De ‘Fácil’, nada

De ‘Fácil’, nada

La serie 'Fácil', supuestamente inspirada en la novela 'Lectura Fácil' de Cristina Morales, destroza la obra original y el espíritu crítico que la atraviesa.

30/11/2022

Fotograma de la serie ‘Fácil’.

Pretendía ver la serie completa (seis capítulos) en el pase de estreno de la serie en el Zinemaldia. Me quedé dos, me había invitado una amiga, y me daba cosa desperdiciar una entrada regalada, pero es que no pude más. Me tuve que ir de la sala para que no me diera un ataque de ansiedad o de ira, porque lo que me ofrecía la pantalla era insoportable. Solo me venía a la cabeza una palabra: atroz.

La novela de Cristina Morales Lectura Fácil, en la que se basa la serie Fácil, que se estrena el día 1 de diciembre, es brillante, osada, malvada, subversiva e incómoda. Y es todas esas cosas porque pone en cuestión la cordura como un parámetro objetivo y como un horizonte deseable. Porque cuestiona el sistema y la forma en que trata de domesticar a los individuos que no son capaces de sostenerlo con la productividad óptima. En Lectura Fácil la autora se ríe de quienes obedecen al sistema y de quienes creen que se enfrentan a él. Y salva, aunque sea solo en parte, a quienes no alcanzan los mínimos como para cumplir las normas sin supervisión constante. Las diagnosticadas como “diversas” resultan las más empatizables.

Pero en la serie que se supone inspirada en este libro, la salud mental es un chiste burdo, malo, viejo y apestoso.

No es la primera vez que actores o actrices sin ninguna diversidad cognitiva interpretan a personas neurodivergentes; desde el brillante Di Caprio en A quién ama Gilbert Grape, el Dustin Hoffman de Rain Man o la Björk que nos pellizcó las tripas en Bailando en la oscuridad. Tampoco es la primera vez que una película escenifica lo divergente como una forma de poner el sistema en cuestión, a veces con resultados interesantes, como en Los idiotas, también de Lars von Trier. Pero es que esta serie es una parodia. Una especie de La que se avecina con pretensiones, con resultado peor.

La figura del narrador en primera persona que no cumple con los parámetros impuestos por los límites de la salud mental ha dado a la literatura y al cine algunas obras memorables, y ha servido a veces para humanizar la “monstruosidad”, para ampliar las perspectivas de miradas condicionadas por el cuerdismo y el capacitismo, o -al menos- para la ternura. En Frankenstein, Mary Shelley construye un ser autoconsciente y complejo, tierno aunque empujado a la crueldad, que te amplía las miras. En El ruido y la furia, Faulkner dibuja el Sur (de Estados Unidos) como no podrías verlo si no lo mirara alguien que lo entiende a su manera. Si me apuras, me sirve hasta la visión de Ignatius Reilly en La conjura de los necios.

Pero es que el engendro audiovisual al que nos referimos recoge lo peor de los “chistes” de Torrente y de la condescendencia de Campeones. No hay perspectiva, no hay relato desde el margen, no hay mirada subalterna. Hay risotadas y sal gorda, a paladas, sobre las heridas de quienes sufren por el estigma de la salud mental.

Supongo que las actrices se deben a su curro y que este consiste -en parte- en meterse en el papel, seguir las orientaciones de la dirección y apropiarse del guion. Pero me cuesta imaginar cómo las convencieron de algunas escenas que ridiculizan, estigmatizan, resultan hirientes y caricaturizan hasta lo insoportable la diversidad.

Imagino que Anna R. Costa cree que ha hecho una serie atrevida y original, y que piensa que quienes la critiquen lo harán desde la pacatería y la corrección política (ese comodín de quienes confunden su mediocridad con talento incomprendido), porque no puedo ni pensar en que haya hecho algo tan terriblemente capacitista y ofensivo a sabiendas. Pero me cuesta creer que ni la directora ni las guionistas ni nadie del equipo haya tenido algún momento de lucidez como para orientar la serie hacia algún lugar que se acerque remotamente al universo que crea la autora de la novela. Un lugar en que caben otros relatos, otras visiones, en el que las perspectivas se multiplican y las narrativas tienen otros puntos de apoyo. No como en la serie. Un sitio donde las divergentes son ridículas, dan risa, dan pena, la lían, dan vergüenza ajena. O dan, como mucho, de vez en cuando, una lección de vida pírrica, naif, contada desde la condescendencia y el esperpento.

La novela es crítica hasta el escozor. Critica hasta los espacios de crítica. Porque no deja a nadie sin su filtro de mezquindad.

Pero en la serie, lo mezquino es el enfoque. Y se nota porque el público se ríe. Se ríe de las protagonistas. Se burla de ellas, las lee ridículas, inútiles, incapaces de convivir y de sobrevivir. Inoportunas, peligrosas, tontas.

Es siempre complicado narrar historias desde posiciones subalternas sin ocuparlas de verdad. La historia está saturada de relatos de la feminidad contados por hombres, de relatos presuntamente diversos contados desde la blanquitud, la supremacía, la hegemonía. Pero ya no cuela. Los veinte siglos de la era actual no han pasado en vano, y nos mantiene en un precario estado de civilización reconocer que el imaginario colectivo tiene que abandonar los relatos que condenan a la otredad desde el ridículo y el escarnio a quienes no cumplen (porque no ponen) las normas.

Fácil es una serie desafortunada, inoportuna, capacitista, cutre y que no aporta nada. Y eso es difícil estando inspirada en una novela que es una ampliación de horizontes narrativos y estilísticos. Pero, vamos, que Cristina Morales escribió un columna cuando vió la serie y la tituló “Nazi”. Y ella no regala palabras.

Yo fui un poco mosca al pase, porque Anna R. Costa respondió a las críticas de la autora con un “preguntadle cuánto ha cobrado por los derechos”, como si quienes crean cultura vendieran su obra para que la gente que paga haga cualquier mierda con ella. Pero es que pasé en esa sala uno de los peores ratos que recuerdo.

No llegué al tercer capítulo, pero no necesito más para saber que a esta serie quien peor la va a tratar es el tiempo.


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