Deportes de élite y mujeres trans: la última preocupación del feminismo pop
Cuando se habla contra las personas trans, su participación en el deporte y el peligro de que entren en los baños de mujeres cis son, probablente, los dos temas fetiche. La idea de fondo es que nos invade una condición masculina perversa, sexual y, en general, peligrosa.
Escribo esta pieza cuando el ciclo de temas de mi red social de confianza se ha parado en lo que ahora parece llamarse la “preferencia genital”. Antes fue el poliamor, y antes la discusión sobre criticar que se dé altavoz al odio anti-trans se puede llamar cancelación, después de ganar aún más audiencia. Por lo que sea, al final las que pierden son las de siempre. De por medio, esas pequeñas tácticas de control: “Tú rebaja la crítica”, “cuidado con el tono”, “si es que os quejáis por nada”, “queréis obligar a la gente a pensar como vosotros”, “lo próximo va a ser echarnos a la hoguera”. La ironía de este victimismo es que hay una conciencia asentada de ocupar una posición ventajosa; si todo el mecanismo funciona es precisamente por ese primer peldaño. Injusticia epistémica, diría la filósofa inglesa Miranda Fricker.
Monólogos cis sobre existencias trans
En este contexto discursivo se da la conversación sobre el lugar de las mujeres trans en los deportes de competición, que es el tema del que trata en realidad este artículo. Y una podría reparar en que ya está todo dicho, porque este es, de hecho, uno de los temas fetiche en torno a la comunidad trans (junto con, quizás, el peligro que supone la presencia de mujeres trans en los baños de mujeres, un mito fabricado abiertamente por un grupo fascista y repetidamente desmentido, como bien señala Julia Serano). Pero yo diría que quedan aún muchos claroscuros que definir.
En general, la conversación sobre la existencia pública de las personas trans parece partir siempre de situaciones hipotéticas que, más que señalar posibilidades concretas, proyectan una serie de prejuicios sobre nuestras vidas. Sucede así con la “polémica” de la “preferencia genital”, donde se tilda a las personas trans de agresoras sexuales y se obvia la fetichización constante que vivimos (no por nada tenemos una presencia histórica en la prostitución) y las agresiones sexuales que nos toca sufrir a tantas. También con los baños de mujeres e incluso con los módulos femeninos de las prisiones, ambos espacios en los que, según se cuenta, nunca hasta ahora ha accedido una mujer trans y que, de hacerlo, sería poco menos que el infierno en la tierra.
El trasfondo es siempre la idea de que nos invade una condición masculina perversa, sexual y, en general, peligrosa (para mujeres y niñas). El elemento de incorrección y desviación (o queer, en inglés) es el hilo que une ahí la condición trans con la peligrosidad social. Uso estos términos porque el paralelismo que hay con la moral sexual franquista es lacerante. Con ello, la deshumanización, la otrerización, el afuera de los márgenes escupidos a este mundo como fundamento de toda lógica. Centrada esta siempre en las mujeres trans, claro: aquí no hay espacio ni para los hombres trans ni, mucho menos, para las personas no binarias, que somos directamente asumidas en un binarismo que nos muerde hasta arrancarnos de nuestra propia mismidad.
El “debate” del acceso de las personas trans a los deportes ha sido y es uno de los más importantes campos de batalla de la ultraderecha contra nuestra comunidad por una razón fundamentalmente estratégica: al apelar a “la defensa de las mujeres” trata de interpelar a un cierto feminismo por un lado y, por otro, identifica a las mujeres trans como hombres (los desviados, no los normales) en un solo movimiento. Al mismo tiempo, invita a la lógica biologicista más pop para que incluso una parte de las alianzas cis de los derechos trans ladeen la cabeza en gesto de confusión. Y lo que es mucho más importante: las propias personas trans, aquellas sobre las que se decide y a las que más incumbe todo este griterío, no tienen voz ni voto.
“Pero tienen ventaja. ¿O también me vas a negar eso?”
Por ese mismo motivo, los republicanos estadounidenses llevan dos años peleando este frente. A día de hoy, 18 de los 50 estados que componen el país prohíben la participación de las personas trans en deportes escolares (no de competición). En Ohio, la única muchacha trans que hay registrada en un equipo, de 17 años, no puede jugar con sus compañeras, a pesar de no haber tenido problema con la anterior normativa —un año de tratamiento hormonal—. En Kentucky también hay una única chica trans apuntada en estos deportes escolares: tiene 13 años, ayudó a fundar su equipo de hockey y ahora le han prohibido participar. Cuando sus amigas marcan un gol en el campo, se lo dedican: “¡Por Fisher!”. Está claro que, más allá de la lógica transodiante detrás de estas leyes, los únicos resultados reales son impedir a chicas trans adolescentes socializar con sus amigas.
Casi nunca se habla, sin embargo, de los espacios escolares de socialización, justamente aquellos que resultan de mayor interés para personas trans menores. O, cuando se hace, se apela a los supuestos peligros de los “malvados queer”. Todo esto ignorando por completo que esta situación hipotética es diametralmente opuesta a la realidad cotidiana de las personas trans, donde no somos agresoras sino víctimas. Quizá en mundos mejores no pero, en este, la gente trans, especialmente menor de edad, suele evitar los baños públicos precisamente por miedo a ser atacada física y/o sexualmente, justamente porque sabemos que la violencia siempre puede ir a más y nadie va a pararla. Pero no, la conversación nunca se centra en la necesidad de tener una vida digna, no pasar miedo y contar con tiempo para aquellas con las que convivimos.
Por eso justamente me llama la atención que lo que más le interesa tener a gente cis sobre la comunidad a la que pertenezco, sobre las personas que me han salvado y con las que sobrevivo y comparto mi vida, es el lugar de alguna de ellas en los deportes de élite. Quienes se dedican a estos deportes forman parte de una absoluta minoría entre la población general, que la gran mayoría de las veces no cuenta con más atención que la de un público nicho muy dedicado y que, desde luego, nunca antes ha captado intereses tan diversos. Además, es un mundillo del que las personas trans parecen especialmente ausentes: a pesar de haber participado más de 100.000 atletas en los últimos cien años de Juegos Olímpicos, el número de deportistas abiertamente trans presentes se puede contar con los dedos de una mano. Se dice que Laurel Hubbard fue la primera, en 2021; Quinn, persona no binaria, ganó el oro en la competición femenina de fútbol en esta misma edición. Casi todos los medios le malgenerizaban.
Esta ausencia contrasta llamativamente con el argumento de las “ventajas biológicas”, que parecerían anunciar la entrada en tromba de deportistas transfemeninas en los escenarios de competición. Pero, en el fondo, esto seguramente no sorprenda a nadie si tenemos en cuenta que apenas una docena de países en todo el mundo nos consideran hoy personas con derechos y no trastornadas mentales, y que solo tres de ellos dan cabida legal a personas no binarias. O teniendo en cuenta, por ejemplo, las cifras de desempleo, las probabilidades de sufrir acoso o una agresión o, simplemente, la cantidad de personas trans que han tenido que quedarse temporadas enteras en casa de un amigo… o en la calle. A esto se le suele llamar “opresión”, “discriminación” o “estigma”, pero quizá en este contexto podemos convenir en llamarlo “desventajas”.
Por lo demás, los argumentos sobre las supuestas ventajas absolutas, totales e inmutables de la testosterona (en deportes de élite precisamente) pecan de una ignorancia y un machismo estremecedor. Pero eso es algo sobre lo que Mónica Oltra ya ha escrito muy bien y claramente. De la misma forma, y como explica ella, “quizá sería más útil desde el feminismo cuestionar la propia dialéctica que prima la competitividad, ganar, machacar y a veces humillar, y reivindicar una dialéctica que primara más la superación propia, la cooperación, el éxito colectivo frente al individual. (…) ¿No deberíamos cuestionar de raíz esta manera de ser los mejores?”. Esta lógica fundamental que rige el deporte de élite, esta dedicación más basada en el entrenamiento duro e híper específico (con su desgaste inevitable) que en la sociabilidad o la salud, parece haber esquivado el radar de la crítica feminista.
Es esta mirada “feminista”, y especialmente sus ausencias, lo que revela la clase de feminismo pop ante el que estamos. Uno que prefiere la guerra contra las explotadas a la guerra contra los explotadores; uno más impulsado por un identitarismo reaccionario que por la necesidad de un mundo más justo y menos cruel. Un feminismo que no parece estar interesado ni preocupado por el bienestar de aquellas personas que subsisten en las grietas y rendijas del orden social patriarcal. Uno que pregunta si “ese nadador” no tendrá ventajas biológicas en vez de leer a cientos de personas trans decir que, en la hipótesis fantasiosa de un mundo sin personas cis, lo primero que harían es “salir a nadar”.
El identitarismo reaccionario de la nueva derecha en la nueva izquierda
Al hablar del trasfondo social de estas discusiones, hay tres elementos que no podemos perder de vista. En primer lugar, el uso instrumental del odio anti-trans para extender una doctrina reaccionaria en el movimiento feminista, al menos en las “democracias” imperialistas.
Las conexiones entre el feminismo transodiante y la extrema derecha no se limitan a los constantes paralelismos ideológicos, o incluso al elogio mutuo directo: hay una simbiosis, un intercambio discursivo, pero también económico, en el que ambos salen ganando. WoLF (Women’s Liberation Front), asociación de nombre inspirado en el feminismo radical clásico, ha apoyado y aceptado apoyo y dinero de organizaciones ultracatólicas contrarias al derecho al aborto. La WHRC (Women’s Human Rights Campaign) aboga directamente por “erradicar la transexualidad”; en España, su organización hermana de mayor peso procede fundamentalmente de la vieja guardia del feminismo institucional del PSOE (y amistades).
En segundo lugar, la restauración conservadora en los nuevos movimientos sociales, que parece en parte una reacción al resurgimiento izquierdista post-2008: el nacionalismo españolista, la “nostalgia” soviética y la “crítica comunista” que se limitan a criticar la socialdemocracia de Unidas Podemos (y proponer una socialdemocracia industrial); la “defensa de la familia” y su consiguiente ataque a los derechos reproductivos de las mujeres y a toda “desviación sexual” (léase: lo queer) y, por supuesto, el supremacismo blanco de siempre. Nada de esto es nuevo, pero el impulso que ha cobrado estos años merece un análisis más cercano y concreto.
En tercer lugar, las consecuencias directas e indirectas más claras para las personas afectadas. La discusión sobre las supuestas «ventajas biológicas» de las mujeres trans ha allanado el camino para prohibir la transición médica y todo reconocimiento social y legal en ya varios estados, pero también el derecho a interrumpir voluntariamente un embarazo.
Esto no es inocente; va a costar vidas. Y, mientras la extrema derecha reciba los apoyos del “feminismo” transodiante, tendremos menos capacidad para hacerle frente a este orden social inhumano. ¿Vale la pena, con tal de apaciguar ese identitarismo reaccionario, esa vigilancia permanente de las fronteras de lo normal, de lo natural? Es mentira: nada va a apaciguar a un monstruo que se alimenta de construir exclusiones y afueras. No hay pureza lo suficientemente pura, no hay sexo suficientemente evidente. Que le pregunten a todas las personas cis, hombres y mujeres, a las que han agredido porque las han percibido como mujeres trans.