La politización del malestar
Publicamos un extracto del libro 'Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo', de Javier Padilla y Marta Carmona, de Capitán Swing.
Javier Padilla y Marta Carmona
Creo que el rechazo social a las prótesis es simplemente otra forma de mantener a las mujeres con cáncer de mama en silencio y separadas unas de otras. Por ejemplo, ¿qué pasaría si un ejército de mujeres con un solo pecho descendiera sobre el Congreso y exigiera que se prohibiera el uso de hormonas cancerígenas almacenadas en grasa comestible de la carne de vacuno?
Audre Lorde
Colectivizar la identidad de la enfermedad es algo sobre lo que se ha escrito ampliamente, sin embargo, ¿qué ocurre cuando no hay una etiqueta bajo la cual agruparse? ¿Es realmente cierto que no haya una etiqueta adecuada para este caso? ¿Se puede colectivizar algo que difícilmente se puede definir? ¿Quién va a crear la asociación de personas que no pueden más?
Abordar el malestar desde una perspectiva extradiagnóstica, como lo hacemos en este libro, tiene sus pros y sus contras, de modo que lo que ganamos en flexibilidad del concepto para albergar múltiples realidades, lo perdemos al adentrarnos en un terreno de nadie en el cual es más difícil rendir cuentas o tener claro desde dónde han de venir las soluciones. Los diagnósticos utilizados para delimitar el concepto de enfermedad no tienen sensibilidad para aprehender la totalidad del padecimiento humano, especialmente en lo relacionado con aquellos procesos colectivos de sufrimiento íntimamente vinculados con la incapacidad para desarrollarse plenamente dentro del modelo de organización social hegemónico. Ese sufrimiento vinculado a una vida que no puede colmar las expectativas de producción y reproducción es lo que podríamos denominar malestar.
De entre las muchas voces que se han alzado para hablar en primera persona sobre sufrimiento psíquico en los últimos tiempos, pocas lo han hecho como la de Manuel Romero en este artículo de CTXT, que utiliza la primera persona del singular para escalar al plural e ir de lo clínico a lo salubrista, señalando que los asuntos generacionales son imposibles de dirimir en la arena de lo singular:
[…] el mayor reto que la juventud tiene por delante es el de hacer del malestar generalizado en todas sus formas una potencia política transformadora. Es importante, y este es el motivo principal por el que finalmente me decidí a escribir este artículo, que combatamos esa idea tan arraigada en el imaginario social de la enfermedad mental como un problema individual y que lo señalemos como lo que realmente es: un problema de salud pública.
Los intentos de abordar los malestares desde una perspectiva clínica e individual (mediante la medicalización o la psicologización clínica de estos padecimientos) suponen una tentativa errática de introducir en un marco taxonómico algo que no es sino una condición ajena a ello, y pueden constituir un ejercicio de legitimación del daño y de cronificación de este, desarrollando estrategias de indefensión en el individuo. Este potencial iatrógeno,10 de daño por parte de la estructura que enmarca el problema, no es exclusivo de los abordajes clínicos, y puede estar muy presente en ciertas formas de politización, aunque sea muy característico de la medicina a lo largo de la historia. Dice el filósofo Marco Sanz que una condición esencial de la existencia humana es su condición de enfermabilidad. Es decir, podemos no estar enfermos, pero no podemos no poder enfermar. Ahora bien, ¿es el malestar que atraviesa nuestra vida en muchas ocasiones una condición patológica o una alteración no mórbida de la normalidad? ¿O simplemente este etiquetado es algo superfluo? ¿Cómo pasamos de decir que yo estoy mal a decir que el malestar es un padecimiento colectivo, un problema de salud pública, sin ponerle una etiqueta diagnóstica? ¿Esto que me pasa solo a mí, cuyo origen bebe de aspectos biográficos muy ligados a mi persona, puede ser algo que le pase a todo el mundo? ¿Puede haber algo que le pase solamente a todo el mundo?
Mientras que el diagnóstico normaliza nuestro padecimiento dentro del mundo de los diagnosticados, la enfermedad singulariza nuestra existencia en el mundo de la población general. El malestar, en esa condición de lugar intermedio, podríamos afirmar que realiza una función multinivel de afirmación de la singularidad y generalización de una vivencia sincronizada. Estoy mal, pero estamos mal. Y a la hora de señalar las causas, mi dedo apuntará a la última forma de pobreza con nombre anglosajón (job hopping, por ejemplo), al patriarcado, al proceso de deslocalización de la empresa en la que trabajo, a la crisis ecológica y al neoliberalismo. Desde mi propia cara hasta Margaret Thatcher, todo pasará por delante de mis narices en la búsqueda de una etiología plausible.
Esta transformación colectiva del padecimiento la describe muy bien Anne Boyer en su libro Desmorir. En él alude a una suerte de comunidad de personas no especificadas que comparten un malestar. Esa comunidad de personas no especificadas, que no es una sino múltiple, desempeña muchas de las funciones de las etiquetas diagnósticas, pero con matices. No trata de eliminar la incertidumbre, sino de favorecer que esta sea asumida mediante la triangulación entre pares, entre personas con algo común; no supone una entrada al mundo de lo homologado médicamente, pero sí ejerce una función de mantenimiento del relato biográfico y de vinculación entre el individuo y la sociedad. En ese marco de la gestión de la incertidumbre y el enganche con la colectividad es donde puede surgir la politización del malestar, entendiendo politización como la acción colectiva que trata de transformar o afirmar los condicionantes estructurales que generan unas consecuencias determinadas por medio de la participación de las personas afectadas.
«La pregunta es por qué no consideramos quebradizo un sistema que se alimenta a base de malestar», escribía Ignacio Pato en un artículo en el que reclamaba la necesidad de politizar una existencia que, ahora más que nunca, parece convertir en común el no poder más, a la vez que se popularizan salidas individuales a ese sentir generalizado. Relacionar ese malestar (vivido como individual, pero representado en términos sociales como un elemento vertebrador de la colectividad) con el modelo de organización social, política y económica imperante se plantea como un elemento fundamental para su comprensión y su paliación (u, obviamente, su eliminación). En un meme publicado en Instagram por @neuraceleradisima, se puede leer «Lista de cosas cuya privatización es necesario revertir», y bajo este título aparece primero el logo de Telefónica, luego el de Seat, en tercer lugar el de Endesa y, por último, una frase que afirma: «La ansiedad crónica por la ausencia de perspectiva de futuro».
Ese vínculo entre la necesidad de desprivatizar los problemas de salud mental y la falta de un horizonte vital vivible o pensable es una de las características a partir de la cual el malestar puede dibujarse como padecimiento aglutinador. Habitar el mundo de las muchas crisis, usando el término de Jorge Riechmann, ha podido servir para que las generaciones que recientemente se han ido (no) incorporando a la actividad económica en el seno del capitalismo tardío hayan sabido ver que, por mucho que intentaran girar en la rueda del sistema económico, el hámster no avanzaba en absoluto. Esto ha servido para poder expresar públicamente, con mayor facilidad, ciertos padecimientos en el ámbito de la salud mental, vinculándolos no con incapacidades individuales para la gestión emocional o de las expectativas, sino con un sistema que utiliza a las personas y sus anhelos como la materia prima con la que transformar el capital. Para quienes siempre han vivido en una crisis creciente, es sencillo ver que lo que otros señalaban como un fracaso individual no es más que un fracaso del sistema.
Lo cuenta muy bien Mark Fisher en Realismo capitalista:
Ya no debemos tratar la cuestión de la enfermedad psicológica como un asunto de dominio individual cuya resolución es de competencia privada; justamente, frente a la enorme privatización de la enfermedad en los últimos treinta años, debemos preguntarnos: ¿cómo se ha vuelto aceptable que tanta gente, y en especial tanta gente joven, esté enferma? La «plaga de la enfermedad mental» en las sociedades capitalistas sugiere que, más que ser el único sistema social que funciona, el capitalismo es inherentemente disfuncional, y que el costo que pagamos para que parezca funcional es en efecto alto.
Más allá de los matices que podríamos poner al uso del término enfermedad, Fisher señala de forma clara lo inadmisible socialmente de una dinámica de funcionamiento social y económico que tritura a una parte de su población no como efecto de su mal funcionamiento, sino como señal de que funciona como pretende.
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