No me toques el pelo

No me toques el pelo

En 'No me toques el pelo. Origen e historia del cabello afro' (Capitán Swing), la académica, locutora, colaboradora de 'The Guardian' y destacada corresponsal racial de la BBC Emma Dabiri, escribe una aproximación a las formas en que el cabello negro ha sido estigmatizado a lo largo de la historia, y reflexiona sobre la política corporal, la raza y la descolonización del pelo. Os publicamos un adelanto en exclusiva.

18/01/2023

Emma Dabiri

Portada de ‘No me toques el pelo’.

Discriminación por textura capilar

Mi propio pelo lleva decepcionando a la gente desde que nací. Su textura no se correspondía con las expectativas acordes a alguien con mi color de piel.

Pese a haber nacido en Irlanda, un par de meses después de ese feliz acontecimiento nos mudamos a Atlanta, Georgia, donde mi papá estaba estudiando en el Morehouse College. Estuvimos cuatro años viviendo en la «meca negra del sur». Yo era demasiado pequeña para recordar la sensación del colorismo tan enraizado allí, pero mi madre me cuenta que la gente solía expresar opiniones como: «Qué niña tan guapa [léase “qué piel tan clara”]. A ver que le vea el pelo». Cuando asomaban la vista bajo mi gorrito y se encontraban con mi rizadísima pelusilla, la decepción y la incomodidad sustituían rápidamente al entusiasmo.

El colorismo en las comunidades negras es un producto de la esclavitud y del colonialismo. Bajo las leyes de la esclavitud, a la gente negra se la consideraba una propiedad y, como tal, se la sometía a violaciones sistémicas a manos de sus dueños y de otros blancos. Una consecuencia de esto fue el aumento de esclavos mestizos. Los negros mestizos tenían más posibilidades de integrar las poblaciones de color libres y, aun cuando estaban esclavizados, en ocasiones recibían un trato preferente al concedido a sus compañeros no mestizos. Esas ventajas relativas a menudo continuaron tras la Emancipación, y así, las élites de la sociedad negra eran con frecuencia personas que contaban con un número considerable de ancestros europeos, además de africanos.

Michael Eric Dyson, profesor de la Universidad de Georgetown, describe el colorismo del siguiente modo:

Existe asimismo una curiosa dinámica con el color que tristemente persiste en nuestra cultura. De hecho, Nueva Orleans inventó las fiestas de la bolsa de papel marrón (reuniones en casas, por lo general), en las que se prohibía la entrada a cualquier persona más oscura que la bolsa colgada en la puerta. El criterio de la bolsa sobrevive como metáfora de cómo la élite cultural negra establece, de un modo bastante literal, límites de casta y de color en el seno de la vida de los negros. En mis muchos viajes a Nueva Orleans […] he observado políticas de color entre población negra. El cruel código del color tiene que caer derrotado por el amor que nos tenemos unos a otros.

En cualquier caso, hay otras dimensiones importantes. Ayana Byrd y Lori Tharps se hacen eco de los comentarios de Patterson sobre el pelo y afirman que, «en esencia, el pelo actuaba como la auténtica prueba de negritud». Señalan que, históricamente, si el pelo dejaba ver un mínimo rastro de rizo, la persona (más allá de cuál fuera su tez) no pasaba por blanca. Como algo similar al recurso de la bolsa de papel, hablan de iglesias negras en las que la admisión la dictaba la textura del pelo. Para acceder a ellas, la persona debía tener un pelo por el que el peine pasara sin mayores obstáculos, y para constatarlo había siempre un peine colgado de una cuerda a la entrada de esos templos. Quien superase la prueba del peine podía seguir adelante, entrar y, ya de paso, recaudar doscientos dólares. Si por el contrario se te quedaba el peine enganchado, tenías que largarte de allí: Jesucristo, nuestro Señor, no quería veros ni a ti ni a tu cabeza crespa en su exclusiva casa de oración. Se trata de una especie de temprano precursor de la prueba del lápiz de Sudáfrica, por la que la raza de niños y niñas se determinaba según si se les quedaba un lápiz sujeto al pelo.

El colorismo se basa sin duda en la proximidad a la blancura racial, aunque esa proximidad viene determinada por muchos elementos, aparte de la tez. Para calcular quién posee esa proximidad a la blancura, además de la claridad de la piel, se evalúa la textura del pelo, la estructura facial, la forma de la nariz y de los labios e incluso el tipo de cuerpo. Pensemos en Iman, una modelo somalí de piel oscura que alcanzó el éxito en la década de 1970, cuando los rasgos africanos desde luego no estaban nada «de moda». En 1976, en un artículo para Essence escrito por Marcia Gillespie, redactora jefa de la revista, se decía que Iman era «una mujer blanca bañada en chocolate». Con toda la razón, la modelo se indignó y replicó: «Yo no tengo aspecto de mujer blanca. Tengo aspecto de somalí».

Y así es. Pero, pese a la tez oscura de Iman, sus rasgos faciales, en comparación con los que se asocian a la zona occidental de África, se perciben como más similares a los caucásicos y, por tanto, se entienden como superiores al aspecto de quienes siguen estando más lejos del estándar europeo.

En el ensayo «Hair Race-ing: Dominican Beauty Culture and Identity Production», del año 2000, Ginetta Candelario analiza el papel de la textura capilar en la identidad racial de la República Dominicana y comparte un intercambio que mantuvo ella misma, una «dominicana de piel blanca y pelo liso», con Doris, otra mujer «dominicana de piel blanca y pelo liso». Doris estaba casada con un «hombre dominicano de piel morena y pelo rizado» y describía a los hijos que tenían en común. La mujer explicaba que, en la sociedad dominicana (que sigue siendo notablemente antinegra, pese al hecho de que la mayoría de la población tenga ascendencia africana de diversos grados), la incorporación a la blancura y sus consecuentes «recompensas» vienen determinadas por tus rasgos y por la textura de tu pelo, mucho más que por el color de tu piel: «Para los dominicanos, el pelo es el principal significante de la raza».

     GINETTA: Y cuéntame… Acabas de decirme que valoramos mucho el pelo y menos el color, en el sentido de que si tienes buen pelo te colocas en la categoría blanca. ¿Qué ocurre en el caso de alguien que tenga la piel clara pero un «mal pelo»?

     DORIS: No, esa persona está en el lado negro, porque el jabao en Santo Domingo es eso, un blanco con mal pelo, un pelo muy rizado. Y ese «está en el lado negro». Yo misma suelo decir que si mis hijas hubiesen salido jabao, para eso mejor que hubieran salido morenas de piel, con el pelo como un trigueño. Porque yo no quería que mis hijas salieran blancas con el pelo rizado rizado. No. Para mí, mejor trigueñas. Son más guapos [los trigueños]. Siempre lo he dicho. Mis tres hijos son trigueños.

Los ejemplos de la República Dominicana demuestran el hecho de que en países de habla no inglesa existen diferentes términos que reconocen el papel que la textura del pelo y el fenotipo desempeñan en la proximidad a la blancura. Términos de origen inglés como «colorismo» ponen todo el énfasis en la tez. La palabra «colorismo» es de procedencia estadounidense y se acuñó muy recientemente, en 1983, cuando Alice Walker la utilizó en In Search of Our Mother’s Gardens, donde identificaba este fenómeno como un impedimento para el progreso negro. El término reconoce la enorme discriminación a la que se enfrentan las personas que tienen la piel más oscura dentro de las comunidades negras, pero obvia los demás factores de la racialización. El uso de la palabra «color» también contribuye sin duda a crear una falsa equivalencia entre la tez y la categorización racial. ¡La mayoría de las mujeres «negras» son morenas! Ser racializada como persona negra no es algo reducible al color de la piel. No podemos olvidar que «negro» no es simplemente un término descriptivo para el color de la piel, sino más bien una ideología con una profunda carga histórica.

 

 

Tener la piel clara mediatiza mi experiencia de negritud, dado que me sitúa en una posición elevada dentro de un desagradable ranking de valores y valías; sin embargo, al mismo tiempo, tengo un pelo afro de rizos apretadísimos, por lo que mi estatus, por desgracia, cae varios peldaños (dentro de esa perversa jerarquía, quienes tienen la piel oscura y también el pelo muy rizado sienten todo el peso sobre sus hombros). Y es que, como me dijo una amiga sudafricana negra, cuando nace una niña mestiza con mi textura de pelo, el consenso suele ser: «¡Ay, qué pena!». Por supuesto, el pelo es mucho más fácil de disimular que la tez, pero si observamos hasta qué punto pueden llegar a esforzarse algunas mujeres negras para ocultar su pelo natural, empezaremos a ver dónde podría estar el origen de esa motivación. Debemos analizar el hecho de que, pese a que una característica sea más fácil de disimular que otra, la expectativa de que ocultemos nuestros rasgos africanos sigue ahí.

El pelo tiene el poder de conferir la clasificación de negro o no negro. De pequeña, conocí a otra niña de padre nigeriano y madre irlandesa. Compartíamos una tez clara similar (quizá la de ella fuese un poco más oscura que la mía), pero nuestras experiencias eran muy diferentes. Por algún motivo, el destino le había otorgado a ella una cabeza llena de brillantes tirabuzones negros, gracias a los cuales podía pasar (y pasaba) por española. Que no se me malinterprete: ser «española» tampoco era un camino especialmente fácil para la Irlanda de los ochenta, pero sí muchísimo mejor que el de ser «africana».

Digamos que lo africano no era lo predilecto. Mi familia regresó a Irlanda coincidiendo más o menos con el número uno en las listas musicales de Band Aid y su éxito «Do They Know It’s Christmas?». El país entero cantaba la canción al unísono. Gracias a ello, aprendimos que no todo el mundo tenía nuestra misma suerte. Que más allá de lo blanquecino, encajado en el valle de lágrimas, acecha el «África más oscura», un mundo de terror y miedo donde las únicas campanas navideñas son las sonoras campanadas de la muerte. O algo así.

 


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