por poner solo un ejemplo.
Como en todas las memorias personales, a ratos la autora sobra. En Valle inquietante, en particular, se produce un salto abrupto entre el relato de la vida laboral y la vida personal de Wiener. ¿Qué nos quiere transmitir exactamente al contarnos detalles —pero no demasiados— de su novio, especialista en robótica y altamente motivado? ¿O de su inesperada amistad intelectual con un emprendedor multimillonario un año más joven que ella? Desde una consciente ambigüedad, a ratos autocomplaciente, la autora no llega a explicitar nunca la causa de su malestar. Aunque con frases como esta, no se hace necesario: “Durante casi dos años me había dejado seducir por esa confianza en sí mismos que tienen los hombres jóvenes. Hacían que pareciera muy fácil saber lo que querías y conseguirlo”. Por desgracia, todas sabemos perfectamente a lo que se refiere. Y no se trata únicamente del famoso síndrome de la impostora sino de la frustración generacional ante la mentira de cuentos como el ascensor social y (al menos en Europa) el desmantelamiento de un mínimo Estado del bienestar.
¿Querías futuro? Pues toma dos tazas de presente.
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