‘Brogrammers’, os faltan ‘softskills’
El informe ‘Mujeres tecnólogas en España 2022’ ilustra con datos cómo funciona un sector muy masculinizado en el que ellas promocionan menos y son subestimadas, frente a la sobreestimación de las capacidades de sus compañeros.
La cultura brogrammer es ese término que une la cultura bro, el rollo entre colegas misóginos que se dan palmadas en la espalda que tan bien describe Estela Ortiz, con el rol de programmer o de programador –de algoritmos, se entiende, que es la única programación que cuenta en el mundo de éxito elonmuskiano–. El término se comenzó a popularizar entre los trabajadores de empresas como Facebook o Google y, en general, de compañías creadoras de algoritmos que se encuentran en ese lugar que pinta a futuro, Silicon Valley, pero parece más bien el bastión de la hombría contemporánea y reaccionaria, aunque se despliegue en empresas-parque llenas de toboganes y piscinas de bolas.
El término brogrammer podría resumirse en una frase: “Buah, bro, esto que has hecho, eres un crack”. Palmadita en la espalda. La frase quizá no sea literal, pero está basada en hechos reales. Algunas programadoras que hablaban en el reportaje Tecnofeminismos, más allá del mito hacker, publicado en el anuario número 9 de Pikara Magazine, explicaban que esa hermandad entre ellos se traducía en una condescendencia hacia ellas. En talleres y otros lugares de aprendizaje y puesta en común, los hombres se dedican más a mostrar las cosas que han hecho que a explicarlas. Dan así por sentados muchos términos o pasos necesarios para aprender y eso lleva a que quien no sabe o no está en esa fraternidad o hermandad (brotherhood) se quede atrás. Algo similar contaban las glosadoras entrevistadas por Uxue Alberdi en Glosa feminista posiblea da: en la escuela de glosa de Espolla, en la última edición, había cinco hombres y 30 mujeres. Ninguno de aquellos cinco se apuntó al nivel de principiante, a pesar de que dos estaban en su primer año.
Esta tendencia de ellos a sobrestimarse es propia de las dinámicas bro y, en el sector tecnológico, contribuye al misticismo de la tecnología, a saber, que esta parezca algo muy complicado que no podemos desentrañar. Frente a ese misticismo, hay proyectos de mujeres al margen de esa cultura brogrammer que buscan el autoaprendizaje y la autogestión. Y, más allá de aprender directamente a picar código, también buscan que la tecnología sea más accesible para que la ciudadanía pueda saber qué reclamar. Al fin y al cabo, no hace falta saber plantar lechugas para entender qué es la soberanía alimentaria y criticar a Monsanto, por poner un ejemplo. Saber qué efectos tienen los algoritmos en nuestra vida es esencial para poder reivindicar nuestros derechos. Sabemos que pueden determinar nuestro acceso a un crédito, las medidas de protección a una mujer maltratada o la probabilidad de cometer un delito por perfil racial. Sabemos que son clasistas, machistas y racistas. Y que lo sean tiene que ver con esa cultura brogrammer que impera en la industria tecnológica. Es decir, los algoritmos son así porque los programan, sobre todo, señores muy parecidos entre sí que trasladan ahí sus sesgos. En el reportaje sobre tecnofeminismos que mencionaba, la investigadora Gemma Galdon, especialista auditorías de algoritmos, decía que los ingenieros –y el masculino no es genérico– están programando un mundo que no entienden. Y así nos va.
La propuesta para construir otro mundo, en especial en tecnología, está en una palabra muy manida que pocas veces se cumple: interdisciplinariedad. Interdisciplinariedad es que las tecnólogas, sociólogas, filósofas, educadoras, abogadas, economistas, arquitectas, cuidadoras, administrativas, tenderas, conductoras y un largo etcétera trabajen juntas. Y si a lo interdisciplinar le unimos la interseccionalidad y esas personas son diversas y tienen en cuenta todas las formas de explotación y demás, ya es la panacea.
Algo así deben pensar las 448 mujeres que han participado en las encuestas para el informe Mujeres Tecnólogas en España 2022, publicado por la organización Digitalfems. Ellas señalan esa cultura brogrammer como una de las principales barreras para la promoción de las mujeres en la industria tecnológica. El documento define esta cultura como algo “inherente al medio” que “promueve la creencia de que las mujeres no tienen las mismas capacidades” o “no son tan buenas diseñando software o diseñando soluciones tecnológicas”.
Los resultados del informe muestran un poco lo de siempre. El tecnológico es un sector –otro más– muy masculinizado –y eso a pesar de que las primeras programadoras eran mujeres–, y las conclusiones de este trabajo reflejan las consecuencias. Sin embargo, el 78,2 por ciento de las encuestadas asegura que “se sienten capaces o muy capaces de enfrentarse a desarrollos tecnológicos complejos”. Parece que el síndrome de la impostora no arrasa por esos lares. Aun así, una de cada tres cree que estaría bien recibir más formación. En esta parte de la encuesta se refieren a las hard skills o habilidades duras –picar código, por ejemplo–. Por otro lado, estarían las soft skills o habilidades blandas –como saber moderar una reunión o escuchar–. La distinción sitúa lo “duro” como lo puramente productivo, lo masculino. Lo “blando” son esas cosas en que nos entretenemos las mujeres y que hacen que la gente viva más feliz. Larga es la sombra de Freud.
Volviendo al informe. La mayoría de las tecnólogas consultadas considera que quienes sí tienen carencias formativas son ellos. En concreto, que van escasos de soft skills y que deberían recibir formación este campo para mejorar en su trabajo y, sobre todo, para romper con esa cultura brogrammer.
Ellas no cotizan en bolsa
Cuando la afroamericana Cristine Dardene, una de las primeras mujeres científicas de la NASA, aplicó fórmulas básicas con las que poder medir la diferencia de promoción que se deba entre géneros en el ámbito tecnológico, obtuvo los resultados que esperaba: que las mujeres tardaban más tiempo que sus compañeras en promocionar. Los resultados eran los esperados, pero no los percibidos por sus compañeros. Al menos, no era lo que su jefe creía e, “impresionado por la gran disparidad” entre su percepción y la realidad que aquella mujer le mostraba, decidió ascenderla “a las dos semanas de presentar la queja”. Así recoge esta anécdota de los años 80 en Estados Unidos el informe ‘Mujeres tecnólogas’.
“La industria tecnológica es la que más ha mejorado en la tasa de contratación de mujeres en puestos de liderazgo”, según el World Economic Forum. Aun así y según la misma fuente, solo el 34 por ciento por ciento de los mandos directivos los ocupan ellas –media del Estado español y de la Unión Europea–, aunque las tendencias hacen suponer que el número aumentará en los próximos años.
La media de promoción profesional en las empresas tech es de dos años, pero entre las mujeres encuestadas solo el 51,1 por ciento de las que llevan más de dos años en su puesto actual han ascendido, y una de cada cinco no recibió un aumento de sueldo por ello.
El informe recoge otra clave importante: el porcentaje de mujeres directivas en empresas que cotizan en bolsa en el Estado español baja al 2,9 por ciento, frente al 8,3 por ciento de media de la UE. Es decir, cuando la empresa es más grande y, por decirlo de alguna forma, más acorde al modelo de éxito capitalista, las mujeres tienen menos presencia.
Cabe cuestionarnos si lo que queremos es promocionar en ese modelo de empresas o generar otro tipo de organizaciones laborales. También estar atentas para que el término soft skills no se aplique como un paquete-combo de capacidades de adaptación –que te digan cuál es tu turno laboral a última hora y no te quejes–, resiliencia –que aguantes vejaciones y un salario de miseria–, y otra serie de habilidades emocionales que para el modelo capitalista solo interesan en la medida en que sirven para continuar con la producción.
Que los datos reflejen un sector tan masculinizado tiene consecuencias más allá del resultado final del producto. En concreto, “es más común que florezcan” actitudes machistas y situaciones de acoso sexual. Entre las participantes en el estudio, el 22,7 por ciento afirma que a lo largo de su vida profesional han tenido situaciones de acoso sexual. El 6 por ciento prefiere no contestar.
En cualquier caso, el informe es claro respecto a lo que opinan las trabajadoras del sector: hay que desarrollar y aplicar políticas de diversidad en las empresas, hay que impulsar la promoción de las mujeres y los brogrammers, sus compañeros y en especial los que están en puestos de mando, necesitan más soft skills (campamentos de reeducación para lisiados emocionales o algo así).
Entre las recomendaciones, Digitalfems recuerda a la Administración su obligación de velar por el cumplimiento de los planes de igualdad, obligatorios para empresas de más de 50 trabajadores, así como compensar a las empresas que sí cumplen con “licitaciones dirigidas a la creación de productos y servicios tecnológicos”. También señala la importancia de medir los datos para tener una radiografía más acertada de la realidad y para evitar sesgos como el de rendimiento, “uno de los más activos en entornos tech, por el cual se subestima el rendimiento de las mujeres y se sobreestima el de los hombres”. También para que no pueda negarse la evidencia, como hacía el jefe de Dardene hasta que ella le mostró las cifras.